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Authors: Fran Ray

La siembra (17 page)

BOOK: La siembra
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—Pero usted era la única que sabía que me dirigía a Méautis. Puede que hace mucho que el asesino siguiera a Nicolas.

—¡O lo siguió a usted!

Él se plantea esa posibilidad, pero la desecha.

—No; el asesino llegó mucho antes que yo.

—Ya —suspira Lorraine—, tiene razón. No puede ser verdad, Monsieur Harris, dígame que todo esto es un mal sueño. Es imposible. ¡Esos estúpidos experimentos con ratas! ¡Por algo así no asesinan a nadie! A saber en qué otras cosas andaba metido Frost...

—Dígame lo que sabe de su trabajo.

—¡Nada! No soy bióloga, sólo soy una... ¡una secretaria chalada! ¡No sé nada de genes y ácidos y todo eso!

—Lo sé, pero reflexione. ¿Se le ocurre algo? Un nombre al que Frost le diera importancia, una empresa, un encargo... ¿Lorraine?

—Dios mío... No sé... Recibía muchas llamadas...

—Alguien que trabajaba en relación estrecha con él...

—No lo sé, de verdad... Bueno, hay alguien...

—¿Quién?

—Recibí varias llamadas de una tal doctora Antonelli. Sí, Antonelli.

—¿Quién es?

—Una colega de la EFSA.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—Solía llamar desde Parma.

—¿Tiene su número?

—No lo sé, Monsieur Harris... Acaba de decirme lo que le ocurrió a Marc. No quiero ser la culpable de... Compréndame, no tengo nada que ver. ¿Por qué no se dirige a la policía? Sería lo mejor, ¿no, Monsieur Harris?

«¿Para que Lejeune acabe conmigo? Ni hablar.»

—Todo esto no guarda relación con usted, Lorraine. Quiero saber por qué murió mi mujer, eso es todo. Lo demás no me interesa.

Oye un suspiro.

—¿Tiene bolígrafo y papel a mano? —dice ella en tono cansino, y le dicta el número.

—Gracias, Lorraine.

—Cuídese. —Y añade en voz baja—: Me gustaría tener su autógrafo.

—Se lo prometo.

Aamu está encorvada ante la taza y el Notebook, y cuando él cuelga, le lanza una mirada inquisidora. «Caramba, sigue aterida.»

—¿Qué te ha dicho?

—Mencionó a una tal doctora Antonelli, de Parma. A lo mejor sabe algo. ¿Y tú qué has averiguado?

Ella bebe un sorbo de té, sostiene la taza caliente con ambas manos y lee lo que pone en la pantalla.

—«La EFSA es el organismo que controla la seguridad alimentaria europea. En el marco de la autorización para organismos genéticamente modificados (OMG), tiene el deber de poner a disposición de las instituciones y los miembros de la Unión Europea las recomendaciones científicas acerca de la seguridad y los peligros para la salud humana, animal y medioambiental.» En la lista de los miembros científicos —prosigue, alzando la vista— he encontrado el nombre del profesor Frost. Perteneció al Genetically-Modified-Organism-Gremium, denominado GMO. Un momento —sigue clicando—. La doctora Ellen Antonelli, aquí está.

Aamu se inclinó aún más.

«Debe de ser miope», piensa Ethan.

—Esa comisión realiza evaluaciones de riesgos para peritos científicos. Gran parte de su tarea se realiza en el marco de las solicitudes de autorización, puesto que todos los alimentos (tanto los destinados al consumo humano como al animal) genéticamente modificados han de ser calificados por la EFSA antes de obtener la autorización de la UE.

—Bien.

Ethan no sabe qué hacer con esa información, pero de momento no dispone de otro punto de partida, así que coge el teléfono y marca el número. Son las diez y media, en Italia se acuestan tarde. Quizá la doctora Antonelli no, o se encuentra en un ruidoso local italiano y no oye el móvil. Cuando salta el contestador, le deja un mensaje rogando que lo llame.

—Se trata del profesor Frost —añade. Está seguro de que la noticia de su muerte ha llegado al Instituto.

—¿Qué hacemos si no llama? —pregunta Aamu mientras roe una galleta como si fuera una ardilla.

Ethan se limita a encogerse de hombros.

Apenas cinco minutos después suena el teléfono.

—¿Sí?

—¿Señor Harris?

—Sí. ¿La doctora Antonelli?

La voz de ella se oye ronca, nada joven, cansada... y un tanto nerviosa.

—¿Sabe lo que le ocurrió al profesor Frost, doctora Antonelli?

—¿Qué quiere? —pregunta ella en tono cortante.

Él le explica quién es y que quiere averiguar por qué su mujer —también muerta— se reunió con el profesor Frost el viernes por la noche.

—Puede que la muerte de mi esposa esté relacionada con el trabajo del profesor Frost —agrega.

—¿De dónde saca esa idea? —replica Antonelli con tono receloso. Por su acento se diría que es inglesa, pese al apellido.

—Han ocurrido más cosas. —No menciona el cruel asesinato de Marc Bohin, para no asustarla.

Se produce una pausa.

—¿Doctora Antonelli?

Ethan la oye respirar, quizás enciende un cigarrillo. Aamu le lanza una mirada de interrogación.

—Apreciaba mucho a Jérôme —dice por fin la doctora—, como persona y como científico. Lo que le ocurrió es horroroso. Supone un ataque a todos los científicos de la EFSA.

—¿Sospecha quién puede haber sido, quién querría causarle semejante daño a la EFSA?

Otra pausa, y esta vez cree oír que exhala humo, pero tal vez se trata de un suspiro.

—No... no quiero hablar de ello por teléfono.

—¿Dónde podemos encontrarnos?

Pausa.

«¡No cuelgue! ¡Por favor no cuelgue!»

—¿Sigue ahí, doctora?

—¿Puede venir a Parma?

—Sí. —«¡Por supuesto!»

—¿Podría estar aquí mañana por la tarde, a las tres?

—Claro. —Ya conseguirá algún vuelo.

—En el baptisterio de la catedral.

Ethan se sorprende. ¿Por qué no en el Instituto o en un café?

—¿Está segura?

—Ya comprenderá por qué. Y fíjese en la puerta principal de la catedral.

—Un momento, ¿cómo la reconoceré? —se apresura a preguntar.

—Llevaré un libro grueso bajo el brazo. —Y cuelga.

Los ojos color glaciar de Aamu centellean.

—Sabe algo —murmura.

—Puede ser. —¿Qué relación tendría Sylvie con el trabajo de Frost? ¿No sería mejor informar a Lejeune?

—¿Ethan?

Él se sobresalta: ha olvidado la presencia de Aamu.

—¿Sí?

—Quiero acompañarte...

—No, de ninguna manera. Ni hablar. —Basta con que se ponga en peligro a sí mismo y a Antonelli.

—Sé cuidar de mí misma...

Ethan niega con la cabeza.

—Ella no sabe que existes. He de encontrarme con ella a solas.

—Bueno, como prefieras. —Lo contempla un momento como si buscara algo en su rostro, luego se pone de pie—. Será mejor que me marche.

Podría preguntarle si se ha ofendido, pero no tiene ganas de ocuparse de sus problemas o su sensibilidad. Ella optó por estar ahí. Además, ya tiene bastante con sus propios problemas, así que no la retiene. La acompaña hasta la puerta.

—Espera, llamaré un taxi.

—No; tomaré el metro.

—Ni hablar. Te daré el dinero.

—No quiero tu dinero —dice ella en tono serio—. Y no quiero ningún taxi.

—Vale, sólo era una sugerencia.

—Soy muy independiente. —Por un segundo lo mira a los ojos y luego le da un beso en ambas mejillas, para lo que ha de ponerse de puntillas.

Antes de que él pueda decir algo se mete en el ascensor sin volverse. Tiene razón: él no debe inmiscuirse en su vida ni preocuparse por ella.

Al regresar al apartamento suena el teléfono.

—He realizado la prueba de paternidad. —Es Pauline.

Ethan aguarda sin respirar.

—Es tuyo.

La angustia le oprime la garganta. ¿Qué hubiera preferido? ¿Qué le hubiera hecho menos daño? ¿Que hubiera sido de otro? ¿Del profesor Frost o de Robert? «Es mío. Sylvie y yo hubiéramos tenido un hijo.»

—Sé cómo te sientes. —La voz de Pauline expresa compasión, pero él no cree que lo sepa.

—¿Ethan?

—¿Sí?

—Lo siento.

Él se despide con rapidez antes de que el nudo en la garganta le impida hablar. Cuando el teléfono vuelve a sonar inmediatamente, contesta maquinalmente. Es Sarah.

—¿Has averiguado algo más? —pregunta.

Ethan vacila, y opta por decirle que no.

—¿Quieres comer conmigo mañana?

—¿Mañana?

—Sí.

—No puedo, tengo que ir a Parma.

—¿Qué harás allí?

—Frost trabajaba para la EFSA y allí me reuniré con una colega suya. A lo mejor descubro cuál era el vínculo entre él y Sylvie.

—¿La EFSA?

—La Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria. ¿Sylvie te mencionó a una tal doctora Antonelli?

—¿Antonelli? No, que yo recuerde.

Sarah no dice nada más y él no sabe cómo poner fin a la conversación.

—¿Cuándo regresas? —pregunta ella por fin.

—Todavía tengo que reservar el billete.

—Llámame cuando regreses, ¿vale? Nadie debería estar solo en una situación como la tuya.

Dedica los siguientes tres cuartos de hora a conseguir un billete. Por la tarde no hay vuelos a Parma, ha de ir a Milán y de allí seguir en un coche de alquiler.

Por fin encuentra plaza en un Air One que sale a las 8.40 y arriba a Milán a las 10.55, dándole tiempo de llegar a Parma. El vuelo de regreso resultará más complicado.

Esa noche, por primera vez vuelve a acostarse en la cama que ambos compartían. Durante un rato permanece tumbado recordando la naturalidad con que ella se tendía a su lado. Nunca pensó qué ocurriría si no estuviera. Estira el brazo e imagina su cuerpo, su calor, su aroma a flores de azahar y menta... y la sensación de besar sus labios y deslizar la mano por su pelo. Hubieran tenido un hijo...

12

Viernes 28 de marzo, Ruán

Calles desiertas de gente y coches. Nadie parece habitar las tristes casas. El cielo es gris oscuro y las gotas de lluvia golpean el parabrisas. Una rústica pared de ladrillos bordea la calle y Camille sospecha que está a punto de alcanzar la meta.

Por primera vez en la historia de Francia el estado ha sido condenado a pagar tres mil euros a un preso debido a las malas condiciones de la prisión. Además, la administración deberá mejorar las condiciones de los reclusos.

Durante todo el trayecto de París a Ruán, y también en el taxi a través de la ciudad empapada por la lluvia, esa información le ha causado una sensación desagradable y unas crecientes ganas de huir, pero es periodista, no puede rendirse así, sin más. Además, Christian se empeñó a fondo para conseguir un permiso de visita en un plazo tan breve. Su padre recurrió a sus relaciones.

¿Por qué no habría de hacerlo?

Si logra aclarar este caso, si lo enfoca desde un punto de vista distinto al de la policía, entonces su nombre no tardará en estar en boca de todos. «La Vernet está en el asunto. Será mejor que nos abriguemos.»

—Hemos llegado,
madame
—dice el taxista, y le lanza una mirada curiosa. ¿De visita a algún familiar?

Camille paga, coge el bolso y se apea. La portezuela se cierra con un crujido apagado, el coche se aleja y entonces reina un silencio momentáneo, tan intenso que sólo oye el suave chapoteo de la lluvia en los charcos.

Camille se estremece al alzar la vista y contemplar la pared: ante ella se eleva una atalaya pentagonal, intimidante en su fealdad, una imagen de lo que le espera dentro. Pero sabe que, a diferencia de Véronique Regnard, al cabo de una hora volverá a estar en la calle. Con paso decidido, se dirige hacia la pesada puerta de hierro.

No se ha equivocado: se halla en una recepción mal iluminada por la luz de neón. La portera, una mujer con acné y un incoloro cabello recogido en un moño, le pasa un formulario por debajo de un cristal, sin siquiera saludarla. Camille percibe el olor de su colonia barata. La hacen pasar a una habitación anexa donde ha de vaciar su bolso y sus bolsillos ante la atenta mirada de una empleada que le sonríe maternalmente. También la cachean para comprobar que no lleva un arma. Camille procura pensar en otra cosa pero no lo logra: no deja de imaginar que estar encarcelada ha de resultar insoportable. Le informan de que cualquier contacto corporal con la presa está prohibido y que no puede entregarle nada. «Sí, claro, desde luego.» Después se adentra en el edificio. Aunque la empleada no deja de parlotear animadamente como si estuviera de paseo, es como si con cada paso por unos corredores flanqueados por viejas y pesadas puertas de madera se alejara del mundo, sumergiéndose en las entrañas oscuras, en el olor a col y moho centenario de la cárcel de Bonne Nouvelle, de la que no hay manera de escapar.

—Es aquí.

El tintineo del enorme manojo de llaves despierta a Camille de su extraño estado. La oscura puerta de madera se abre a un recinto desnudo con una miserable mesa de madera y dos sillas, todo atornillado al suelo.

—Voy a buscarla.

Camille asiente con la cabeza, se sienta en una silla dura y procura relajarse dirigiendo la mirada al ventanuco con barrotes situado en la parte superior de la pared, a través del que penetra un poco de luz. Apoya el bolso en el regazo, saca un bolígrafo y un cuaderno negro y los deja en la mesa. Recuerda brevemente una película en la que un preso le arranca el ojo a su abogado con un bolígrafo... «¡Serénate, Camille!» No le permitieron conservar la grabadora, así que sólo puede contar con su memoria y su habilidad para escribir con rapidez. Aguza el oído: no se oye piar de pájaros ni rumor de coches, pero a lo lejos cree oír el tintineo de llaves, el chirrido de una puerta, pasos y voces. Después vuelve a reinar el silencio. Los gruesos muros mantienen la vida alejada. ¿Cómo hacen para soportar un día, una noche y el día siguiente durante seis, siete, veinte años? ¿Qué ocurre cuando el mundo se convierte en esto y el exterior en algo irreal, inalcanzable?

De pronto, los pasos están muy próximos y Camille se vuelve hacia la puerta. Ahí está Véronique Regnard, una mujer delgada y menuda de gafas redondas y una abundante cabellera rizada, de un rojo que empieza a palidecer, que le llega a los hombros. Una bibliotecaria. De modo involuntario, Camille se imagina su propio cuerpo con el tosco vestido gris de la reclusa. ¿Cuánto tiempo lograría sobrevivir en este lugar?

—Estaré detrás de la puerta, sólo ha de llamarme —dice la celadora con una sonrisa, y cierra la puerta a sus espaldas.

Véronique permanece inmóvil unos segundos y contempla a Camille. Aunque su cuerpo es muy delicado, su mirada revela que posee una gran fuerza interior.

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