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Authors: Fran Ray

La siembra (8 page)

BOOK: La siembra
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Habían planeado algo muy diferente. Roland ganaba un sueldo bastante bueno en el banco. Ella no quería dejar su trabajo, Roland lo comprendía. Una chica
au-pair
ocupaba una habitación en su amplio apartamento.

Todo funcionaba perfectamente hasta que el imbécil de Paul se fue a pique porque había transferido dinero de clientes a cuentas de empresas fantasma, empresas que por cierto le pertenecían a él. La inspectora no puede dejar de pensar en ello, se ha grabado en su cerebro para siempre. Y entonces también despidieron a Roland, aunque no sabía nada del asunto. Inventaron un motivo para despedirlo. Roland estaba harto de su profesión, quería hacer otra cosa. No encontró nada, porque hay demasiados que quieren hacer otra cosa, y al final se convirtió en guardia de seguridad. Un disparate. Un hombre con tanto talento y tantos conocimientos... Pero la sociedad despilfarra los recursos humanos.

El puesto en la DGSE, la Direction Générale de la Sécurité Extérieure, también llamado el Servicio Secreto, podría modificar su vida por completo. Un sueldo mejor, un trabajo en el ámbito de la seguridad nacional. Si Roland es incapaz de ascender, entonces al menos ella debe intentarlo, ¿no? Las cosas más importantes ocurren en secreto, eso lo sabe muy bien. Lo público sólo supone una distracción. No le dijo nada a Roland por si rechazaban su solicitud. La esperanza la mantiene en pie, le proporciona la fuerza necesaria para el día siguiente, la ayuda a superar lo cotidiano.

Y ahora este caso: el profesor Frost. La cabeza de la rata. ¿Quién hace cosas así? ¿Con qué objetivo? ¿Acaso para enardecer la discusión sobre la ingeniería genética? Pero ¿mediante semejantes medios? Sería realmente perverso. ¿O se trata de un ajuste de cuentas personal? El odio humano puede ser inconmensurable... Tampoco logrará conciliar el sueño. En el Boulevard Arago pisa el freno y pone el limpiaparabrisas. Nicolas. Es imprescindible que mañana le hagan una visita. Tiene la corazonada de que ese joven corre peligro.

16

Lunes 24 de Marzo, Hamburgo

Cuando Andreas Schomerus despierta y abre los ojos aún tiene el tremendo dolor de cabeza que le dura desde anteayer. La mujer desnuda pintada con aerógrafo, «Sue», se convierte en un borrón color carne sobre un fondo azul en el sillín de la Harley. Entrecierra los ojos. Todas las mañanas, lo primero que ve es esa imagen pintada con aerógrafo colgada encima de la cómoda, frente a la cama.

Sue, su recuerdo de Nicole. ¿Por qué ha colgado la imagen allí?, se pregunta esa mañana por primera vez, y la respuesta lo conmociona: quiere castigarse, quiere que todas las mañanas le recuerde que es un perdedor. Compró la imagen en el mercadillo tres días después de la partida de Nicole. Es un perdedor, aunque no se note. Pero eso es lo que siente por la mañana, sentado en el autobús que lo lleva al banco, y después durante todo el día. Antaño quería abrir una escuela de navegación a vela en Grecia, pero quince años después todavía sigue sentado ante un escritorio en una oficina alfombrada de gris. Y encima ha de alegrarse de haber conservado el puesto. Por lo menos, las vacaciones y el sueldo le permiten viajar y dedicarse a su
hobby.
Ha visto mundo y lo ha fotografiado. Montones de discos duros llenos de fotos de la naturaleza. Galápagos. Madeira. Siberia.

Quiere llevarse la mano a la frente para secarse el sudor, pero no lo logra y se toca... ¿la oreja?

Algo va mal. Sue sigue borrosa y Fat Boy también. ¿Resaca? Imposible: sólo ha bebido dos latas de cerveza. ¿Un problema óptico? ¿Conjuntivitis? Jamás los ha sufrido. ¿Por qué habría de tener conjuntivitis? ¿Una enfermedad tropical? Hasta ahora nunca ha contraído la malaria, aunque ya ha estado un par de veces en África. A lo mejor se excedió durante la excursión a las montañas de Virunga para fotografiar a los gorilas. Quería tomar las mejores fotos, la naturaleza en estado puro, sin seres humanos, y siempre se adelantaba al grupo.

Se incorpora pero las cosas no mejoran, todo sigue borroso y nebuloso, como si el mundo se estuviera disolviendo.

Se toca la frente, esta vez lo logra, se masajea la nuca. «Quizá sea una especie de cortocircuito, un mal contacto fácil de solucionar.» Pero se siente mareado, tantea el borde de la cama, tiene que agarrarse. Pronto se le pasará, nunca le ha ocurrido nada igual. Tal vez se trata de una gripe o una pequeña infección, pero es incapaz de impedir el pánico que lo invade. Un médico de urgencias. Algo le pasa y no puede impedirlo, pierde el control de sus actos y sus pensamientos, las ideas tropiezan, se pierden de una neurona a la otra, frenadas por una masa viscosa que parece extenderse por su cabeza y lo sepulta todo, como la lava de un volcán, cubriendo y asfixiando los objetos y la vida con una gruesa costra. Quiere ponerse de pie, pero los pies se enganchan en la manta, se tambalea y se golpea la cabeza contra la cómoda. Los cuadros caen encima de su cabeza, quiere agarrarlos pero no se dejan, huyen de él...

17

París

Son poco más de las nueve de la mañana cuando Camille Vernet abre las dos cerraduras de seguridad de la pesada puerta de la redacción y teclea el código que desconecta la alarma. La redacción del semanario satírico
Tout Menti!
se encuentra en la primera planta de un edificio imponente, aunque un tanto destartalado, de la Rue du Grenier Saint-Lazare. Un pasado similar une a los cuatro periodistas que trabajan en la revista: antes trabajaban o bien en conocidos periódicos franceses, como Christian Brousse y Camille Vernet en
Le Figaro,
o eran colaboradores
freelance
en un semanario, como Annabelle Richard y Lucien Foch. Luego perdieron sus puestos debido a la reducción de personal y la crisis. Además, Christian escapó por los pelos de una denuncia por calumnias, por citar el nombre de un político que después negó con vehemencia haber hecho esa declaración. Los cuatro periodistas saben que Francia es un país que, aunque protege la libertad de opinión personal, no garantiza la libertad de los medios, y tampoco el derecho de informarse. No obstante, mediante el humor y la ironía, casi todo está permitido. Así que hace dos años los cuatro periodistas fundaron la revista satírica
Tout Menti!
(«Todo es mentira») gracias a la ayuda del padre de Christian.

—Todavía no vendemos cuatrocientos mil ejemplares como
Le Canard,
pero estamos remontando —dijo Christian en octubre, tras comprar y descorchar una botella de champán para celebrar los cincuenta mil ejemplares vendidos.

Camille arroja el bolso y el abrigo de cuero —comprados en las últimas rebajas— encima de la mesa, junto a la fotocopiadora, se acomoda la blusa y la falda a cuadros —que hubiera preferido comprar en Hilfiger y no en una tienda barata—, y se dirige al baño. Después de que se esfumara el entusiasmo por trabajar en su propia revista y la perspectiva de ganar un sueldo más elevado, cada vez más a menudo se pregunta si de verdad eligió el camino correcto. ¿Por qué no logró prolongar la aventura con Herb Ritter un poco más? Herb Ritter, de la BBC International. Quizás hubiera conseguido un empleo. «¡Tú misma te pones obstáculos, Camille!», solía decir su madre.

Abre el grifo y se lava las manos. Cada vez que sale del hospital siente la necesidad imperiosa de hacerlo. Se mira en el espejo. «Tienes un aspecto lamentable, Camille, si sigues así pronto aterrizarás en el Saint-Louis, como tu padre.» Ignora cómo hará para aguantar el eterno deambular entre su apartamento en la Rue Coetlogon, en el sexto
arrondissement,
la redacción situada en el tercero y el hospital Saint-Louis en el décimo. Por suerte, el mes pasado —y con el dinero de su padre— se procuró un coche nuevo, un C3 Pluriel color zarzamora con una capota plegable: su viejo Peugeot se negaba a arrancar al menos cuatro veces a la semana.

«¿Por qué tuviste que sufrir un infarto, papá?» Desde que ocurrió hace dos días, no le queda más remedio que pensar en el futuro. Tras la muerte de su madre, su padre ha vivido solo en el inmenso apartamento de la Rue de Montpensier con estupendas vistas al parque del Palais Royal. La mujer de la limpieza acudía cada dos días y de vez en cuando le preparaba la comida. Pero ¿ahora? Tenía el brazo derecho paralizado; los médicos dijeron que podría recuperarse parcialmente, pero que tendría que hacer rehabilitación. Ejercicios, tratamientos. «Alguien ha de cuidarlo, ocuparse de él.»

Se seca las manos y vuelve a pintarse los labios. Detesta verse fea en el espejo, afecta su autoestima. Lamentablemente, porque en este momento la necesita. No puede esperar ayuda de su hermana. En la Navidad pasada, Valéria le dejó claro que sólo en última instancia —quizá se refería a pocos días antes del entierro— volaría a París desde Martinica; por lo visto, no puede dejar solos a su marido y sus hijas. Una excusa ridícula, según su padre. Maurice es un «tío listo». Dueño de una empresa punto.com, obtuvo muchísimo dinero gracias a la Bolsa, vendió todas sus acciones poco antes del crash y se mudó a Martinica. Seguro que no se moriría de hambre si tuviera que pasar unos días sin su mujer. Sin embargo, para su padre es Valéria quien alcanzó el éxito. Ella, Camille, es periodista, ¡y encima en una revista satírica! Un increíble despilfarro de su talento, opina él. Si ella fracasara se lo confirmaría, pero no tenía intención de hacerle ese favor. Algún día su éxito dejaría sin palabras a su padre, el éxito que éste jamás creyó que alcanzaría. Camille comprueba el maquillaje de los ojos y se pasa la mano por el pelo rubio y corto. «¡Vale, empecemos! ¿Quién era el profesor Frost?»

Con energía renovada, atraviesa la redacción de paredes altas que la calefacción nunca llega a caldear del todo, de techo de estuco desconchado y un parqué que cruje. Se dirige a su escritorio junto a la ventana y abre el Notebook Apple.

Ayer, de camino del hospital Saint-Louis a la redacción, oyó la información sobre el brutal asesinato del científico. Desde el coche intentó ponerse en contacto con Yvonne Béri, una colaboradora que trabaja en la centralita de la policía para averiguar qué significa «brutal». Pero Yvonne no estaba de servicio, así que Camille le envió un e-mail pidiendo que la llamara y decidió pasar por la Place Jussieu. La plaza que hay delante de la Université Pierre et Marie Curie estaba cerrada, había tres coches de policía aparcados y le pareció ver a seis agentes vigilando la entrada. Aparcó en segunda fila y procuró obtener información de los curiosos; lo único que obtuvo fueron un par de noticias no oficiales: esta vez, el bloqueo informativo parecía funcionar, así que Camille volvió al coche y se marchó.

Mientras aguarda que su Notebook se conecte, pone a calentar agua para el té —tenía que ocuparse cuanto antes de su dolor de estómago— y echa una ojeada a las noticias sobre un multimillonario ruso que está a punto de comprar una cadena de televisión francesa. Lucien ha confeccionado unas ilustraciones estupendas y no puede reprimir una sonrisa al contemplarlas. Después introduce el nombre de Jérôme Frost en el buscador y en ese preciso instante suena su móvil.

—Seré breve, Camille —dice Yvonne Béri—, ayer no pude llamarte: lo atacaron en su laboratorio, le cortaron la cabeza, lo clavaron contra la pared, arrojaron la cabeza a las ratas como alimento y, en compensación, le cosieron una cabeza de rata al cuello.

—¿Hablas en serio? —¿Acaso Yvonne se está burlando de ella? Camille sabe que el humor de Yvonne tiende a la caricatura.

—¿Crees que podría imaginar semejante cosa? Asesinaron al guardia y soltaron las ratas. Dicen que en la pared se leía: «Bonito mundo nuevo de los investigadores genéticos.» Tengo que colgar, me debes una.

Camille intenta imaginarse la escena y tiene un mal presentimiento. Ahora sí que necesita esa taza de té.

Poco después llega Christian, el pelo moreno despeinado como siempre. Arroja su desgastada chaqueta de cuero con el típico gesto de macho desenfadado en una silla y, en vez de saludarla, le pregunta si ya se ha enterado del asesinato en la universidad. Sólo entonces le planta un rápido beso en la mejilla. Durante un segundo, Camille recuerda la época en que ambos mantenían una apasionada relación sexual y casi no podían esperar a estar solos en la redacción. Se acabó hace seis meses, cuando la mujer de Christian le dio un ultimátum: o Camille o ella.

A partir de entonces, Camille se sorprende de que Christian cumpliera con lo prometido, porque no suele atenerse a las leyes ni a los acuerdos. Bien, ella no está dispuesta a reiniciar la relación; no demostraría semejante debilidad, aunque tras una irritante jornada laboral sabe apreciar una sesión de sexo. Después logra dormir profundamente y sin soñar.

—Sí, y también sé a qué se refiere eso de «brutal».

Christian arquea las cejas y se abrocha los gemelos de su camisa de motivos chillones comprada en una tienda de segunda mano, pero deja de hacerlo cuando ella le describe los detalles del asesinato.

—Dios mío —murmura, y Camille advierte que, pese a ser de tez pálida, se ha vuelto aún más pálido—. Jérôme Frost colaboraba con la EFSA —añade—, lo comprobé en casa. Es la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria. La sede está en Parma.

—¿Parma, jamón de Parma, Parmesano y Parmayog?

Christian asiente.

Camille recapitula.

—Parmayog: leche, yogur, queso,
Global Player.
Están en un apuro considerable, han cometido una estafa de miles de millones.

El juicio se ha prolongado mucho tiempo, en la revista publicaron un par de detalles delicados —irónicos, por supuesto— sobre la implicación de un industrial francés que mantiene contactos muy amistosos con el ministro de Sanidad francés.

Christian se frota las manos.

—Parece que al principio la sede de EFSA estaría en Helsinki —dice mientras se dirige a su escritorio frente al de Camille—. Pero Italia defendió su petición contra viento y marea y por fin se la adjudicaron a Parma.

—En ese caso, alguien recurrió a sus contactos, ¿no? —comenta Camille.

—Seguro. La sede de EFSA es el Palazzo Ducale, muy bonito e idílico.

Camille suspira.

—Somos un desastre, ¿verdad? Estamos aquí, bromeando, y ante nuestras narices alguien ha cometido un crimen bestial.

—¡Ese es el precio de la sátira,
ma chère!
—Christian sonríe, se sienta y señala el té—. ¿Te duele el estómago?

—Ya ha pasado. Sigamos. ¿Qué hacen esos de EFSA?

Christian busca en internet y lee:

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