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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (13 page)

BOOK: El guardián de los niños
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—¿Mamááá?

Matilda lo llama de nuevo, y Jan da media vuelta.

Cierra a toda prisa la puerta del refugio y regresa por el pasadizo del sótano a grandes zancadas. Justo ahora siente que ha obrado mal al bajar aquí.

Dos minutos después cierra en silencio la puerta del sótano de Santa Patricia y se dirige al cuarto de los niños.

Abre la puerta y escucha en la oscuridad. Ahora de nuevo reina el silencio.

Entra de puntillas hasta el centro de la habitación y espera unos minutos, pero ninguno de los niños se mueve. Duermen profundamente. Escucha su respiración e intenta calmarse y respirar a su mismo ritmo acompasado, pero no le resulta fácil.

Debería hacer como los niños y dormir.

Son las doce y diez.

Tiene que dormir. Si no, corre el riesgo de quedarse despierto cada día hasta más tarde, y romper su ritmo de sueño.

Pero, en realidad, no quiere irse a la cama. Reflexiona.

Se trata de un juego mental, idéntico al que comenzó el día del suceso de William en el bosque de abetos. Jan se dedica a pensar en cómo, sin ser visto y sin perjudicar a los niños, podría entrar en Santa Psico.

17

Es tarde y en el Bills Bar hay poco ambiente, pero el turno de noche ha convertido a Jan en un ave nocturna. Esta semana, en sus días libres, ha dormido hasta las diez de la mañana y se ha quedado despierto hasta bien entrada la medianoche. Se trata de un nuevo estilo de vida social para él, y a pesar de que no bebe ni una gota de alcohol se encuentra constantemente cansado.

Los Bohemos han dejado de tocar después de una hora improvisando, y la cerveza sin alcohol de Jan está casi acabada. A la mesa de al lado se sientan dos chicos que discuten acaloradamente sobre defensa personal.

—¿Un cuchillo? —dice uno de ellos.

—Un cuchillo es otra cosa —responde el otro—. No te puedes defender si tiene un cuchillo.

—No, ya lo sé, pero…

—Lo que quiero decir es que, si tú lanzas el puño, te lo corta de un tajo.

El primero de ellos se ríe.

—Tendré que conseguir una espada.

Jan no interviene en la conversación, tan solo bebe cerveza. Esta noche no ha visto a ningún conocido; ni a Lilian, ni a Hanna. A nadie. No tiene amigos, se dispone a regresar a casa solo. Y dormir solo.

De pronto una sombra se cierne sobre su mesa.

—Hola.

Jan alza la vista. Un hombre más o menos de su edad se ha detenido junto a la mesa, enfrente de él. Un total extraño de cejas negras y una cola de caballo rubia.

No, Jan lo reconoce: es un miembro de los Bohemos. El cantante. Se ha quitado la chaqueta de cuero que luce en el escenario, y ahora viste solo un jersey de algodón blanco y una toalla colgada del cuello. Tras una larga noche bajo los focos, está tan bañado en sudor como su jersey.

—¿Qué tal? —saluda.

Jan no sabe qué decir, pero al fin abre la boca.

—Bien.

El cantante se sienta a la mesa. Su voz está algo ronca después del concierto, pero es cálida y amable. Se seca la frente con la toalla.

—No nos conocemos —dice—. Lo sé… pero no importa.

—No, claro —contesta Jan, inseguro.

—Me he fijado en ti —prosigue el cantante—. ¿Tú me has visto?

—No… ¿A qué te refieres?

—Te he visto al otro lado de la verja, en mi otro trabajo. Has empezado a ir en bicicleta a la escuela infantil, ¿verdad?

Jan deja la cerveza sobre la mesa, poco a poco comienza a comprender y baja la voz automáticamente.

—¿Así que trabajas en Santa… en el hospital?

El hombre asiente.

—En segu-noche —responde.

—¿Qué es eso?

—Departamento de seguridad, turno de noche.

Un escalofrío recorre la espalda de Jan, siente cómo se le acelera el pulso. Piensa en el pasadizo del sótano y en el refugio, y sospecha que le han grabado cuando bajó. Grabado u observado. Espera que aparezca un grupo de guardias y se abalancen sobre él, le sujeten de los brazos, lo registren e interroguen…

Pero el cantante de los Bohemos permanece sentado y sigue esbozando una sonrisa, despreocupado.

—Sé que te llamas Jan —continúa—. Jan Hauger.

Jan asiente.

—¿Y tú cómo te llamas?

—Rettig… Lars Rettig.

—Vaya. Es extraño que nos conozcamos aquí.

Rettig niega con la cabeza.

—Sé quién eres. Quería conocerte.

—¿Por qué?

—Porque necesitamos tu ayuda.

—¿Para qué?

—Para ayudar a los olvidados.

—¿Los olvidados?

—Los pacientes de Santa Psico… ¿Quieres ayudarlos a sentirse mejor?

Jan guarda silencio. En realidad no debería estar sentado aquí hablando con un guardia del hospital sobre su lugar de trabajo. ¿Qué hay de la obligación de guardar secreto profesional? Pero ha empezado a relajarse. No parece que Lars Rettig quiera perjudicarle.

—Quizá —responde—. Pero ¿de qué se trata?

Rettig guarda silencio unos segundos, como si preparara un discurso. Mira alrededor, se inclina hacia delante y baja la voz.

—De las prohibiciones. Estamos hartos de tanta prohibición.

—¿Quiénes? —pregunta Jan.

Pero Rettig no responde y se pone en pie.

—Ya hablaremos otro día. Te llamaré. —Asiente con la cabeza y añade—: Nos ayudarás, Jan, lo sé. Lo veo en tus ojos.

—¿Qué ves?

Rettig sonríe.

—Que proteges a los débiles.

18

Todos los niños de la escuela infantil se pasean con un animal en brazos. Es el día de los peluches en Calvero, y los que no tienen el suyo propio pueden tomar uno prestado del cesto. Los empleados también. Así que hay osos de peluche, tigres y jirafas de piernas flácidas por todas partes. Mira lleva una pitón de rayas rojiblancas y Josefine un alce rosa.

«Animales protectores», piensa Jan.

Él se ha quedado con un lince dorado. Lo encontró en el cesto, después de que todos hubieran elegido el suyo. Es un lince bastante maltrecho pero al menos no huele mal.

—¿Cómo se llama? —pregunta Matilda.

—Este es… Lofty. Es un lince, y vive en el bosque… un bosque muy lejano.

—¿Por qué no se ha quedado allí? —pregunta Matilda.

—Porque… le gustan los niños —responde Jan—. Quería ver cómo estabais… Quería jugar con vosotros.

Leo sujeta un gato tuerto, al que ha abrazado con tanta fuerza que le ha deformado el cuerpo.

—¿Cómo se llama tu animal, Leo?

—Freddie.

—¿Qué clase de animal es?

—No sé… pero mira.

Alarga el pequeño puño y lo abre. Jan ve el ojo del gato en la palma de la mano: Leo se lo ha arrancado.

Observa el rostro de Leo y se pregunta si lo que ve en él es inocencia o maldad. Jan desconoce la respuesta. Solo sabe que en otros lugares del mundo los niños no llevan peluches, sino fusiles y ametralladoras.

¿Cómo podría ayudarlos? ¿Cómo podría ayudar a uno solo, como Leo?

«Proteges a los débiles», le había dicho el cantante de los Bohemos. Quizá sea cierto, pero Jan no puede hacer mucho.

Este lunes hay que ir de nuevo a buscar a algunos niños para llevarlos al hospital. Jan empieza a conocer cómo reaccionan ante esta interrupción de la rutina escolar. Algunos, como Mira y Matilda, se alegran ante la perspectiva de poder ver a sus padres; sus cortas piernas bajan presurosas la escalera del sótano. Otros, como Fanny y Mattias, no parecen alterarse y caminan en silencio hasta el ascensor.

Pero también hay niños que se muestran inquietos cuando Jan los recoge.

La más nerviosa de todos es Josefine, la niña de cinco años que encontró el libro de
La creadora de animales
. Cada vez que va a buscarla la encuentra un poco asustada.

—Bien —responde ella cuando él le pregunta cómo se siente.

No la cree. No del todo.

Este lunes tiene que acompañar a Josefine a la sala de visitas a las dos. Cuando, como de costumbre, Jan va a buscarla al cuarto de juegos cinco minutos antes, la encuentra sentada en el suelo mientras construye una casa con piezas de Lego.

—Hola, Josefine… ¡Es hora de ir al ascensor!

Ella no responde, sigue construyendo la casa.

—Josefine —la llama de nuevo—. ¡Vamos!

Sigue sin mirarlo, pero se incorpora en silencio, primero una pierna y luego la otra. Lo sigue hacia la escalera sin protestar.

Lleva su alce rosa: en la reunión de la mañana les dijo a todos que se llama Ziggy.

Jan observa a Josefine y el alce, y vuelve a pensar en los animales protectores. Al llegar al pasillo del sótano abre la boca y pregunta:

—Josefine, ¿te acuerdas del libro
La creadora de animales
?

La niña asiente.

—¿Cómo sabías que estaba en el cajón de los libros?

—Yo lo puse allí —responde.

—Vaya… ¿así que alguien te lo dio?

Ella asiente de nuevo.

—Me dio más.

—¿Quién?

—Una señora —contesta.

Han llegado al ascensor, y Jan se detiene.

—¿Quieres que suba contigo, Josefine?

Ella asiente en silencio, y entran en el ascensor.

—¿No estás contenta? —se interesa mientras suben.

Josefine niega con la cabeza.

—¿A quién vas a ver? —pregunta.

—A una señora —responde Josefine con voz apagada.

¿Una señora? Recuerda que a Josefine la llevan y la recogen de la guardería distintas personas. A veces es una señora, otras un señor mayor. Por supuesto, no puede preguntar nada sobre la familia de Josefine, pero se agacha junto a ella.

—Vas a ver a tu madre, ¿verdad?

Josefine asiente. Y entonces el ascensor se detiene.

Es la primera vez que Jan sube con uno de los niños a la sala de visitas. Echa una discreta ojeada y ve una habitación luminosa y limpia con un gran sofá de tela, unas palmeras de interior resecas y una mesa con algunos libros de cuentos. Por lo que Jan puede ver, no hay cámaras de vigilancia.

La sala está vacía, y en uno de sus extremos hay una puerta cerrada, con otro código magnético.

—¡Vamos, Josefine!

Mientras Jan sujeta la puerta, la niña entra con cuidado en la sala, se da la vuelta y pregunta en voz baja:

—¿Te puedes quedar?

Jan dice que no con la cabeza.

—No puedo, Josefine… Lo siento. Tendrás que ver a mamá sin mí.

Josefine no quiere, y Jan no sabe qué decir. La sala de visitas continúa desierta, pero él sigue sujetando la puerta del ascensor. No quiere dejar sola a Josefine.

La puerta al otro lado de la sala emite un ruido metálico, se abre y aparece un enfermero de uniforme rojo claro. No se trata de Lars Rettig, este hombre es más joven. Más bajo y más corpulento, y lleva el cabello negro cortado al rape. Le suena de algo.

¿Un guardia de seguridad? A Jan le recuerda un perro de presa preparado para saltar y morder una rueda de goma… o un cuello.

De su grueso cinturón cuelgan un manojo de llaves y pequeños lazos de plástico, además de un recipiente que recuerda un pequeño termo de acero. ¿Serán esposas y gas lacrimógeno?

El guardia avanza unos pasos y Jan se yergue en posición de alerta, casi retrocede. Pero el guardia se detiene en el centro de la habitación. Clava la vista en Jan.

—Gracias —dice lacónico.

Jan asiente, pero no se mueve. Más allá del vano de la puerta distingue una sombra. Alguien espera a unos metros al otro lado del umbral: alguien que no desea entrar y mostrarse. Jan comprende que se trata de una paciente de Santa Psico. ¿La madre de Josefine?

—Gracias —repite el guardia—. Ya nos ocupamos nosotros, no te preocupes.

Su voz suena mecánica, sin sentimiento.

—Bien.

Pero Jan no cree que todo esté bien. Su corazón late desbocado, le tiemblan los dedos. Los guardias y los policías le ponen nervioso.

Está casi convencido de que Rami es la madre de Josefine. Que ella se encuentra en el pasillo detrás del guardia, a menos de diez metros de distancia. Si espera un poco podrá verla, podrá hablar con ella.

Pero el guardia da un paso adelante, con la vista clavada en el ascensor, e impide que Jan se quede. Este mira a Josefine por última vez y alza la voz:

—¡Hasta luego, Josefine! Vendré a buscarte. ¿Recuerdas cómo me llamo?

Josefine parpadea.

—Jan.

—Sí… Jan Hauger.

Ha dicho su nombre tan alto y tan claro para asegurarse de que la madre de Josefine le oiga. Es muy importante para él. Luego cierra la puerta del ascensor y regresa a la escuela infantil.

Sus piernas aún tiemblan tras el encuentro con el guardia, pero no deja de pensar en Rami.

Siente que ha estado muy cerca, muy cerca de entrar por fin en contacto con ella y explicarle la causa de lo sucedido con el pequeño William en lo más profundo del bosque de abetos.

Lince

—¿Jugamos al escondite? —sugirió Jan.

Era el momento de proponerlo; iba caminando con los nueve niños por el sendero, lejos del alcance de la vista del grupo de Sigrid. La pregunta sonó como una orden y los niños no protestaron.

—¡Tú paras, Jan! —gritó Max.

Jan asintió, sabía que le tocaría a él buscarlos. Pero antes los señaló con la mano y prosiguió con el mismo tono de mando en la voz:

—Saldréis corriendo de uno en uno. Yo decidiré hacia dónde iréis. Luego os esconderéis. Y esperaréis ahí hasta que os encuentre o diga que salgáis. ¿De acuerdo?

Los niños asintieron, y él empezó a señalar.

—Max, tú por allí.

Apuntó hacia unas rocas a unos veinte metros de distancia, Max dio media vuelta y salió corriendo.

—¡No te vayas muy lejos! —gritó, y señaló al siguiente—. Paul, tú por allí.

Uno a uno los fue enviando entre los abetos, a todos en la misma dirección.

Al final solo quedaba el pequeño William.

Jan se acercó a él. Nunca había estado tan cerca del niño, y se acuclilló para poder mirarle a los ojos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, como si no lo supiera.

—William —respondió el niño con voz apagada, y apartó la vista con timidez.

Era la primera vez que hablaba con Jan. Para William, solo era otro adulto más.

—Bien, William… —Jan señaló—. Tú puedes irte por ese lado, sendero abajo. ¿Ves la flecha roja?

William miró, y pareció localizar la flecha de tela de casi un metro de largo que Jan había colocado en la roca la noche anterior. Asintió en silencio.

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