Authors: Fran Ray
—¿Equipaje?
—Sólo el de mano. —Le dirige una sonrisa de disculpa.
Recuerda el lápiz de memoria guardado en su maleta Louis Vuitton. Dios mío, se lo hubiese dado a ellos, ¿o acaso el asesino cree que Nicolas lo ha visto en el laboratorio de Frost? «¡No te he visto! ¡No te conozco!», quiere gritar, pero entonces los guardias de seguridad del aeropuerto se abalanzarían sobre él.
—¿Ventanilla?
—¡No! —responde casi gritando. La frente se le perla de sudor ante la idea de estar encerrado contra la carlinga—. Pasillo, por favor.
—Por supuesto —se apresura a contestar la empleada, y le tiende el billete y el pasaporte.
Nicolas los guarda en el bolsillo y se gira con cautela. Varios pasajeros de la cola lo observan y él se aparta. No soporta la presencia de las personas, pero tampoco la soledad. «Descansar un rato, estar a salvo, volver a dormir sin pesadillas.» Es lo único que desea. Se apresura a incorporarse a la cola ante el control de equipajes de mano y de repente recuerda que a menudo le ha hablado a Jean-Marie de Marc, tan a menudo que aquél le preguntó por qué no se mudaba a su casa. «Porque no quiero pasar la vida en Méautis, entre vacas y cerdos biológicos», contestó. ¿Y si Jean-Marie se lo dijo al asesino?
Cuando le llega el turno, deja el abrigo y la chaqueta en la cinta transportadora. Las manos le tiemblan a tal punto que se le cae la cartera.
Pero ¿qué le habrá pasado a Jean-Marie? Seguro que no se lo dijo de manera voluntaria.
Suena un pitido. La luz roja del detector de metales se enciende.
—Su reloj,
monsieur
.
«¡Joder!» No logra desprender la maldita correa.
Durante el viaje de regreso Ethan no deja de ver la imagen del rostro mutilado, y lo martiriza la idea de que tendría que haber llamado a la policía. ¿Qué le hubiese dicho a Lorraine? ¿Y si el muerto era Nicolas? No había encontrado una respuesta. Poco antes de llegar a París consideró pernoctar en un hotel, pero al final optó por dirigirse a su apartamento. Quería ducharse, ponerse ropa limpia y disponer de sus cosas. La ligera sensación de estar flotando al subir en el ascensor le hace bien, durante unos segundos le parece que asciende hacia otro mundo, pero cuando la cabina se detiene con una breve sacudida, la sensación se desvanece. En la penumbra del rellano mal iluminado se dirige a la puerta del apartamento y de pronto se sobresalta: hay una figura en la sombra, sentada contra la pared delante de la puerta, los brazos rodeándose las rodillas, como si tuviera frío: es Aamu, envuelta en un abrigo de lana que parece una alfombra de retazos.
—¿Qué está haciendo aquí?
Ella alza la mirada. Su rostro pálido asoma por encima del grueso cuello del jersey, blanco como el papel, de frío y cansancio. ¿O se debe al efecto de la tenue iluminación?
No sabe si sentir compasión o fastidio.
—Decidí esperar media hora más, después me hubiese marchado. —Aamu sonríe y se pone lentamente en pie.
—¿Por qué no llamó por teléfono? —Al buscar la llave en el llavero, Ethan nota el temblor de sus manos.
—He llamado, creo que le he llenado el contestador de mensajes. Después decidí comprobar que se encontraba bien y opté por venir.
Sonaba a disculpa; no debería hablarle con tanta brusquedad. Por fin encuentra la llave correcta.
—¿Así que se preocupó por mí?
Ella se encoge de hombros, como si se avergonzara.
Ethan introduce la llave en la cerradura y vacila.
—¿Cómo sabía dónde vivo?
—Pregunté en la unidad —dice Aamu con una sonrisa pícara.
—Comprendo. —¿Qué había sospechado?
Abre ambas cerraduras, la deja pasar y se sorprende al tomar conciencia de cuánto alivio supone el hecho de que ella lo haya esperado; su presencia lo distrae de las espantosas imágenes que pueblan su cabeza.
—¿Quiere tomar algo? —le ofrece, y se dispone a quitarle el abrigo, pero entonces recuerda que no ha puesto la calefacción y se percata del frío—. ¿Té, café, whisky, vino...?
—Whisky.
—Muy bien.
De momento, tras visitar a Scott, él no quiere beber más whisky. Ella lo sigue hasta el salón. Al encender la luz se conecta la fuente, y de la boca del Neptuno en la pequeña fuente de mármol rojo brota un chorro de agua. Por unos segundos, las orquídeas blancas y rosadas iluminadas por bombillas ocultas, los gomeros verde oscuro y las otras plantas tropicales cuyos nombres —a diferencia de Sylvie— nunca logra recordar, hacen que Ethan olvide que se encuentra en un apartamento en medio de la ciudad.
—¡Uau! ¿No son artificiales? —Con delicadeza, Aamu roza una orquídea blanca.
—No; se crían gracias a la luz ultravioleta. —Le sirve un whisky de la botella que se encuentra en un carrito—. ¿Con o sin hielo?
—Sin. Da más calor.
—Fue idea de Sylvie —dice, tendiéndole la copa—. Siempre quiso vivir en un invernadero o una casa flotante. —Es la primera vez que utiliza el tiempo pasado.
Hace un rato que ambos están sentados uno frente al otro, él en un sillón, envuelto en el abrigo, y ella en la
chaise longue,
el asiento predilecto de Sylvie. Aamu se ha quitado el abrigo y las botas y recoge las piernas. Lleva pantis azul oscuro y una falda negra corta. Es finlandesa y allí están acostumbrados al frío. Vuelve a llevar el grueso jersey de lana. Ethan recuerda lo que ha experimentado en Méautis y de algún modo le parece mal no contárselo.
—¿Se pregunta... por qué su mujer se quitó la vida? —pregunta de pronto y bebe un sorbo.
—¿Ha oído hablar del profesor Frost? —pregunta él a su vez.
Ella frunce el ceño.
—Un momento. ¿Se refiere a ese científico cruelmente...?
—Sí. ¿Sylvie le ha hablado de él o se ha encontrado con él?
—No, creo que no. Pero... No solíamos hablar de asuntos privados... —dice, y frunce el ceño—. A él lo... el mismo día que la doctora Harris... ¿Acaso ese crimen guarda relación con su suicidio?
—Quizá.
—Pero usted no creerá que la doctora Harris se suicidó a causa del profesor Frost, ¿verdad?
«Eso es exactamente lo que creo», quiere decirle, pero se limita a encogerse de hombros.
Ella bebe y lo observa por encima de la copa. Un rizo cobrizo le roza la frente.
—¿Y qué piensa hacer?
—Ni idea.
De repente Aamu baja las piernas de la
chaise longue.
—Perdón, ni siquiera le he preguntado si le molesta que yo...
—No me molesta —dice él—, de verdad. No he tenido un buen día.
Ella vacía la copa y la deja encima de la bandeja de piedra apoyada en el caparazón de una tortuga. Un psiquiatra amigo de Sylvie le regaló la mesa cuando vació su apartamento y se mudó a la India.
—Cuando usted no contestó al teléfono me preocupé. Le he hablado de mi hermano y no es verdad que no significara mucho para mí, todo lo contrario. —Clava la mirada en los dedos que ha vuelto a entrelazar—. Y cuando él se suicidó... me tiré a las vías del tren.
De inmediato, él se imagina una potente locomotora arrollando su frágil cuerpo. Por favor, hoy ya no quiere ver más imágenes horrorosas.
—Lo siento —murmura. Hubiera sido mejor no invitarla a entrar.
—Ya han pasado unos años.
«Como si eso hiciera palidecer las imágenes.»
De pronto ella sonríe, se calza las botas y coge el abrigo.
—Bien, ahora ya sé que usted sigue con vida.
Ethan no la retiene, necesita descansar. Ante la puerta la ayuda a ponerse el abrigo, algo a lo que al parecer no está acostumbrada, porque le cuesta meter las manos en las mangas.
—Gracias —dice, y lo mira a los ojos, pero él se ha vuelto insensible a esa clase de mirada.
—Por si quiere volver a llamar —dice Ethan, y saca una tarjeta de visita de un cajón— y ha olvidado el número.
Ella sostiene la tarjeta en la mano como si fuera un cuadro valioso.
—Gracias. —Antes de salir, pregunta—: ¿Seguirá investigando?
—Tal vez.
Antes de subir al ascensor, Aamu se vuelve y le lanza otra mirada. Él no sabe si sonríe. Lo último que ve es su abrigo de lana multicolor desaparecer detrás de la reja del ascensor. ¿No tiene un amigo con quien pasar las veladas? ¿Es verdad que la muerte de Sylvie la afecta? De lo contrario, ¿qué quiere? Ethan cierra la puerta sin encontrar respuestas. Algo lo desconcierta: su timidez, combinada con su espontaneidad.
Una vez en el salón, mete la copa de whisky en el lavavajillas, pero se da cuenta de que tardará meses en llenarlo. Saca la copa y la deja en el fregadero. ¿Cuándo viene la señora de la limpieza? Ha perdido toda noción del tiempo.
No puede dormir en el dormitorio. Ha abierto el sofá-cama de la habitación de huéspedes y al quitarse los zapatos y los calcetines recuerda que podría revisar el Notebook de Sylvie para comprobar si se ha comunicado con ese profesor Frost a través del mail. Mañana. No, ahora mismo. Vuelve a levantarse, se pone el albornoz y se dirige al estudio de Sylvie. El Notebook no está en el escritorio; abre todos los cajones: nada, sólo utensilios de oficina, baterías, lápices, chismes de todo tipo. Tampoco está en el armario de los archivos. Deja las puertas del armario abiertas, corre al salón, busca en todos los rincones, incluso en la cocina, pero ¿qué haría su Notebook en la cocina? Tampoco está en el estudio de él, ni en el pasillo.
Miércoles 26 de Marzo
Vuelve a hacer un día primaveral demasiado fresco, pero al menos no llueve. Cuando Irene Lejeune los despertó, los niños estaban de mal humor y le reprocharon en silencio su ausencia el domingo, y también el lunes por la mañana. Aunque sabe que en general no puede cumplir con lo prometido, intentó complacerlos, les prometió ir a tomar un helado el sábado. ¿Y Roland? Ayer sólo le reprochó que no pasara la aspiradora, no limpiara las ventanas ni comprara zumo de naranja. «¿Acaso pretendes que lo haga todo yo sola?», le espetó.
Está agotada, mortalmente cansada. Falta de sueño crónica y también sentido de culpa crónico. Debería cambiar de vida. Todavía no hay noticias de la DGSE.
Echa un vistazo al reloj. Hace una hora que redacta el informe de los días pasados y bebe el tercer café. Se enfada con David, que aún no ha llegado, ayer cursó el parte de baja por enfermedad. ¿Por qué no le han asignado otro asistente? Le cayó mal, desde el principio. «Un descarado y un consentido que no tiene ni idea de la realidad. ¿Qué hace un tipo como ése en la policía?»
Cuando deja la taza vacía en la mesa, entra David. «Hablando del rey de Roma», piensa, y le suelta:
—¿Ya se ha curado? —Sin dignarse a mirarlo.
—Lo siento.
—Mientras haya alguien que realice su tarea... —dice ella, y le echa un breve vistazo.
—¿Está enfadada?
Con el rabillo del ojo, ve que David se dirige a la pequeña nevera. Lleva una camiseta roja, roja como la sangre.
—¿Quién, yo? ¡Qué ocurrencia, David! —Podría contarle que se ha arrastrado hasta el despacho incluso con fiebre, dolor de garganta y gripe, porque sabe que nadie dispone de tiempo para realizar su trabajo y que mientras ella esté tendida en casa en la cama, algún delincuente campa a sus anchas por ahí. ¿Por qué no se lo dice? A lo mejor necesita oírlo, quizá jamás se le ha pasado por la cabeza.
No obstante, guarda silencio. Que él descubra por sí solo el motivo de su enfado.
La cafetera suelta un siseo, la pone de los nervios. Ya le basta con la pelea que tuvo por la mañana con Roland. Ella se quejó de que hace días que él está de mal humor y que ella necesita alguien que le dé ánimos, puesto que su trabajo ya es bastante deprimente. «Entonces busca a alguien que te mantenga», le contestó Roland, se volvió y siguió durmiendo.
—Estuve fatal, la fiebre de heno casi me deja ciego. Hay algo que me provoca una alergia total.
—Ayer Ibrahim llamó al timbre de su casa, David. Nadie abrió.
—Yo estaba... quizá estaba dormido —dice, esquivando la mirada de Lejeune.
—Cuando decida ponerse a trabajar, lea este informe. —Arroja la carpeta con el informe de los colegas de Méautis en el escritorio de David.
—¿Méautis? ¿Qué relación guarda con nuestro caso?
—Allí encontraron el cadáver mutilado de un hombre llamado Marc Bohin. En la casa había una nota con el número de teléfono de Nicolas Gombert. Un taxista recuerda que lo condujo de la estación de ferrocarril a la casa de Bohin. De hecho, Gombert ha desaparecido. —Ella se pone en pie—. Puede leer el informe de camino.
—¿Adónde vamos?
—Volveremos a echar un vistazo a la casa de Gombert —dice, a punto de abrir la puerta.
—Ha de creerme, Irene, estaba realmente enfermo.
—Claro. —Puede creerle, o no. Está tan harta de todo eso... ¿Quién se preocupa por ella?
La vecina vestida de chándal azul está por entrar en su apartamento cuando Lejeune y David suben la escalera que da a la primera planta.
—¡Hola! —dice, sonriéndole a David y poniéndose derecha.
Lejeune alza la nariz y olisquea como un perro. Conoce ese olor.
—¿Qué pasa? —pregunta David.
—¿Acaso no lo huele?
Él niega con la cabeza.
La inspectora se dirige a la vecina.
—¿Podría volver a abrirnos? Simplificaría el asunto —dice, y le muestra la orden de registro.
—Pero si ya le he dicho que Nicolas no está y tampoco contesta al móvil. Ha desaparecido.
—Por eso quisiéramos echar otro vistazo a su apartamento.
La vecina le lanza una mirada y se encoge de hombros.
—Por mí...
En el dormitorio, las puertas del armario se encuentran abiertas, la cama no está tendida y Lejeune no tarda en saber que Gombert no ha regresado.
—¿Cree que todavía está en Méautis? —pregunta David.
—Nuestros colegas buscan pistas. Por desgracia, también ha desconectado su móvil.
—Así que no hay manera de localizarlo.
—Lo intentamos, pero si fue lo bastante listo para quitar la batería, sólo lo localizaremos si vuelve a llamar. —Lejeune abre el cajón del escritorio. ¿Adónde habrá huido Gombert? ¿Y por qué? ¿Se habrá enterado de lo que le ocurrió a su amigo o quizá sea el culpable de estos asesinatos?
—No se habrá ocultado en casa de sus padres, ¿verdad? —David hojea los libros del estante: biología, genética, ordenadores.
—No. Allí no está.
Lejeune abre la nevera: leche, huevos, media botella de vino, tónica, cubitos, lasañas precocinadas, pizza. Un hogar de soltero.