La siembra (11 page)

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Authors: Fran Ray

BOOK: La siembra
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—¿Pretende consolarme?

—Sólo quería decirle que usted no es la única que sufre este problema.

—Gracias. —«Deberías asistir a un cursillo para aprender a tratar a los familiares de los pacientes, capullo.»

—Hay medicamentos que pueden reducir los síntomas —le dice.

Reducir, no curar, y tampoco detener el mal.

—¿Puede vivir solo? —pregunta Camille, y ya intuye la respuesta.

—Alguien debe cuidarlo, ocuparse de él al menos dos o tres veces al día. Además, debe entrenar su brazo. Puede hacer la mayoría de cosas él solo, pero lentamente, claro está. Necesita moverse con regularidad, hacer movilización, fisioterapia. Alguien debe llevarlo a pasear y hablarle. ¿Solía estar abatido?

—Sí, durante los últimos años, pero creí que se debía a la muerte de mi madre. —Su madre, la hija mimada de buena cuna que, con su vanidad y su atractivo, no dejaba de exigir la atención de su marido y lo arrastraba de un evento social a otro: una exposición «exquisita», un concierto «soberbio», una pieza de teatro «formidable»... No ha olvidado las expresiones de su madre.

—El abatimiento es un síntoma de esta enfermedad. E irá en aumento.

—Somos víctimas de nuestra química interior, ¿verdad? —Camille intenta sonreír.

El suspiro del médico le proporciona cierto consuelo, pero supone reconocer su impotencia. Es un suspiro típico.

—Lamentablemente, Madame Vernet, he de decirle que esta enfermedad avanzará. Puede que debido a un aumento de la secreción sebácea adquiera un aspecto ceroso, quizá sufra problemas circulatorios, y debido a la falta de movimiento puede que sufra problemas intestinales y estomacales, diarrea o estreñimiento e intensos sudores nocturnos. Los temblores aumentarán, y también la depresión...

—Eso significa que el futuro no promete nada bueno —dice Camille, y no logra reprimir un suspiro—. Y todo ello debido a una... una proteína defectuosa, ¿no?

—Y mal plegada, en efecto. —Ogilvy le sonríe, echa un vistazo al reloj y le indica la puerta—. Vaya a verlo. Y la próxima vez, acuda más temprano, por favor. Aquí hace rato que todos descansan.

Son las siete de la tarde, y todos están descansando, claro. Camille le da las gracias, llama a la puerta y acciona el picaporte.

Su padre está en la cama junto a la ventana; la otra cama sigue desocupada. Mantiene la vista clavada en el televisor, sin audio: una serie policiaca. El tubo de neón encima de la cabecera de la cama lo hace parecer aún más pálido de lo que tal vez esté en realidad. Antaño, cuando todavía era uno de los directores de la AGF, siempre procuraba estar bronceado pese a las horas dedicadas al trabajo.

—¿Papá?

Él sólo se percata de su presencia cuando ella se coloca delante de la cama. Haciendo un esfuerzo, se quita los auriculares. Hace un par de años que está casi calvo.

—¿Qué haces aquí? —pregunta arrastrando las palabras: la lengua y los músculos del habla están afectados por una ligera parálisis.

La ira empieza a invadirla.

—¿Acaso no te alegras de que venga a verte?

—Sí. Sólo que echo de menos...

—¿A quién?

—A tu madre.

Camille vuelve a sentir una punzada en el corazón. «¿Por qué lo hace? Vale, ¡no seas tan sensible, Camille!»

—No he podido venir antes —dice. Acerca una silla a la cama, se sienta y le coge una mano; está fría—. ¿Tienes frío? —La temperatura de la habitación es agradable. Entonces recuerda que ése es el lado afectado por la apoplejía.

—No, ¿por qué? ¿Es que aquí no hay calefacción?

—Sí, claro que sí, pero como tienes la mano tan fría...

—Si sólo es eso... —dice él con una sonrisa torcida.

Camille no le preguntó al doctor si ha informado a su padre de que tiene Parkinson.

—¿Te ha visitado el doctor Ogilvy, ha hablado contigo, te lo ha explicado todo?

—¿Quién, ese tipo con tez de un enfermo del hígado? —Otra sonrisa torcida—. Sí, estuvo aquí. —Traga y tose, ella ve un paquete de pañuelos de papel en la mesilla, pero su padre hace un gesto negativo cuando se los ofrece. La mano le tiembla, antes no lo tomó en cuenta, creyó que sólo estaba un poco nervioso—. Oye —prosigue, tosiendo—, han incorporado un nuevo seguro en la empresa. —Sigue diciendo «en la empresa», aunque hace más de diez años que ya no trabaja en la aseguradora AGF—. Se llama «Capital Mémoire». Entra en vigor cuando uno sufre demencia o Alzheimer. ¿Por qué no se me habrá ocurrido ese programa? —Ríe—. Entonces ya los sufría, ¿no? Por eso no se me ocurrió, y nadie lo notó. Tal vez tú ya los sufras. O ese médico.

Camille suspira. La única que se las apañaba con su cinismo era Valéria. Porque era tan cínica como él.

—Tonterías, papá. —Se acerca y le acaricia la mano—. Miremos las cosas de frente. Tienes los síntomas del Parkinson, eso no tiene remedio, pero hay medicamentos que impiden que empeore. —¿Qué está diciendo? Le habla como si fuera un niño.

—Ay, Camille.

«De ánimo abatido. Rostro ceroso. Dificultad cada vez mayor para moverse. Temblores.»

—¡Ojalá hubiera acabado conmigo! —Habla en tono lloroso y los ojos se le humedecen.

—¡Pero papá!

Él sacude la cabeza, las lágrimas han desaparecido, intenta incorporarse pero no lo logra. Se deja caer hacia atrás.

—He pensado lo siguiente: te mudas a mi apartamento. Dios sabe que es bastante grande; allí podrás hacer lo que quieras y de paso cuidas de tu anciano padre. No te cobraré alquiler, por supuesto.

—Papá, yo... —«¿Cómo le digo que no me marché de casa a los dieciocho para regresar a los treinta y uno?» Camille toma aire—. Encontraremos una solución, no te preocupes.

—Todos tenemos que morir. A lo mejor debería acelerar el proceso, ¿no crees? —Otra vez esa sonrisa torcida.

—Basta ya. Llamaré a Valéria por teléfono. Vendrá.

—Me equivoqué con Valéria —dice él, clavando la mirada en el techo.

—¿Cómo...?

—Lo sabes perfectamente —la interrumpe—. La vida, qué error...

—Papá, eso es...

Él alza la mano y vuelve a dejarla caer sobre la manta. Camille enmudece. A su padre nunca se le dio bien lo de escuchar.

—Desde que tu madre murió... Vete a casa, seguro que tienes cosas que hacer y yo te complico la vida.

Ella quiere replicar, no sabe qué, pero él se limita a sacudir la cabeza con lentitud. Ella se pone de pie y le besa la mejilla. «Como la cera», piensa, aunque por un instante la piel parece tibia y seca.

—Vuelvo mañana. Que duermas bien —dice en el umbral, pero su padre no despega la vista del televisor.

Lo único que hay en el pasillo es un carrito con los medicamentos para la noche. A través de una puerta oye una tos apagada y la voz reconfortante de la enfermera. Mudarse a casa de su padre es imposible. En el ascensor evita mirar su reflejo en los tabiques metálicos, mantiene la vista fija en el indicador luminoso de las plantas. Su padre tiene razón: de hecho, está muy ocupada. Ella y Christian se han obstinado en la idea de la tertulia televisiva, es decir que ahora no sólo ha de invitar a personas interesantes, competentes y mediáticas, sino también familiarizarse con el tema: la genética. En el colegio nunca lo comprendió del todo.

Una vez fuera, vuelve a encender el móvil. Christian le ha enviado un SMS. ¡Las primeras invitaciones han sido aceptadas!

¡Qué rapidez! Eso significa que hay algunos que quieren hacer declaraciones. La sangre le arde en las venas, quiere dar el gran golpe, dejar de estar a la sombra de Christian y de sus padres que, sin una profesión y sin ningún esfuerzo, lograron despertar el interés de hombres y mujeres. Daba igual que Camille llevara ropa llamativa, que se maquillara: frente a su madre —y a Valéria— nunca dio la talla. Y ambas saboreaban ese triunfo. Incluso ahora, tras la muerte de su madre, ese triunfo persiste cada vez que su padre —con mirada brillante y voz repentinamente sonora— habla de su madre o de su hermana. No obstante, por lo visto Valéria ha caído en desgracia.

Le dará una buena lección. Se la dará a todos.

20

A Ethan no le queda más remedio que dirigirse a la comisaría. Allí pregunta por la inspectora Lejeune. Después tiene que aguardar diez minutos en el pasillo ante su despacho. Finalmente, su asistente —un individuo joven con cara de ángel y gastadas zapatillas deportivas— la hace pasar. En su camiseta pone «Naturaleza».

—¿Así que usted es escritor, Monsieur Harris? —La inspectora no se pone de pie al darle la mano.

Podría ser la hermana no tan guapa de Isabelle Huppert, piensa Ethan. Lo repasa de arriba abajo con los ojos entornados al otro lado de su escritorio, detrás del cual parece más alta de lo que quizá sea. Parpadea a menudo. «Tal vez sea miope o tenga los ojos secos. Pelirroja, pecas, siempre impaciente, perspicaz, terca, implacable.» Ethan sabe que esos montones de papeles y carpetas encima de su escritorio proporcionan seguridad a esta inspectora y son señales del saber, de la capacidad y la voluntad de ordenar crueldades inconmensurables entre dos tapas de cartón. Todavía no sabe qué quiere de él.

—Así es. —Ethan espera la pregunta de siempre: que qué escribe. Entonces atisba la portada de un libro debajo de unos papeles: es
Un verano,
su última novela, ya traducida al francés. Ha subestimado a la inspectora Lejeune. Le tenderá trampas, le hará caer en emboscadas—. Todavía no sé para qué estoy aquí.

—¿Café?

Ethan siente mayor desconfianza. Si le ofrece café, algo querrá de él. Y ahora incluso sonríe, aunque sea levemente. La lista de sus concesiones anticipadas se amplía.

Con gesto casual hojea su carpeta, se pone unas gafas pero se las quita de inmediato, porque le molestan o porque sólo son un accesorio, una señal de que lo examina todo con rigor y no se le escapa ningún detalle.

—Usted es australiano, ¿verdad, Monsieur Harris?

—Sí. —¿Por qué lo pregunta? Lo pone en su pasaporte.

Lejeune entrecierra los ojos delicadamente maquillados, ni siquiera se molesta en sonreír y le pasa una foto.

—¿Conoce a este hombre, lo ha visto alguna vez?

Ethan contempla un rostro alargado y flaco de nariz prominente, grandes ojos rodeados de bolsas y un rizo rubio sobre la frente.

Niega con la cabeza y le devuelve la foto.

—¿Quién es? ¿Debería conocerlo?

—¿No ha leído las noticias de hoy?

—No. Ahora mismo lo que ocurre en el mundo me resulta bastante indiferente.

—Mi pésame, Monsieur Harris. —Lejeune se repantiga, como si esperara que le contara una historia, pero después llega la pregunta—. ¿Cómo se conocieron, usted y su mujer?

Quiere saber qué los unía y si ello bastaba para amarse durante ocho años, o si ese amor se había acabado hace tiempo, reemplazado por un odio que quizá lo impulsó a cometer un crimen disfrazado de suicidio. ¿Se trata de eso? ¿Es eso lo que ella cree?

—¿Qué relación tiene eso con el suicidio de Sylvie Harris?

Lejeune lo tranquiliza con un gesto.

—Por favor, Monsieur Harris, primero responda a mi pregunta.

No puede limitarse a ponerse de pie y marcharse, ¿verdad? No: ella se lo impediría con cualquier pretexto, encontraría un motivo.

Bien, ¿en qué medida debe confiarse? ¿Hablarle de los problemas con el alcohol de Ruth, lo que suponía la lucha cotidiana, contemplar cómo todos los días su mujer se destruía a sí misma y después la vida de su hijo y también la de Ethan? ¿De los intentos de ayudarle y después la decisión de divorciarse de ella, y del hecho de que pudiera conservar a Steven se lo debía exclusivamente a sus padres? Ethan opta por la versión más breve.

—Hace ocho años estaba en París para la presentación de un libro y sufrí un accidente. Me rompí la pierna. Sylvie era la médica asistente. —No menciona que después se divorció de su mujer australiana. Si Lejeune desea averiguarlo, lo hará.

La inspectora frunce los labios y el ceño, como si a partir de esas breves frases tuviera que extraer las consecuencias de los años siguientes. A lo mejor espera que él añada algo más, pero Ethan calla. Un asistente trae café en vasos de plástico y Ethan se ocupa en abrir el sobrecito del azúcar y revolver el café.

—¿Por qué no tiene hijos? —pregunta Lejeune por fin.

Ethan siente que la ira comienza a invadirlo. Ira por esas preguntas tan directas sobre algo que sólo les incumbe a él y a Sylvie. ¿Acaso saldrán a la luz pública debido a su muerte?

—Queríamos esperar. —Piensa en Steven, en enero le telefoneó a Sídney por su decimocuarto cumpleaños. Supuso un error, porque tras colgar se deprimió: volvió a sentirse culpable por haber dejado a su hijo en la estacada.

Lejeune arquea una ceja.

—Su mujer era... —dice, hojeando el archivo, pero él está convencido de que lo sabe de memoria—. Tenía treinta y nueve años. ¿Cuánto tiempo más pensaban esperar?

Ethan se encoge de hombros y disimula su cólera.

—No lo considerábamos demasiado importante.

—¿Quién no lo consideraba demasiado importante? ¿Usted o ella?

—Ambos. Los dos teníamos nuestra profesión. Tendríamos que haber reorganizado nuestras vidas —dice, a la defensiva.

Ella asiente, satisfecha. Ha ganado el primer asalto. Lejeune coge su café, se reclina y bebe un sorbo; solo, sin azúcar, implacable.

—¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte de Sylvie? —Él ya no tiene ganas de dominarse.

Ella le lanza otra mirada escrutadora. Ethan espera una sorpresa, un hecho que vincule su muerte con la falta de hijos o algo así, pero de pronto Lejeune sonríe, aunque apenas.

—¿Es usted un autor de éxito, Monsieur Harris?

Qué mujer impertinente, pero ¿qué puede hacer? Él quiere que le diga lo que sabe la policía, qué pista siguen. Quiere claridad, saber la verdad, aunque acabe por descubrir que sólo se trató de un atraco normal como los que ocurren cada noche en París.

—Sí, bastante —contesta, lacónico.

—No sea modesto —sonríe ella—. Me he informado: en Francia ya se han vendido ochenta mil ejemplares de su último libro y sólo hace dos semanas que salió a la venta.

—No recuerdo las cifras con precisión.

La sonrisa de ella da a entender no-me-vengas-con-ésas. Sin duda está informada de todo.

—Entonces le queda poco tiempo para la vida privada, ¿no?

—Pues sí, excepto de vez en cuando.

La sonrisa de ella le parece una máscara de hierro. ¿Quién se habrá creído que es, para tratarlo de ese modo? Procura relajar las mandíbulas y prepararse para el siguiente asalto.

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