La siembra (12 page)

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Authors: Fran Ray

BOOK: La siembra
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—¿Su mujer tenía un amante?

Siente una punzada en el pecho; de pronto el café le sabe amargo.

—¿A qué viene esa pregunta? —le espeta. Es humillante.

Lejeune lo observa como si fuera un conejillo de Indias al que acabara de aplicarle una descarga eléctrica, y sacude la cabeza.

—Sólo era una pregunta —dice, y vuelve a pasarle la foto—. Éste es el profesor Jérôme Frost, biogenetista de la universidad. El viernes por la noche estaba en un restaurante con su mujer.

Ethan clava la mirada en la foto. «¿Qué diablos vio Sylvie en este tipo?»

—¿Y bien?

Lejeune coge un diario del montón.

«Científico cruelmente asesinado por opositores a la ingeniería genética», reza el titular de la primera página.

—No comprendo. —Y es verdad: no comprende qué relación tiene aquello con Sylvie. Los guantes siguen en el bolsillo de su abrigo.

—Monsieur Harris... —Lejeune se inclina hacia delante y lo mira a los ojos. «Si quieren llegar a algo en la policía, las mujeres han de ser más duras que los hombres duros»—. ¿Está seguro de que su mujer nunca mencionó al profesor Frost?

—No, nunca. —¿O acaso sí, pero él no le prestó atención? Y si jamás mencionó su nombre, ¿eso era un indicio de que tenía una aventura?—. ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Cree que he asesinado a ese profesor Frost porque mantenía una relación con mi mujer?

Deja el vaso de café en el escritorio de la inspectora, pero hubiera preferido arrojarlo contra la pared.

—Esa sugerencia es ridícula,
madame.
¡Dígame de una vez qué significa todo esto!

Da igual que él se enfurezca: ella no se ablanda. Una tía dura. Lejeune enlaza las manos como si por fin se viera obligada a concretar, como si él también tuviera que comprender que se trata de un asesinato y de la realidad. Ha de serenarse, ella trama algo.

Ella se pone las gafas y vuelve a hojear la carpeta.

—La primera en morir fue su mujer. Según la policía judicial, el sábado alrededor de las seis y media de la tarde. El profesor Frost fue asesinado varias horas más tarde.

—Sí, ¿y qué?

—¿Y qué? Usted estuvo en el ejército australiano durante un año, ¿verdad?

—No sé qué tiene que ver eso con...

—Quizá buscaba vengarse del profesor Frost porque su mujer... se suicidó por su culpa.

—¡Eso es completamente absurdo! ¡Está diciendo tonterías! —Ethan se pone de pie.

Lejeune le indica que vuelva a sentarse, se inclina hacia delante y lo obliga a mirarla a los ojos. Si no se equivoca, son grises. El gris indica sabiduría.

—¿Qué significado le atribuye a esto? —dice ella, y le tiende la nota de despedida.

La palabra lo tortura. «Perdóname.»

—¿Qué quiso decirle su mujer?

—No lo sé —responde en voz más baja de lo que quisiera. La inspectora no le quita la vista de encima, saca sus conclusiones observando cada gesto que hace o deja de hacer, perfila la idea que se forma de él. Y él no puede hacer nada, sólo quedarse ahí sentado...

—Sabe lo que pone en la Biblia, en el capítulo veintiocho, versículo diecisiete del Libro de Isaías, ¿verdad? —pregunta.

—No.

—Un momento. ¿Quiere decir que ni siquiera le echó un vistazo tras leer esta nota?

—Pues no... ¡Claro que no! —exclama furioso—. ¡Me daba igual! Mi mujer estaba muerta. Tendida ante mis ojos, en medio de toda aquella sangre... —Se interrumpe. Claro que sabía que ese «Perdóname» provenía de la Biblia. Seguramente pertenecía a una parábola o un dicho sabio, pero que no le devolvería a Sylvie, que no cambiaría nada.

Lejeune se da la vuelta, coge un libro del estante y se vuelve de nuevo hacia él. Abre una Biblia de bolsillo de aspecto bastante nuevo en la página señalada por un punto de lectura rojo.

—Voila.
«Pondré la justicia por cordel y la rectitud como plomada.» —Apoya las manos en las páginas abiertas y lo mira con las cejas enarcadas—. ¿Y bien?

—¿Y bien qué? —¿Qué quiso decir Sylvie? Justicia y rectitud... ¿A qué se refería? Ethan no comprende por qué ha incluido la Biblia en este asunto.

Tras unos instantes, Lejeune se inclina hacia delante.

—¿El viernes por la noche y el sábado usted no se encontraba en París?

«Maldita mujer.»

—No, desde el miércoles hasta el domingo por la mañana estuve en Londres, en la Feria del Libro. ¡Su colega debe de haberlo anotado! El sábado por la noche celebré una lectura. Llegué a París el domingo por la mañana. ¡La aerolínea puede confirmarlo! —«¡Todo esto es totalmente ridículo!»

Ella sigue mirándolo fijamente. Ethan no puede y no quiere controlarse.

—¿Qué le parece si se limita a decirme por qué me interroga de este modo?

La inspectora hace un gesto apaciguador; sus manos delicadas le llaman la atención. No logra imaginárselas empuñando un arma, por no hablar de apretar el gatillo.

—Hemos de resolver el asesinato del profesor Frost, así que debemos seguir todas las pistas.

—Bien, entonces comprenderá que me interese saber cuál era el vínculo entre ese profesor y mi mujer.

Lejeune esboza una sonrisa ácida.

—Comprendo que no es fácil para usted, Monsieur Harris, pero confíe en nosotros. La policía también investiga la muerte de su mujer. Si se le ocurriera algo que deberíamos saber, llámeme. —Deposita su tarjeta junto al vaso de café. Un ofrecimiento: «Si tiene problemas (y sé perfectamente que los tiene), llame.»

En vez de guardarse la tarjeta, Ethan saca del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos, coge uno y se lo encaja entre los labios. Sólo entonces recoge la tarjeta. Hubiera preferido romperla y dejar caer los trozos al suelo delante de las narices de la inspectora.

—Adiós.

Él se pone de pie, pero la inspectora permanece sentada. Sólo lo saluda con la cabeza.

Fuera, en el pasillo, hay un penetrante olor a productos de limpieza, en algunos lugares el linóleo aún está húmedo. Ethan inspira profundamente y el olor le aclara las ideas. Ha llegado el momento de mirar la verdad de frente. Así que era el tal profesor Frost. ¿De dónde conocía a Sylvie? ¿Es verdad que era la primera vez que él oía ese nombre? Frente a la comisaría brilla el rótulo luminoso de un café.

Se queda ante la barra, reprime el reflejo de pedir un whisky triple. Toma un café y se conecta a Internet a través del móvil. Cliquea el listín de la universidad y por fin encuentra el número del apartamento del profesor Frost. Allí figura un nombre: Lorraine Kempf. Marca el número y tras cinco tonos, atienden.

—Disculpe que llame tan tarde.

—¡Pero bueno! ¿Es periodista? —espeta una voz irritada. Por lo visto, hoy no es el único en molestarla. Seguro que la policía ya la ha visitado.

—No, no; soy... Me llamo Ethan Harris. El viernes por la noche mi mujer cenó con el profesor Frost —se apresura a decir temiendo que ella cuelgue—. Y después se suicidó. Yo... quería saber si... —Ya no sabe qué decir.

—¿Sylvie Harris? —dice ella en tono sorprendido.

—Sí. —Se siente aliviado y al mismo tiempo molesto, puesto que al parecer ni siquiera mantenían su aventura en secreto.

—¿Dice que ella se suicidó? —pregunta la mujer en tono de incredulidad.

—Sí.

Una pausa.

—¿Madame Kempf?

—Sí, sí; sigo aquí, sólo que... ¿Y usted es...?

—Su marido. Ethan Harris.

—¿Ethan Harris, el autor
de Un verano
?

¿Es que ya es tan célebre?

—Sí.

—Eso es... Lo conozco por la foto del libro.

Claro, la foto que Justin tomó el otoño anterior en los Jardines de Luxemburgo. «Allí la luz es muy bonita.»

Ella le da las señas de un café situado a poca distancia y promete estar allí en veinte minutos.

Ethan desliza el móvil en el bolsillo del abrigo, paga y se sube el cuello. Soplan rachas de viento y tiene frío: es como si su temperatura corporal hubiera descendido diez grados.

Lorraine Kempf aguarda en una mesa del café casi desierto, ante una copa de coñac y un platito de patatas fritas. Ethan la reconoce por su mirada tensa dirigida hacia la entrada. Su rostro delgado, sus gafas de montura dorada y sus rizos hasta los hombros le recuerdan la imagen del profesor Frost. Podría ser su hermana diez años menor que él. «Tal vez la contrató por eso, porque era un narcisista.»

—Hola —saluda él. Ella apenas sonríe.

Ethan se sienta en una silla frente a ella. El verde claro de su jersey le recuerda a un helado de pistacho de sabor artificial, y a secretarias de sueldo bajo de las que, sin embargo, se espera que todos los días acudan a la oficina con un conjunto nuevo.

—Dios mío, el asunto del profesor Frost es tan espantoso... —añade él—. La policía me ha taladrado a preguntas. —Ella se encoge de hombros—. Supongo que es lo correcto. —Clava la mirada en las manos de la mujer, aferradas a la copa de coñac.

—Discúlpeme —dice ella, como si sólo ahora tomara conciencia de la presencia de Ethan—. Lo siento mucho por su mujer.

—¿Usted la conocía?

—No, no personalmente. Algunas veces su mujer llamaba al profesor Frost y entonces él me pedía que reservara mesa en el Néctar el viernes por la noche. «¿Una nueva amiga?», le pregunté. «Pues se equivoca, Lorraine», me dijo, «es una vieja amiga» —explica, jugueteando con el pie de la copa.

Por más que se esfuerce, él no recuerda que Sylvie mencionara ese nombre.

—¿Tampoco sabe dónde se conocieron?

Lorraine Kempf niega con la cabeza y bebe un trago de coñac. El borde dorado de sus gafas brilla a la luz. Cuando el camarero se acerca para tomarle el pedido, Ethan pide lo mismo.

—Tampoco, lo lamento. Pero el profesor Frost conocía a mucha gente, viajaba con frecuencia. Trabajaba para la EFSA.

—¿La EFSA?

—La Autoridad Europea para la Seguridad Alimentaria. Solía acudir a congresos y cosas por el estilo.

—¿A qué se dedicaba?

—A investigar la tolerancia frente a los alimentos y los antibióticos. Proporcionaba diversos alimentos a ratas y después observaba su efecto en el organismo. —Lorraine se encoge de hombros, como si le resultara incomprensible que alguien dedique su vida a algo así.

—¿Y qué relación hay entre los antibióticos y la ingeniería genética? —Ethan piensa en las palabras de Lejeune: que al parecer, los asesinos procedían del entorno de los enemigos de la ingeniería genética.

—Bien, sólo puedo darle una explicación muy profana. Si se modifica una planta o una célula mediante ingeniería genética, si se implanta un gen nuevo, se la señala con un marcador de resistencia para diferenciarla de las que no han sido modificadas genéticamente. Y en general se utilizan resistencias antibióticas. Cuando se aplica el antibiótico a las plantas, todas las normales mueren y sólo las genéticamente modificadas, las que contienen la resistencia, siguen creciendo. —Le lanza una mirada de interrogación—. ¿Lo ha entendido, más o menos?

Más o menos. Pero que alguien asesine al investigador por ese motivo y encima de un modo cruel, eso sí le resulta incomprensible.

—Seguro que Nicolas, el asistente del profesor, se lo podría explicar mejor, pero por motivos obvios, ha desaparecido.

—¿Sabe dónde está ahora?

No puede decírselo, responde la chica, es una buena amiga suya, se conocen desde hace años, está al corriente de todos sus amoríos, tanto los correspondidos como los no correspondidos. Nicolas la ha utilizado como paño de lágrimas.

—Me ha prohibido que diga a nadie dónde se encuentra —concluye, con la vista fija en la copa vacía.

Y tras atacar un segundo coñac, le habla de su frustración: su novio la menosprecia.

—¿Por qué sigue con él? —pregunta Ethan, y alza la copa para que también ella siga bebiendo.

—No lo puedo evitar.

Por fin, el tercer coñac diluye su reticencia y le confiesa que Nicolas la llamó a casa esa misma noche.

—Está en Méautis, en casa de su ex novio. Hace un año y medio participé en todo ese drama. Marc estaba bastante chiflado, tenía una tienda de fetiches y artilugios sexuales, y también se drogaba. Conozco a Nicolas desde el colegio, y vi cómo arruinaba su vida por culpa de ese individuo. Era previsible que Marc sufriera una crisis nerviosa, y eso acabó por ocurrir. Demasiadas drogas, demasiadas juergas, demasiado sexo. Se internó en una clínica de desintoxicación y después se hizo cargo de la granja de sus padres en el campo. Ahora fabrica quesos y salchichas biológicos, y también alquila un par de habitaciones.

Finalmente, Ethan logra sonsacarle el nombre y la dirección, después paga la cuenta y la mete en un taxi. Antes de cerrar la puerta, ella le pide un autógrafo para ella y otro para su hermana. Ethan regresa al café y coge dos servilletas. También le da el número de su móvil por si se le ocurriera algo más.

Luego emprende el camino a casa, que no queda lejos. Lo recorre andando para aclararse las ideas. Sólo cuando se encuentra frente al Lancia de Sylvie, su «Caravaggio» como ella solía llamarlo, porque así se denominaba su color marrón en el catálogo, comprende que Sylvie jamás volverá a utilizarlo.

Segunda parte
1

Martes 25 de marzo, Uganda

Las persianas bajas seccionan horizontalmente la luz matinal y tapizan la pequeña habitación de un resplandeciente motivo a rayas. Una ligera brisa hace entrechocar los cordeles de cuentas metálicas de las persianas, lo que trae a Henrik Klipp un recuerdo de Starnberg y su puerto deportivo, de los cabos de las velas golpeteando los mástiles: como un ligero tañido de campanas encima del agua. Pero Starnberg está a miles de kilómetros de distancia.

Fuera, en las chozas, alguien ha encendido una radio y se oyen voces desgarradas mezcladas con fragmentos de melodías; más lejos, el ladrido de los perros. Henrik se mesa el pelo claro y se alegra de habérselo cortado al rape antes de la partida. Aquí, sus rizos espesos hubieran supuesto una tortura, pero lo hizo porque se separó de Uma. Empieza una nueva vida, pensó, y lo más fácil es empezarla cambiando de
look.
Alguien se lo había dicho en alguna ocasión. «Vete a África —le hubiera aconsejado a cualquiera que deseara iniciar una nueva vida—, y después vuelve a preguntarte cuáles son tus verdaderos problemas.» Aquí ha retomado la costumbre de rezar; a lo mejor vuelve a ingresar en la Iglesia. Algún día.

Henrik aparta el papel que contiene el sándwich a medio comer y abre su Notebook. «En Uganda, un estudiante europeo de medicina necesita tres cosas: un Notebook, un iPod... y corriente eléctrica», piensa, y empieza a escribir en su blog.

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