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Authors: Fran Ray

La siembra (5 page)

BOOK: La siembra
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—Vídeos gais. —David se pone en pie.

—¿Acaso tiene algo en contra de los gais? —pregunta ella en tono brusco.

—No, no —contesta apresuradamente—, en absoluto.

Ella se limita a asentir con la cabeza. Podría haberse ahorrado la pregunta. ¿Por qué pagar su rabia con él? «Porque no hay nadie más, así de sencillo.»

—Puede que de verdad esté en casa de un amigo —dice ella—. Nos marchamos. Detesto estos casos de los domingos por la mañana. Nunca hay nadie en casa.

En el reflejo del escaparate de la tienda de electrónica, Nicolas ve que ambos salen del edificio y suben al coche. Sólo cuando arranca se atreve a volverse lentamente y seguirlo con la mirada. ¿Eran policías, se dirigían a su apartamento? Vuelve a llamar a Jean-Marie, y por fin éste contesta.

—¿Por qué no llamaste? Quedamos en que anoche...

Jean-Marie lo interrumpe:

—Me surgió un imprevisto.

Nicolas se lo imagina. «Algún tío joven que los sábados por la noche no se queda en el laboratorio sino que se dedica a follar. ¿Por qué no?» Son amigos, pero ambos hacen lo que les divierte. Nicolas tiene que aguantarse. Además, que su móvil no sonara le ha salvado la vida. Toma aire: siempre supone un esfuerzo pedirle un favor a alguien.

—¿Puedes venir? —pregunta.

—¿Ahora? —dice Jean-Marie en tono sorprendido.

—Sí. —Ya se lo explicará más tarde—. ¿O acaso todavía está contigo en la cama?

—No. —Breve carcajada—. Fue un encuentro rápido.

—Entonces ven, y trae un par de cruasanes.

Tras colgar se siente aliviado, se lo contará todo a Jean-Marie, todo. Y después siempre estará a tiempo de ir a la policía, pero en cuanto se endereza, una mano pesada se apoya en su hombro.

—¿Nicolas Gombert? Lo hemos buscado por todas partes.

Se gira y se enfrenta a un joven, el mismo que acaba de estar en su casa con la mujer. Le enseña una credencial oficial.

—¿Cómo me habéis encon...?

Cara de niño sonríe e indica el móvil de Nicolas.

«La policía es el mal menor», piensa. Durante un instante se pregunta si debería avisarle a Jean-Marie, pero entonces recuerda que éste tiene una llave.

—Yo, yo... ¡estoy en estado de shock!

—Entiendo. Será mejor que suba al coche. —El poli indica un Peugeot aparcado junto a la acera con el motor en marcha. La inspectora está al volante. Nicolas suspira y monta en el vehículo.

8

Ethan cierra la puerta del taxi. Cuando alza la mirada y contempla el edificio de seis plantas de la Rue Dugay-Trouin, 71, sosteniendo el ramo de rosas y la maleta de mano, nota que el cerezo japonés de su terraza ajardinada ha empezado a florecer mientras estaba de viaje. «Es una señal», piensa. Abre la puerta y asciende en el viejo ascensor. Reina el silencio, como casi siempre en este edificio, gracias a Dios, de lo contrario no podría vivir ni trabajar aquí. Es verdad que el aroma de las rosas es extraordinario.

El ascensor se detiene con una suave sacudida en la última planta. Ethan abre la puerta y recorre el parqué lustrado y crujiente del pasillo hasta la alta puerta del apartamento, artesonada y con un pomo dorado. Su hogar, el que ambos eligieron cuando él abandonó su vida anterior al otro lado del planeta. En aquel entonces, Sylvie vivía en un apartamento diminuto cerca del hospital. Pese a que sus padres tenían dinero, o quizá precisamente por eso. Cuando quería acostarse, tenía que desplazar la mesa baja y abrir el sofá. Sonríe al recordar la primera vez que la visitó, cuando Sylvie pintó un corazón rojo en su pierna enyesada.

Llama al timbre y espera. El piso es enorme, de casi doscientos metros cuadrados. Desde la terraza ajardinada se tardan unos segundos en alcanzar la puerta. Sylvie no abre. «A lo mejor ha ido a dar un paseo. O ha tenido que ocuparse de una urgencia.»

El piso ocupa toda la última planta, así que no tienen vecinos. Por suerte. La anciana que vive abajo es dura de oído y nunca se ha quejado del volumen de la música. Y él y Sylvie tampoco del volumen de su televisor. Ethan busca la llave correcta en el llavero, abre ambas cerraduras y se enfada porque Sylvie no ha cerrado con llave. «¿Para qué hicimos instalar las cerraduras de seguridad?» Abre la puerta de un empujón y percibe el conocido aroma de la colonia de Sylvie. Pero hace frío. ¿Por qué ha apagado la calefacción? Ethan deja la maleta y el ordenador portátil en el suelo.

—¿Sylvie?

Avanza con el ramo de flores en la mano, echa un vistazo al baño, donde brillan el mármol y los sanitarios de porcelana, y entra en la cocina: una taza, un cuchillo usado, una copa en el fregadero. Sylvie desayuna a la francesa: un poco de pan con mermelada —no utiliza plato— y un café con leche. Vuelve a llamarla pero comprende que no está, así que no puede haberlo oído. Se dirige al salón, su jardín de invierno, como ellos lo llaman, amueblado al estilo Luis XIV y repleto de plantas, gomeros, orquídeas, azaleas y una pequeña fuente en cuyo centro salpica el agua. «Mi
orangerie»,
suele decir Sylvie. Durante un momento cree que tal vez se ha dormido en el sofá con un libro en la mano; una vez se la encontró así, aunque esa vez no había llamado al timbre. Quedan su estudio y el de Sylvie, y el dormitorio. Sus movimientos se vuelven más lentos, no le gustan las sorpresas. Algo va mal. Le vienen a la memoria imágenes de películas, de periódicos, de algunos libros. Las rechaza todas. «Me habrá dejado un mensaje y se le olvidó cerrar con llave.» Decide ir al dormitorio. La puerta está entreabierta y la abre del todo. «Está durmiendo», piensa, pero sólo por un instante. Después la película se interrumpe.

9

Irene Lejeune se arremanga la blusa blanca que lleva bajo un chaleco ceñido a juego con la falda, se apoya contra la ventana y contempla a David sumida en sus pensamientos. Éste mantiene la vista clavada en la pantalla. Sólo ahora le llama la atención lo que pone en su camiseta: «Salvemos la Tierra.» Es la primera vez que la lleva. «Ecoterroristas. ¿Por qué lleva algo así, justo hoy?» Pero se distrae. Son las nueve y media. Dicen que en toda investigación las primeras horas son las más importantes y ella ha visto confirmada esa regla bastante a menudo. Esa certeza siempre supone una presión y hoy la siente como una plancha de hierro en el corazón. Han interrogado a Nicolas Gombert, que parece decir la verdad, aunque cuesta creer que el estado de shock le impidiera comunicarse con la policía. Sin embargo, no sería la primera vez que le ocurre a un testigo ocular. Ella también se siente perseguida por el científico asesinado con la cabeza de rata. Ya teme la noche del domingo, cuando regrese a casa acompañada de esas imágenes. Por eso está decidida a demorar al máximo, el regreso pese a la decepción de Roland y los niños. «Es domingo, ¿no?» Las familias normales hacen algo en común, van al zoológico o al parque o de excursión. Las familias normales. En su profesión jamás se encuentra con familias normales.

Se han puesto en contacto con Europol, puede que se trate de una acción terrorista. Ha logrado que le adjudiquen dos ayudantes: Ibrahim, que hace sólo seis meses ha pasado del departamento de estupefacientes al de homicidios, y Odette, una colega joven e inexperta. Lejeune tendrá que arreglárselas. «¡Qué asco me da todo esto!»

Mete una dosis de café en la máquina que hay sobre la nevera y se sirve un café solo, puede que el tercero. Esta vez no le pone azúcar. Con la taza en la mano, se dirige a la ventana y contempla la calle. Hoy, domingo, no sólo circulan los turistas y los jóvenes que, pese al mal tiempo, recorren las calles y ocupan los cafés, hoy también han salido de sus agujeros los sin techo, los drogadictos y aquellos que no soportan estar en casa con su familia. Lejeune piensa en el guardia de seguridad. Lo asesinaron cortándole el gaznate. Quizás el asesino se acercó por detrás y el guardia no tuvo ninguna oportunidad. Ojalá regresara la época en que Roland aún trabajaba en el departamento de acciones de la Société Générale. Allí sufrir un asalto era menos probable, mucho menos que como guardia de seguridad en Hewlett Packard.

Irene Lejeune se aparta de la ventana. David sigue tecleando. Los informes del laboratorio ya han llegado: la cabeza pertenece al cuerpo y la comparación de las huellas dactilares con los datos del pasaporte de Frost —viajaba a Estados Unidos con frecuencia— han acabado con cualquier duda acerca de la identidad del muerto. Es el profesor Jérôme Frost.

El sabor amargo del café le ayuda a ordenar las ideas. Antes solía fumar. Ayer, sábado, además del profesor Frost y Nicolas Gombert, cinco personas más se hallaban en el laboratorio de la Place Jussieu: un profesor y cuatro estudiantes. A partir de las cinco y media —según el lector de tarjetas— sólo Frost y Gombert permanecían en el edificio. Ya han encontrado e interrogado al otro profesor, un tal Pétain, y dos chicas estudiantes. Según la estimación provisoria del forense, el guardia fue asesinado a las 23.10. La pregunta es si el o los asesinos entraron a esa hora o si ya estaban en el edificio con anterioridad. El profesor Pétain, un hombre menudo, regordete y miope, de barba, dedos peludos y mal aliento, no notó nada raro, y tampoco las dos estudiantes. Es verdad que han descubierto rasguños en la barandilla del techo, tal vez producidos por un gancho. ¿Un escalador de fachadas? Piensa en las personas que se suben a los árboles, que escalan chimeneas, que irrumpen en barcos...

De pronto David alza la vista.

—¿Qué pasa con ese Nicolas? Algo no encaja.

—¿Por qué? —le espeta ella. Lo trata con crueldad. «¡Lamentable, Lejeune!»

—Por la cocaína. —David se encoge de hombros con aire resignado.

Ella no contesta. Sí, Nicolas oculta algo, pero no está segura de que esté relacionado con el tema de las drogas.

David se pone de pie, se despereza y se dirige a la nevera.

—Un amigo de los animales no mata una rata y le corta la cabeza, ¿verdad?

—No, y nuestro asesino no liberó las ratas, las llevó al techo, donde no podían escapar. Así que no era un amigo de los animales, sino un enemigo de la ingeniería genética. Pero ¿por qué precisamente un enemigo del profesor Frost y sus investigaciones? —dice Lejeune, y vuelve a dejar la taza encima de la máquina de café. David echa un rápido vistazo a su reloj de pulsera, pero ella lo nota.

—Si tiene una cita, será mejor que la anule ahora mismo. Iremos a la casa del profesor Frost.

Él aprieta los labios y arquea las cejas.

—Sólo la conozco desde el fin de semana pasado.

Ella hace caso omiso de la protesta.

—Las amigas van y vienen, David. O lo soporta, o se despide de usted de inmediato. —Lejeune se enfrenta a la mirada ofendida de David encogiéndose de hombros. «¿Por qué habría de pasarla mejor que yo?»—. Qué quiere que le diga, David, mi vida es más complicada que la suya.

Coge su gabardina del respaldo de la silla y le arroja las llaves del coche.

10

Sólo unos pasos y después encaramarse. «Nadie sobrevive a una caída de seis plantas.» Ethan se acerca a la barandilla de la terraza ajardinada y mira hacia abajo. Una mujer empuja un cochecito por la acera, lleva un chal rojo y un abrigo azul, su pelo rubio y liso ondeando al viento. «Quizá se dirige al parque. Los Jardines de Luxemburgo sólo se encuentran a dos calles. Se parece un poco a Sylvie, ¿no?» Nubes grises recorren el cielo y por encima hay otra capa de nubes. A lo mejor sólo está soñando, está atrapado en su imaginación agorera y bastará con darse la vuelta para que todo vuelva a ser como antes, como siempre cuando regresa de un viaje corto o de una visita al centro. Hay situaciones que creemos reales, pero que no lo son. A veces está seguro de haber leído algo y en realidad sólo se lo ha imaginado. Para muchas profesiones, ese fenómeno puede ser incómodo, un obstáculo, pero para un escritor resulta positivo. «¡Déjalo ya, date la vuelta!» La mujer del cochecito ha desaparecido tras la esquina. Un Mercedes azul trata de aparcar entre dos coches blancos; si el conductor es hábil incluso lo logrará. «¡Te estás engañando! ¡Mira hacia allí!» No quiere volverse, prefiere contemplar la calle o el cielo o las nubes. Tiene la boca seca, siente una opresión en la garganta y el sudor le cosquillea las axilas. «¡Si hubiera tomado el avión anoche, habría podido impedirlo!»

Tiene que hacerlo, no le queda más remedio, tiene que darse la vuelta. Tal vez sólo sea un sueño... y la cama esté intacta, la colcha de lana blanca e hilos dorados pulcramente extendida sobre la cama de matrimonio, los grandes cojines, orlados de hilos dorados y borlas, amontonados en la cabecera, por encima de la cual cuelga un dibujo chino que ambos, Ethan lo recuerda bien, compraron hace cuatro años en un mercadillo. Retira las manos de la barandilla, están muy frías y blancas porque se ha aferrado con mucha fuerza, y se da la vuelta. Desde ahí ve el interior del dormitorio, el ramo de flores tirado en el suelo. La colcha se ha deslizado hasta el parqué como una piel desprendida y bajo su blanca lana destacan las piernas y el cuerpo de Sylvie, la cabeza apoyada en la almohada, sus cabellos rubios de mechas más claras esparcidos, girada ligeramente a la derecha, hacia la ventana, como si hubiera mirado hacia allí hasta el final. Lentamente, Ethan entra, es inevitable. Sylvie tiene los ojos abiertos pero él ha abandonado la esperanza de que en cualquier momento le hable, porque tiene la piel pálida y transparente como la porcelana fina y, bajo el brazo derecho que sobresale del borde de la cama, en el suelo se ha formado un charco grande y oscuro. Una profunda herida atraviesa la muñeca manchada de sangre seca, y la manta debajo de la muñeca izquierda también está manchada de rojo. En la mesilla lacada de blanco hay un vaso con el resto de un líquido ambarino y junto a éste una caja de Valium vacía y una botella medio vacía de coñac Louis Royer. Sylvie dijo que sabía a madera de roble, a naranja y chocolate cuando regresó a casa hace un par de meses con el regalo de un paciente y quiso beber una copa con él. Pero él se negó porque estaba escribiendo y aún no estaba dispuesto a pasar una tranquila velada a dos. Después no se lo volvió a ofrecer. Junto a la cama hay algo en el suelo. Una hoja de papel. ¿Ha dejado un mensaje? «Sufro una enfermedad incurable. No merece la pena vivir. Me has destrozado. No pudiste salvarme. ¿Por qué me dejaste sola?» ¿Acaso estas palabras no lo empeoran todo? ¿Debe leerlas? Ethan se agacha.

Perdóname. S.

Y debajo, en letras casi ilegibles:

(Isaías 28,17)

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