La siembra (21 page)

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Authors: Fran Ray

BOOK: La siembra
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—¿Por qué lo dejamos marchar? —pregunta David, sin apartar la vista de la puerta por la que Ethan Harris acaba de salir—. Se ha comportado de un modo bastante extraño, como si ya supiera que su mujer fue asesinada.

Lejeune no contesta. Arroja el bolígrafo al escritorio y llama a Ibrahim.

—Necesito que siga de cerca a Harris. Acaba de abandonar mi despacho.

Ibrahim sólo dice okay, algo que ella valora.

—Harris nos está ayudando —añade.

—Pero eso es peligroso para él —dice David, y frunce el ceño—. Si le ocurriera algo...

—Por eso he llamado a Ibrahim.

David se rasca la cabeza.

—¿Tenemos derecho a hacerlo?

—Verá, David, hemos de encontrar a alguien que quizás haya cometido cuatro asesinatos. No podemos darnos el lujo de ponernos exigentes en cuanto al método.

—Pero... pero estamos poniendo en peligro a una persona...

—Tonterías —dice ella, golpeteando con el bolígrafo—. Lo estamos protegiendo. —«¡Joder, qué costumbre tan estúpida!», piensa, y deja el bolígrafo en el escritorio. Advierte que David la mira fijamente. «Le disgustan mis métodos. Pues bueno...» Sus éxitos pasados y el puesto que ha alcanzado le dan la razón. «En la lucha contra el mal no existen reglas claras. Y este chico aún no lo sabe»—. Además, en esas cartas que encontramos en el despacho de Frost no aparecen las huellas dactilares de Frost.

—Eso significa...

—¿Que se puso guantes para abrir el correo?

—Pero eso es bastante improbable...

—Muy astuto, David.

Él se ruboriza y percibe la expresión maliciosa de la inspectora, pero luego Lejeune se avergüenza. ¿Por qué se regodea martirizando a ese pobre joven?

—Fue el mismo asesino quien llevó las cartas al despacho —dice él.

Ella asiente, ensimismada. Está furiosa. La cólera, largamente acumulada en el estómago, el pecho y el cuello amenaza con estallar. Se sorprende de no haber desarrollado un tumor con toda esa ira. ¿Acaso hay algo que todavía le produzca placer? ¿Que la relaje? ¿Que le proporcione un poco de alegría? Hurga en su memoria, como quien hurga en las mesas de una tienda de segunda mano, pero las camisetas, faldas y blusas que saca del montón son feas y desgastadas, mientras que los demás de vez en cuando sostienen algo nuevo y bonito en la mano.

—Dígame por qué... —La voz de David penetra a través del torbellino. Él señala la bolsa de plástico con la cajetilla de tabaco—. Debería haberme dicho antes por qué me enviaba a comprar estos cigarrillos.

¿Para qué? Quiere replicarle, pero la mirada del joven le dice que se ha pasado.

—Sí, tiene razón, David —admite. Sus palabras lo dejan sin habla, y sólo asiente con la cabeza—. Pero ha funcionado —añade ella—. Harris cree que disponemos de pruebas en su contra.

17

El De Crillon, situado en la impresionante Place de la Concorde junto a la elegante Rue du Faubourg Saint-Honoré, próximo a la Rue Royale, la torre Eiffel y el Louvre, es uno de los escasos hoteles de lujo de París. Camille echó un vistazo a la página web del hotel, en la que se destaca su excelente servicio y aparece una foto de las grandes y elegantes suites y habitaciones, que a Camille le recordaron el apartamento de su padre y también el problema que todavía no ha resuelto: ¿cómo ocuparse de su padre cuando lo den de alta?

El taxista hace sonar el claxon y suelta una maldición. Camille alza la vista pero no descubre nada extraordinario en el tráfico habitual de un sábado por la tarde. La productora de
ParisCult
corre con los gastos de viaje de los invitados a la tertulia, pero no los de una suite de mil doscientos euros del De Crillon. Edenvalley se hizo cargo discretamente de los costes de la estancia de la doctora Océane Rousseau, su vicepresidenta.

Camille la ha invitado a almorzar en el Obélisque de la Rue d'Anglas, cerca del hotel. El chef del De Crillon dirige el restaurante. «Esta doctora Océane Rousseau debe de ser una de esas pavas elitistas», piensa Camille, y cierra el espejito de bolsillo con el que, en el último semáforo rojo, se comprobó maquillaje y peinado. Sus cabellos rubios brillan, por suerte aún no necesita teñirse.

Vuelve a recordar los puntos principales de la biografía de Rousseau. Siempre resulta provechoso disponer de los detalles, para replicar, para hacer las preguntas correctas en el momento correcto. Océane Rousseau, nacida en Ginebra hace cuarenta y cinco años, hija de Lucien Rousseau, químico, y Marala Dawesar, pianista. Una infancia transcurrida en Ginebra y Los Angeles, estudios empresariales en Yale, Estados Unidos, después Wall Street, Crédit Suisse en Zúrich, y desde hace siete años trabaja en Edenvalley, tanto en la sede de Ginebra como en la de Atlanta. Dicen que en su tiempo libre toca el piano. Ingresos anuales aproximados: un millón de euros. En la foto del tamaño de un sello de la página de la empresa aparece un rostro ovalado rodeado de cabellos oscuros, largos, sedosos y brillantes. Sus ojos negros miran a la cámara y su sonrisa procura transmitir lo siguiente: no tengáis miedo, soy una de vosotros.

Camille se sorprende de que Christian no haya insistido en estar presente.

Comprueba que faltan dos minutos para las doce y media cuando el taxi finalmente logra atravesar el hervidero de la Place de la Concorde y se detiene junto al restaurante. En ningún caso quiere hacer esperar a Rousseau, eso sería un desastre, así que renuncia al recibo, baja del taxi y a las doce y media en punto entra en el restaurante... y se topa con una sonriente Océane Rousseau, a la que están ayudando a quitarse el abrigo.

—¿Madame Rousseau? —dice Camille innecesariamente, dirigiéndose a la mujer alta y delgada que luce un sencillo vestido gris de cuello alto. Lleva el cabello oscuro y sedoso en forma de trenza suelta hasta la mitad de la espalda. Figura perfecta, maquillaje perfecto.

—Supongo que usted es Camille, ¿verdad?

Un francés perfecto, sin acento estadounidense ni suizo, comprueba Camille y percibe un perfume intenso y desconocido. Esta mujer tiene algo irritante, a lo mejor su frialdad y su elegancia, especula mientras sigue a Océane Rousseau y al camarero hasta la mesa.

—Me alegro de que usted y Edenvalley tengan el valor de hablar sobre este asunto delicado —dice Camille. Todas las mesas están ocupadas y reina un rumor agradable, no un silencio sepulcral que haría temer que los demás oyesen todo lo que uno dice. Desde luego, le encantaría comer aquí con frecuencia.

—Ay, Camille... Puedo llamarla Camille, ¿verdad? —Los ojos oscuros le lanzan una mirada penetrante.

«¿Intenta hipnotizarme?, —piensa Camille—, ¿o sólo busca familiaridad para que me ponga de su parte?»

—Por supuesto. —Camille se esfuerza por sonreír, debe relajarse.

—Llámeme Océane.

Camille asiente. Ha de encontrar un tema de conversación.

—Estamos acostumbrados a los asuntos delicados —sonríe la otra—. La liga de los protectores del medio ambiente utiliza medios duros y no siempre justos.

«¡Basta! ¡No te dejes enredar, Camille!» Carraspea y se pone derecha.

—Pero están los hechos, Océane. Durante años, Edenvalley ha ocultado ciertos escándalos, por ejemplo, los provocados por el uso de dioxina.

Océane le dirige una sonrisa un tanto culpable.

—Ocurrió mucho antes de que yo formara parte de la empresa, pero sé a qué se refiere.

Camille desea evitar un enfrentamiento abierto y, sobre todo, el reproche de que trata a los invitados de un modo parcial.

—Seguro que ya ha oído hablar del efecto dominó —dice Océane—. Da igual que un informe sea verdadero o falso, siempre genera otro informe, etcétera. Basta con seguir afirmando lo mismo: al final, la gente cree que es verdad. Hace tiempo que el movimiento ecologista nos causa graves perjuicios mediante ese sistema.

Camille admira la dentadura blanquísima y regular que sus labios dejan entrever al hablar.

—Sin embargo —dice—, supongo que usted misma no consume alimentos transgénicos o que contengan productos químicos, ¿verdad?

Océane apoya los codos en la mesa y junta los dedos.

—¿Sólo lee la prensa de los ecologistas? —Sin esperar respuesta, añade—: Resulta que hay siete mil millones de habitantes en el planeta, ¡y todos quieren comer!

Seguro que el hambre en el mundo no se combate mediante la ingeniería genética, sino mediante un reparto y una política diferentes... Y tampoco sirve reducir la tala de la selva tropical, más bien al contrario: desmontan la superficie para cultivar colza con el fin de obtener biocombustibles, quiere decirle Camille, pero no piensa gastar toda la pólvora en un único disparo antes del programa de televisión.

Puede que Océane considere que su silencio le da la razón, así que le hace un gesto al camarero, que ya lo aguardaba.

Camille recuerda que, tras el viaje a Ruán, su cuenta de gastos reembolsados por la empresa ya se ha agotado y que aquella comida (cuarenta y cinco euros sin bebidas ni café) supera con mucho su presupuesto, pero sabe que ésa es una actitud mezquina.

—Acepte ser mi invitada, se lo ruego. —Océane Rousseau le lanza una sonrisa compradora.

Su cutis tiene un ligero brillo dorado, quizá debido a los genes indios... y a su maquillaje pecaminosamente caro. Camille toma nota de los pendientes de oro y el anillo de rubíes en el dedo anular. No, no está casada, lo hubiera visto en la web. «Seguro que no hay ningún hombre que satisfaga a Océane Rousseau.»

Camille pide el pollo a la provenzal con gachas de maíz, Océane el
loup de mer.
Cuando el camarero se aleja ha llegado la hora de hacer la pregunta más importante.

—Perdone que se lo pregunte de un modo directo, pero en vista del asesinato del profesor Frost... ¿Por qué Jérôme Frost abandonó Edenvalley?

—Porque quería más dinero —contesta Océane sin vacilar—. Por eso cambia de trabajo la mayoría. Usted haría lo mismo, ¿no?

—¿Acaso quiere hacerme una oferta atractiva?

—¿Por qué no? —Océane esboza una sonrisa significativa.

Camille percibe que esta mujer la electriza, la pone en un estado de máxima alerta y tensión. «Dios mío, Camille, ¿qué te pasa?»

—¿Así que el profesor Frost quería más dinero y Edenvalley no se lo podía pagar?

Océane asiente con la cabeza, ha recuperado su expresión profesional, y Camille se pregunta si ha malinterpretado su actitud.

—Pero como investigador universitario se gana bastante menos que en la industria —objeta.

La mujer se encoge de hombros.

—No sabemos casi nada acerca de los motivos que impulsan a una persona.

Camille trata de pasar por alto lo que insinúa ese comentario y pregunta:

—¿En qué trabajaba?

—Si la memoria no me falla, era médico y biólogo. Creo que se ocupaba de la tolerancia ante los antibióticos; a fin de cuentas, era el mismo campo que investigaba en la universidad.

—Al parecer, en algún momento el profesor Frost se opuso a la ingeniería genética.

—¿De veras? —Océane alza las cejas—. Lo ignoraba. Era un apasionado defensor de la ingeniería genética. En aquel entonces lamentamos profundamente que abandonara Edenvalley.

Camille procura interpretar la expresión de Océane. ¿Estará utilizando los típicos clichés empleados cuando uno no quiere decir la verdad?

—Según su opinión, ¿quién asesinó al profesor Frost? ¿Oyó hablar de las cartas amenazadoras que recibió? —sigue preguntando.

—Leí algo al respecto. Militantes contra la ingeniería genética: chalados, ideólogos, fanáticos... Verá (pero le ruego que esto no lo cite), Edenvalley está formado por personas que, al igual que todas, cometen errores que irritan al público. Pero un asesinato no forma parte de ninguna opción.

—Es lo mismo que afirma Nature's Troops.

Océane suelta una breve risita.

—¿Quiénes, esos fanáticos verdes que ponen bombas? ¿Por qué habrían de confesar que cometieron el asesinato?

«Sí, ¿por qué? Los demás tampoco lo harían.»

—¿Conoce a Véronique Regnard?

—¿No es la que puso una bomba?

—La misma.

—¿Que mató a un bombero?

—La misma.

—Esos fanáticos se creen los dueños de la verdad —concluye Océane y la mira a los ojos.

Camille vuelve a irritarse. ¿Lo hace para manipularla?

—Hábleme de usted —le pide.

—¿Es que no lo sabe todo ya: sobre mi padre, mi madre, mis estudios...?

—Me preguntaba a qué dedica su tiempo libre. ¿Qué le gustaría hacer...? —Se interrumpe: en ese punto, los entrevistados suelen empezar a contestar, pero Océane sólo la contempla con una sonrisa helada. La pausa se prolonga hasta que Camille dice—: No quiere hablar de ello, ¿verdad?

—Dada mi posición, no es aconsejable hablar de temas personales, pues con toda seguridad alguien los aprovecharía para atacarme.

«Teme que la amenacen: es útil saberlo.»

—Comprendo. ¿Y por qué no se traslada a una empresa... a una más, digamos, popular? —«Estás pisando un terreno resbaladizo, Camille. No la conviertas en tu enemiga incluso antes del programa.»

La sonrisa de Océane se vuelve arrogante.

—Oh, desde que formo parte de la empresa, Edenvalley se ha vuelto bastante más popular.

El camarero trae el pollo a la provenzal y el pescado al vapor y, cuando cogen los cubiertos, Océane añade en tono alegre:

—En todo caso, tengo muchas ganas de participar en el programa de esta noche.

En el trayecto de regreso a la redacción, Camille trata de resumir lo que dijo la vicepresidenta de Edenvalley. Ahora, tras cierto intervalo, está casi segura de que Océane Rousseau nunca fue sincera. Pero logró despertar su curiosidad.

Y la comida era excelente.

18

Ethan está convencido de que todo el mundo notará lo que lleva en el bolsillo de la chaqueta y por eso en el metro elige un asiento discreto y no deja de echar vistazos al objeto que le abulta el bolsillo: podría tomarse por un libro grueso.

—Con eso te sentirás mejor. Nueve milímetros, ocho proyectiles —le aseguró Zouzou, el de los ojos rasgados, y le tendió el arma—. Es lo más indicado para tus delicadas manos de escritor.

Zouzou interpreta el papel del delincuente arrepentido a la perfección, y así se ha hecho con un camuflaje ideal. Entre incienso, crucifijos y velas de bautizos, de bodas y cumpleaños, ¿quién sospecharía que bajo el mostrador se ocultan armas?

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