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Authors: Fran Ray

La siembra (16 page)

BOOK: La siembra
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—Sí. Pero...

—¿Pero qué? —¿Qué pasa? ¿Le revelará algo más, algo que haga que Sylvie le parezca aún más una extraña?

—En la boca descubrí restos de varias píldoras.

—¿Qué significa? ¿Que no las...?

—No las tragó —dice Pauline.

Ethan suelta una carcajada involuntaria. ¡Tiene que ser una pesadilla! Uno de esos malditos sueños ilógicos que te torturan pero de los que no logras despertar.

—No comprendo —dice por fin.

—Sólo es una sospecha, pero...

—¿Qué?

—Puede que no haya tomado las píldoras voluntariamente.

Esas palabras lo golpean.

—¿Pretendes decir que alguien...?

Pauline suspira.

Ethan recuerda la enigmática nota de despedida.

—Dejó una nota muy extraña. No era nada religiosa, pero cita... cita un versículo de la Biblia... ¿Crees que la obligaron a escribirla?

Pauline arquea las cejas.

—Le pasaré el informe a Lejeune de inmediato.

Durante un momento Ethan permanece inmóvil, los pensamientos arremolinados en su cabeza como en un laberinto.

—Hay algo más. —Pauline carraspea—. No sabías que estaba embarazada, ¿verdad? De tres meses.

Ethan cree que ha oído mal. Empieza a calcular: estaba en Nueva York y recuerda haber hecho el amor con Sylvie antes de partir; habían discutido y se habían reconciliado. Pero ¿por qué no se lo dijo? Todo esto debe de tratarse de un error, de otra mujer, de otra vida.

—No lo comprendo. ¿Por qué no me lo dijo? ¡Debía de saberlo! ¿Por qué se suicidó, Pauline, si estaba embarazada? Queríamos... quiero decir... nos hubiera hecho felices... muy felices... —De repente lo comprende—. Tal vez no era mío, ¿verdad?

—Ethan...

No, no puede pagar su ira con Pauline, que se quita los guantes, se dirige a la puerta y los arroja a un cubo de basura. Un hombre joven enfundado en una bata verde entra por la puerta opuesta. Pauline le hace un gesto y el hombre saca la camilla de Sylvie de la sala. Pauline abre la puerta y apaga la luz, el zumbido de los tubos de neón se desvanece.

—¿Qué piensas hacer ahora?

No lo sabe, se encuentra en punto cero. Se le aparece el rostro de Sylvie, mutilado como el de Bohin.

—El asesino la trató con suavidad... —murmura ella.

—¿A qué te refi...?

No, no puede describirle esa imagen.

—Me marcho. No cometas una imprudencia.

¿Qué clase de imprudencia podría cometer él? No tiene ni la menor idea de qué hacer con su vida.

—Si puede serte de ayuda... —añade Pauline.

—Gracias por decírmelo antes que a la policía. —Se dispone a marcharse, pero se le ocurre algo más—. Pauline...

—¿Qué?

—¿Puedes averiguar si el niño...? —Se interrumpe.

—Claro, lo hubiéramos hecho de todos modos. Un momento. —Le arranca un cabello—. Te informaré lo antes posible.

Ethan se marcha apresuradamente y abre la puerta de entrada con tanta vehemencia como si fuera lo aguardara una realidad en la que todo vuelve a ser como antes, cuando él y Sylvie se conocieron: llena de la promesa de un futuro en común.

De repente está convencido de que alguien le ha arrebatado a Sylvie, espiritual y físicamente. «Cuando lo encuentre, Sylvie, lo mataré.»

Suena el móvil: es Sarah. No contesta.

9

Jueves 27 de Marzo

Lejeune cuelga su gabardina mojada en el armario. Tiene frío. «¡Ni asomo de cambio climático!» Ha guardado el grueso abrigo de invierno demasiado temprano, ojalá la pequeña no coja un resfriado: este clima la afecta y en la escuela siempre tiene los pies fríos.

Lejeune saca el desayuno de su gran bolso de piel, comprado en las buenas épocas. Como siempre, la dependienta de la panadería le ha entregado el bocadillo envuelto: miércoles y viernes, de jamón, lechuga y tomate; lunes y jueves, de queso; y el martes, de atún.

—Buenos días —la saluda David procurando mostrarse amable—. Ya sabemos quién es el muerto.

No resultó difícil: el muerto tenía una carta del City Bank en el bolsillo, dirigida a Jean-Marie Lappé, en la que figuraba un extracto de cuenta y un ingreso de la agencia de publicidad BB&T de París, cuyo departamento de personal informó a la policía de que hacía dos días que el diseñador gráfico no aparecía por el despacho y tampoco se lo encontraba en su casa.

—Primero Marc Bohin, y ahora Lappé. Todos quienes han estado en contacto con Gombert han de morir —dice David, y se suena la nariz; tiene los ojos enrojecidos y si no hubiera pedido la baja, Lejeune incluso le habría demostrado cierta compasión, pero se limita a asentir con la cabeza.

—Sabían algo. O el asesino creía que sabían algo. —David se deja caer tras su escritorio. Ella ha de reconocer que tiene mal aspecto; introduce el café en la máquina.

—¿Y si Gombert fuera nuestro hombre? —pregunta David.

—¿Acaso le pareció tan insensible y cínico? —Lejeune conecta la máquina.

David se encoge de hombros.

—No, pero yo también parezco inofensivo, ¿verdad?

Ella aparta la vista del espumoso y aromático líquido oscuro que se derrama en la taza de porcelana blanca. Un auténtico lujo, piensa cada vez.

—¿Qué quiere decir?

—Nada —contesta David con una sonrisa insegura—. Absolutamente nada.

Lejeune echa un vistazo a la camiseta de él, donde pone tierra en forma de globo terráqueo. «¡Estupendo!»

—No hemos de manifestar nuestras opiniones políticas en forma de tablón de anuncios, David —lo reprende y coge la taza.

—¿Qué, esto? —dice él, bajando la mirada, y se rasca la cabeza—. No sé qué tiene de político.

«Por favor, nada de debates sobre principios. Que haga lo que quiera.» Si los de arriba le echan una bronca es asunto suyo. Ella no es su niñera ni su madre. Clava la vista en la taza, no recuerda si es el tercer o cuarto café del día; si es el cuarto, lo tomará sin leche.

—¿Hay novedades del levantamiento de pruebas en Méautis? —Decide tomarlo solo. El joven titubea—. ¿Qué ocurre, David, todavía está cansado? —Quizás el comentario sobre su camiseta lo ha ofendido.

—Las heridas sufridas por Marc Bohin son de navaja de afeitar —lee en voz alta—. Por lo visto, se trata de una de esas navajas de peluquero, esos anticuados artilugios plegables.

El café es amargo y caliente, indicado para las preguntas que debe hacerse: ¿Por qué no usaron un cuchillo? ¿Quién utiliza anticuadas navajas de afeitar hoy en día?

—No llama la atención, no se considera un arma —piensa en voz alta, y se acaba el café. Deben escribir sus informes, dentro de una hora se celebra la primera reunión del grupo especial Rata.

—Un momento, aquí hay un informe del forense sobre el caso Harris. —David frunce el ceño.

Lejeune coge el informe.

10

Uganda

Hoy por la tarde han muerto cuatro niños. La enfermera Gabriela —que dispone un servicio de salud móvil— los trajo aquí porque sufrían trastornos del habla y mareos.

Dijo que en la misma aldea hay tres adultos que presentan los mismos síntomas y que murieron tras cuatro días.

Los niños infectados por el virus del VIH recibieron tratamiento demasiado tarde. Quizá sufrían una toxoplasmosis, la enfermedad infecciosa causada por el parásito
toxoplasma gondii
que transmiten los felinos. Cuando el sistema inmune está debilitado puede causar inflamación en cualquier órgano, pero sobre todo en el cerebro.

Le pregunté al doctor Bleibtreu si no realiza autopsias, pero sólo se rio. «Como si tuviera tiempo para hacerlas.»

Una de las niñas enfermas se llama Alisha. Es tan delicada que da miedo romperla al tomarle la presión o extraerle sangre. Sus temblores musculares no han desaparecido y esta mañana tuve que recogerla del suelo porque tropezó con sus propios pies. Su hermana mayor tenía que regresar junto a los otros niños; como es la mayor ha de ocuparse de los más pequeños, a pesar de que ella sólo tiene doce años.

Las cifras son claras: según Naciones Unidas, sólo un tres por ciento del personal médico profesional mundial trabaja en el África negra, aunque allí vive un once por ciento de la población mundial y se registra el veinticinco por ciento de las enfermedades mundiales. Las enfermeras y los médicos emigran de Uganda, sobre todo para trasladarse a países árabes y a Gran Bretaña. Uno de cada cuatro médicos africanos trabaja en el extranjero. En Uganda hay un médico por cada cien mil pacientes y muchos de ellos no ganan lo suficiente para pagar el alquiler. Suena estupendo, ¿no?

Henrik bebe el resto del té y cierra el Notebook. De vuelta al trabajo. Salvar vidas. «¿Qué sería de las personas de aquí si no fuera por nosotros?»

11

París

Hace tres horas que Ethan deambula: calle abajo por el Boulevard Saint-Michel, calle arriba por el Boulevard Saint-Germain, vueltas por las calles laterales. Se abre paso a través de la multitud que emerge a la superficie desde las estaciones de metro, se deja arrastrar a lo largo de la acera, entra en zapaterías y tiendas de ropa de las que vuelve a salir aún más aturdido. Tiene frío, su abrigo ya no lo protege de la lluvia, la humedad penetra a través del forro. «Sylvie era muy friolera.» Recuerda las noches de invierno, cuando ambos se sentaban en el sofá envueltos en una suave manta y se contaban historias de su vida. Ethan se detiene junto a la cristalera de una exquisita zapatería, abre otro paquete de cigarrillos, arruga el celofán y lo mete en el bolsillo junto con los guantes. La multitud pasa a su lado, decidida pero como ausente. La llama le calienta la mano y da una calada. Entonces suena el móvil.

—Hola, Ethan. ¿Te molesto, estás trabajando?

«Leon. Lo que me faltaba.»

—No.

—Sólo quería saber cuándo crees que tendrás las galeradas...

—Ahora no tengo tiempo...

—De acuerdo. Te llamaré más tarde...

—Vale. —Cuelga, le da igual que el siguiente libro se venda o no.

Dos horas después llega a su casa tras dar un rodeo. Los espesos nubarrones empiezan a descargar gotas de lluvia que le mojan la frente y le empañan los ojos. Saca la llave del bolsillo con dedos entumecidos. Todas las ventanas del edificio están a oscuras, como si allí no viviera nadie. Nunca lo ha visto así, tan abandonado y frío. Retrocede al ver un movimiento entre las sombras junto a la puerta y entonces reconoce el rostro pálido de Aamu.

—¿Es usted? ¿Le divierte quedarse ahí bajo la lluvia? —pregunta sin demasiada amabilidad.

—No —dice ella, y vuelve a refugiarse bajo el umbral—. Tengo frío, pero... Le he enviado un SMS —dice en tono de disculpa. Tiene el pelo empapado.

Ethan saca el móvil: en la pantalla pone «¿Volvemos a hablar?»

—Estaba por aquí cerca y... Pero puedo marcharme, no quiero que crea que intento acosarlo.

Está helado y no tiene ganas de discutir, podría decirle que se marche pero no quiere ser cruel.

—No me molesta. —«¿O sí? ¿Por qué no encuentro la maldita cerradura?» Por fin logra abrir y enciende la luz. Apenas alcanza para iluminar el hueco de la escalera y hace que el ascensor parezca una jaula.

—¿Ha averiguado algo nuevo? —pregunta ella. Tiene los labios azulados.

Ethan titubea. No sabe si confiar en ella, pero entonces siente el impulso de decirle:

—Puede que no haya sido un suicidio. —Y abre la reja del ascensor.

—¿Se refiere a que fue asesinada? —Sus ojos color glaciar se dilatan.

—Es posible.

El ascensor empieza a zumbar y ascender. Aamu mantiene la vista clavada en el suelo. Llegan, y Ethan abre la reja.

—¿Y ahora qué piensa hacer? —pregunta ella.

—Averiguar quién ha sido. —Ethan sabe que jamás ha hablado tan en serio. «¿Y si el niño no era mío?»

Cuando intenta encajar la llave en la cerradura, ella se interpone y dice:

—Déjeme que lo ayude.

«Vaya.»

—¿Y sus estudios?

Aamu se encoge de hombros con una sonrisa fugaz.

—Me las arreglaré.

Él vacila. «¿Por qué se ofrece? ¿Acaso le gusto, o le gustaba Sylvie?»

—¿Por qué quiere comprometerse? —pregunta; ya ha entreabierto la puerta. Ella está muy cerca, huele a lana mojada.

—¿No confía en mí? —pregunta ella.

«Pero si casi no nos conocemos.» Ethan no sabe qué decir sin parecer grosero.

—La doctora Harris, su mujer quiero decir, fue la única que se ocupó de mí. Aquí no lo tuve fácil... Ella me dio ánimos y... creía que me convertiría en una buena médica. Como... como ella.

—Ya —dice él—, era capaz de darle ánimos a los demás... Pase, aquí fuera hace demasiado frío. —Cierra la puerta de un golpe.

—¿Por qué no nos tuteamos? —propone ella.

Ethan enciende la calefacción en el despacho y prepara té negro en la cocina. Sylvie había reunido toda una colección de tés: negro, verde, de hierbas, etc. Él se ha limitado a coger el que tenía más a mano.

—La calefacción funcionará enseguida —le dice desde la cocina—. Coge la manta del armario.

—¿Qué puerta?

—La de la derecha.

Aamu lo hace. Luego se sienta en la silla giratoria y se envuelve en la manta.

—Cuidado, está caliente.

Ella toma la taza y encoge las rodillas, como alguien a quien acaban de salvar de morir de frío.

—¿Tienes hambre? —Le tiende el paquete de galletas escocesas que tanto le gustaban a Sylvie. «¿Hago bien en involucrar a esta chica en todo esto? Debería haberle dicho que no. ¿Acaso espero que ella descubra algo que a mí se me escapa?»

—¿Por dónde empezamos? —pregunta ella en tono emprendedor, y coge una galleta.

—Por la EFSA. —Suena el móvil. Ethan le alcanza el Notebook y atiende la llamada—. ¿Sí?

—Soy Lorraine. Lorraine Kempf. Me recuerda, ¿no?

—Claro. —El rostro alargado, la permanente rubia, el barato jersey verde y la sonrisa culpable se han grabado en su memoria.

—¿Ha leído los periódicos?

—Pues no.

—¡Sale lo del asesinato en Méautis! ¡Marc Bohin!

Él recuerda que no la llamó para ponerla al corriente.

—¿Sigue ahí,
monsieur?

—Sí. Lo siento.

—Usted lo sabía. ¿Por qué no me ha llamado?

—No le he dicho una palabra a nadie.

Ella calla.

—No sabía si se trataba de Nicolas —añade Ethan.

Ella sigue callada y después exclama:

—¡Ha sido por mi culpa! Le di la dirección y...

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