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Authors: Fran Ray

La siembra (28 page)

BOOK: La siembra
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Nicolas asiente. ¿Cómo reaccionaría Pierre si le describiera el rostro de Marc, sin nariz, orejas ni ojos? ¿O el cadáver del profesor Frost? ¿Seguiría tratándolo con el mismo afecto, se sentaría junto a él en la terraza y le serviría la cena preparada por su mujer? ¿Lo dejaría alojarse en una de las chozas para huéspedes y permitiría que acariciara a su pequeño hijo?

—Sí, más tarde. Este lugar es muy bonito. —Les envidia su buena fortuna, la felicidad que ambos demuestran. La vida de Nicolas se torció, de algún modo siempre emprendió el camino equivocado en los momentos decisivos. Observa como Pierre contempla plácidamente las palmeras agitadas por la suave brisa, siempre con esa sonrisa. No es normal—. ¿Y qué tal te va con Kim? —pregunta, y come un poco de arroz con los palillos.

—Ella nunca ha salido de la isla —dice Pierre, y coge un cigarrillo de la cajetilla que lleva en el bolsillo de la camisa. ¡Así que aquí se puede fumar, incluso mientras otros comen! Nicolas casi sonríe, piensa que aquí volverá a fumar.

—Pues esto es el paraíso —dice; se ha puesto de mejor humor y bebe un sorbo de té.

El aroma dulzón y especiado del cigarrillo se mezcla con el de la comida, las flores, el aire. «Nadie tendría ganas de marcharse de aquí.»

—Bueno, Kim quiere ver mundo.

—¿No tenéis un televisor?

—Venga, Nicolas, ya sabes a qué me refiero.

No, no lo sabe; no dudaría en cambiar su vida por la de ella.

—¿Adónde pensáis ir?

—A ninguna parte. —Pierre se recuesta contra la pared de la terraza y contempla el humo que se eleva al cielo—. La idea del
bed and breakfast...

—¡Fue genial!

—Qué va. No funciona. Deberíamos haberlo hecho más lujoso, para que la gente pague más. —Sacude la cabeza y contempla el ascua del cigarrillo—. Casi no tenemos ingresos.

—Ya. —Así que no tiene nada que envidiarles. Nicolas creyó que aquí podría tomarse unas vacaciones, aquí, donde nadie sospecha de su presencia, y siente cierto escrúpulo.

—Te pagaré, claro.

—No se trata de eso, Nicolas, eso no cambia nada. —Da una calada al perfumado cigarrillo—. Kim está enferma, tiene HES, síndrome de hipereosinofilia, una enfermedad de la sangre muy rara. En Europa y Estados Unidos hay especialistas y medicamentos.

Enfermedad. Muerte. No quiere oír hablar de ello, ¡precisamente para eso viajó hasta aquí! Nicolas se domina.

—¿Por qué no vais? Podéis instalaros en mi apartamento...

—Creo que no lo entiendes, Nicolas: estamos en bancarrota. —De pronto Pierre parece mucho más viejo. ¿Acaso se engaña a sí mismo todos los días?

Nicolas deja los palillos en el cuenco medio lleno de curry, ha perdido el apetito. Pierre le ha recordado la desagradable realidad que él quería olvidar. Y sus tres mil euros pronto se acabarán.

—Lo siento —dice Pierre.

«Demasiado tarde, amigo», piensa Nicolas.

9

Ruán

Aterida, Camille avanza por el andén. La niebla húmeda le dificulta la respiración, una sensación desagradable, como si la humedad la asfixiara. Además tiene hambre y sed, y está cansada. Pese al permiso de visita, la directora se negó a dejarla reunirse con Regnard.

—Está en huelga de hambre. Nadie puede verla.

Tras veinte minutos consiguió que la directora informe a Véronique que Camille Vernet quiere hablar con ella.

—Sólo cinco minutos —advirtió la doctora en tono cortante—, la paciente está muy débil —añadió, lanzándole una mirada dura.

Y después la impresión que le causó el aspecto de Véronique, tumbada en la cama como un pajarillo, la nariz parecía un pico puntiagudo. Camille tuvo que inclinarse hacia ella para oír lo que decía.

Camille sube al vagón cuyo número figura en el billete reservado y busca su asiento. Por suerte, el del pasillo no está ocupado. Deja el abrigo en el portaequipaje, se acurruca contra la ventanilla y cierra los ojos.

Vuelve a estar en Bonne Nouvelle, en la enfermería que huele a éter, desinfectante y comida de mala calidad. Se inclina hacia Véronique Regnard, hacia la figura pálida y frágil tendida en una cama metálica que parece demasiado grande en aquella habitación pintada de verde, donde la luz de un tubo de neón ilumina la pobreza y la desesperanza del recinto. La doctora cuelga dos nuevas botellas de suero del soporte junto a la cama, conecta los tubos a la aguja clavada en la vena de Véronique y regula el goteo. Las venas, azules y gruesas, se marcan en el esquelético brazo. Ya durante la primera visita no tenía buen aspecto, pero ésta sólo es una sombra de la Véronique anterior.

—Sabía que usted no desistiría —susurra Véronique sonriendo; palpa el brazo de Camille con su mano fría y húmeda, y se aferra a él como si fuera una barandilla.

—¿Qué le han hecho? —Camille también susurra, aunque la doctora acaba de abandonar la habitación y están a solas.

—¡Se niegan a creerme! Le he dicho que nos están envenenando. Aquí dentro las cosas ocurren más rápidamente que en el exterior. —Véronique vuelve a sonreír, tiene los labios pálidos, casi azules.

«Como una mártir.» Recuerda las imágenes de dolor y austeridad de las iglesias católicas a que sus padres las arrastraban, a ella y su hermana. Su madre lanzaba gritos de admiración ante las tenebrosas pinturas y los mohosos claustros mientras su padre discurseaba sobre historia del arte.

—¿Por qué lo hace, Véronique?

—Hago lo que considero correcto.

Camille acerca una silla y se sienta.

—Vale, he estado investigando. The Project fue un programa de control de la natalidad pergeñado por la Milward-Foundation en los años veinte y treinta del siglo pasado.

La carcajada de Véronique más bien parece un siseo.

—Bien hecho, Camille, pero eso no es todo.

Ella quería grabar la conversación, pero le quitaron la grabadora en la entrada.

—¿Qué más hay?

Véronique Regnard respira un par de veces y frunce los labios agrietados.

—Las tres columnas —murmura.

—¿Perdón?

—Con ellas dominan el mundo. ¡La Tercera Guerra Mundial se libra de un modo muy diferente, Camille! ¡No nos percatamos de ello! —dice, y la coge por el brazo—. Ya estamos en medio de ella. Nuestra democracia es un simulacro, Europa no es democrática, la dirigen unos pocos, los mismos que querían iniciar la Segunda Guerra Mundial, la dirigen las farmacéuticas y las agroquímicas, esos que inventaron el amoníaco y las bombas y los campos de concentración, que ganan millones experimentando con las personas y con los medicamentos para el sida...

—Por favor, Véronique —procura calmarla Camille.

—Y en Canadá... Busque NAT...

—¿Qué es NAT? —«Dios mío, ¿por qué habla en acertijos?»

Su mirada febril se clava en la de Camille.

—¡Son los falsos salvadores! ¡Océane Rousseau es peligrosa!

—¿La conoce? —Siente una punzada al oír ese nombre.

—No se fíe de ella. Quiere que se produzca un nuevo Toba.

—¿Qué es eso?

—Una... una catástrofe global.

Un temblor recorre a Véronique Regnard y cierra los ojos.

Entonces la doctora abre la puerta y se acerca a la cama.

—¿Qué le pasa? ¿Por qué se encuentra tan mal? —pregunta Camille mientras se levanta de la silla. La médica se apresura a manipular el gotero—. ¡Le he hecho una pregunta! —le espeta Camille.

—¿No ve que se trata de una urgencia? —replica la otra—. Ha hecho un esfuerzo excesivo. Será mejor que salga de la habitación.

—Camille... —musita Véronique Regnard, parpadeando.

—Váyase, por favor...

Pero Véronique la obliga a inclinarse con fuerza sorprendente y susurra:

—Tenga cuidado. ¡Si descubren que sabe demasiado, ésos también la perseguirán a usted! —Sus labios resecos tiemblan—. Debe detenerlos, Camille... ¡The Project es el Círculo Interior! ¡Tiene que... salvar al mundo!

—Le ruego que se marche,
madame.
¡Ahora mismo! —La doctora la aparta con brusquedad.

Camille abre los ojos, hace rato que el tren se ha puesto en marcha. «Véronique me ha pedido que me haga cargo de algo, pero de qué.»

Inclina la cabeza hacia atrás con la mirada perdida. Sólo un instante con la mente en blanco, lo disfruta... pero el placer se desvanece al recordar que hoy no ha visitado a su padre y que todavía no sabe cómo organizar su vida.

10

París

La inspectora se inclina hacia atrás en la silla y juguetea con el DVD. Estaba en un sobre remitido por un tal Pascal Michel, de París. Esta mañana lo encontró encima de su escritorio. Y David ya estaba cuando ella llegó.

—Es camarógrafo y hace ocho años rodó este documental sobre Siberia para el canal Arte. —David está de pie a su lado, con una lata de refresco en la mano.

—¿Dónde lo encontró? —pregunta Lejeune.

Él se encoge de hombros.

—En internet. Introduje el nombre de ella en ruso y así di con el título de la película.

A ella le parece increíble que algunas cosas sean tan sencillas... y que no se le hayan ocurrido antes.

—¿Me permite? —David coge el DVD y lo introduce en el ordenador de Lejeune, pulsa
play
y se sienta en la otra silla.

Diez minutos después, Lejeune toma aire y pregunta:

—¿Dónde está nuestro autor?

—¿No le había encargado a Ibrahim que...?

Ayer, los colegas de Ibrahim del departamento de estupefacientes reclamaron urgentemente su presencia y ella accedió: primer error. Por la noche decidió que podría retirarlo de su puesto de vigilancia: segundo error. No se está centrando en el trabajo, ¿qué diablos le ocurre?

—Vamos a casa de Harris. Un momento: ¿tiene su número a mano?

—Sí, en el ordenador. ¿Qué quiere que le diga?

—Comuníqueme. —«¿Por qué me niego a reconocer que hace bien su trabajo? Pues porque me cae mal. ¿Le tengo envidia? ¿Envidio su juventud, su independencia? Estoy a punto de convertirme en una amargada.»

—No contesta. Sólo sale el contestador.

—¿Y el móvil? Supongo que tiene un condenado móvil, ¿no?

David vuelve a marcar, y dice:

—También el contestador.

Lejeune ya está ante la puerta.

—Vamos. ¿A qué espera?

Ya ha cometido demasiados errores.

11

Tromsø

El taxi se acerca lentamente a la casa roja rodeada de pinos, del tejado blanco cuelgan estalactitas: parecen dientes. Una casa de dos plantas situada a sólo tres kilómetros del centro. El profesor dijo que había una farola exterior.

Al bajar del taxi el frío es intenso, la nieve cae sobre él como una red espesa. Entonces abren la puerta y un hombre delgado de estatura media, de jersey rojo, lo saluda y dice:

—Lo siento. No podía encontrarme con usted más temprano. —El rostro bronceado, los movimientos ágiles y el pelo blanco y espeso le dan un aspecto juvenil. Según su biografía, tiene cincuenta y seis años, quizá practique el esquí, la pesca y corte su propia leña.

Ethan se quita los guantes y le estrecha la mano.

—Le agradezco que me reciba. —El profesor Hirsch mira a derecha e izquierda rápidamente, pero Ethan lo nota.

—¿Teme que nos estén vigilando?

—Es la costumbre; hace años que recibo cartas amenazadoras. Uno se acostumbra, pero cuando a otros les ocurren cosas, como a Jérôme... Pero pase, fuera hace mucho frío.

Ethan se quita los copos de nieve de la chaqueta y entra a un cálido pasillo. Un nido confortable y seguro, piensa, que el profesor Hirsch y su mujer han creado casi en el círculo polar.

—Lamentablemente, mi mujer estará ausente un par de días más, de lo contrario podría haberlo invitado a comer. —Señala un gancho de madera y Ethan cuelga la chaqueta. Un círculo de agua se ha formado alrededor de sus zapatos.

—No se preocupe, tomé un desayuno abundante.

—Sí, aquí acostumbran hacerlo, he tenido que habituarme tras los
petit déjeuner
parisinos. Póngase esas pantuflas y pase al salón, ya he preparado té —dice el profesor, y se adelanta.

Ethan se quita los zapatos de mala gana y se calza unas pantuflas grises. Se siente incómodo, le desagrada llevar pantuflas ya utilizadas por otros pies.

El profesor lo invita a sentarse en el sofá, delante del cual una tetera azul y dos tazas reposan en una mesilla de madera. Ethan reconoce el aroma: Hirsch ha preparado té de canela. Varias lámparas de pie y mesa iluminan el salón y gruesas alfombras multicolores cubren el suelo, los muebles son de madera clara, también el armazón del sofá y de dos sillones agrupados ante una estufa de hierro en la que arden las llamas. Sencillo pero confortable.

—Siéntese en el sillón, es el más cómodo. Lo ocurrido es atroz —dice Hirsch, sacudiendo la cabeza y arrugando la frente—. Mi más sentido pésame. —Le sirve una taza de té—. Hay azúcar, limón y leche —dice, y se sienta en una esquina del sofá.

Ethan decide ir al grano.

—He buscado un vínculo entre el profesor Frost y mi mujer, y di con usted. Si no he malinterpretado lo que me dijo por teléfono, ambos querían hacer su tesis con usted.

—Sí. Antes de instalarme en Noruega, estaba en la universidad Curie de París, donde me encargué de la tutoría de las tesis doctorales de Jérôme y Sylvie. Queríamos hacer experimentos con ratas, descubrir los efectos de la soja transgénica en sus organismos. Cuando tras seis meses descubrimos un gran aumento de los glóbulos blancos y daños en las células nerviosas que causaban parálisis, la universidad cerró el grifo del dinero.

—Pero eso es imposible. Los presupuestos estaban aprobados, ¿no?

—Claro, claro, pero siempre hay maneras de ocultar los verdaderos motivos. Los hechos son los siguientes: informamos de los resultados a Edenvalley, los creadores de esa soja. Edenvalley afirmó que nos habíamos equivocado en el orden de la serie de ensayos y que por tanto los resultados eran erróneos. Solté una carcajada: tengo veinticinco años de experiencia en esa clase de experimentos. Bueno, en todo caso dejaron de proporcionarnos animales de laboratorio y nos informaron que necesitaban para otros fines el sitio del que disponíamos. Y encima, resulta que antes entraron ladrones que robaron nuestros datos y algunos ordenadores. Lo habíamos perdido todo y también las tesis. Incluido el período de preparación, habíamos perdido un año. Sylvie y Jérôme se vieron obligados a buscar otros temas y otro tutor. Trabajar en el instituto se volvió cada vez más difícil, hasta que por fin me marché por propia voluntad.

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