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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (14 page)

BOOK: El guardián de los niños
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—Sigue todas las flechas que veas, William… y escóndete donde acaban. Allí encontrarás un escondite estupendo. ¿Has entendido?

William asintió con la cabeza y Jan posó la mano sobre la cabeza del niño.

—Esto no te va a hacer falta —dijo, y le quitó el gorro amarillo—. Vamos a guardarlo en tu chaqueta.

Jan le abrió el bolsillo de la chaqueta y fingió meter en él el gorro de William, pero solo se trataba de un truco. En realidad lo ocultó en su mano cerrada.

—¡Anda, ve!

William dio media vuelta. Salió corriendo con sus cortas piernas por el bosque, al igual que el resto de los niños, pero en dirección opuesta.

Jan se levantó, y lo observó. William se encontraba junto a la primera flecha de tela y se adentraba en el barranco, de forma decidida y sin vacilar.

El bosque estaba en silencio… y, sin embargo, para Jan era como encontrarse en el ojo del huracán. Se dio cuenta de todo lo que podría ir mal: un caos de riesgos y errores de cálculo rondaba su cabeza.

«Tranquilo», dijo una voz interior. «Sigue el plan.»

Oyó el sonido de tambores. Algo en su cabeza retumbaba sin cesar una y otra vez.

Se dio media vuelta y tomó aliento.

—¡No os mováis! —gritó hacia los abetos—. ¡Ahora voy!

No era cierto. No fue en busca de los ocho niños que se habían escondido. Se dio la vuelta y se dirigió a toda prisa hacia el barranco, por donde había desaparecido el noveno.

William.

Aceleró el paso.

19

El portal de la escalera de Jan se cierra automáticamente todos los días a las ocho de la noche; después, para entrar, se necesita una llave o el código de acceso.

Ya hace un par de horas que ha regresado de Calvero; ha cenado y a continuación se ha sentado a la mesa de la cocina frente a los libros ilustrados de Calvero. Ya ha acabado el primero.
La creadora de animales
está ilustrado y coloreado. Se pregunta qué pensará Rami del resultado.

Acaba de empezar el siguiente:
Viveca y la casa de piedra
. Imagina cómo rellenar los vagos trazos de los dibujos, mientras lee:

Había una vez una anciana que se despertó una mañana. «¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?», pensó, al encontrarse en un féretro de madera. Se sentía débil, pero consiguió levantar la tapa y echar un vistazo. La habitación era grande, con paredes y suelo de piedra. Gritó «¿Hola?» al silencio, pero no recibió respuesta alguna. Solo sabía una cosa: Viveca. Se llamaba Viveca.

Jan lee el texto de la página dos veces, y a continuación empieza a rellenar el dibujo con tinta china. Viveca es una mujer delgada de grandes ojos. Su cabeza asoma por el féretro.

Pasaron varios días antes de que Viveca se sintiera lo bastante fuerte para salir. «¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!» Cuando por fin empujó la tapa del féretro se incorporó, y vio una vieja cesta de perro al lado. En la cesta había un cartel que decía «BLANKER». El fondo estaba cubierto de un polvo gris y contenía una correa de perro. El polvo mostraba la forma de un perro tendido.

Jan se da cuenta de que el nombre de Blanker también aparece en este libro, al igual que en
La creadora de animales
.

Continúa leyendo, atrapado por la historia, y al mismo tiempo va rellenando los tenues trazos del lápiz.

Viveca pudo al fin abandonar el dormitorio y entró en una gran sala. Todos los muebles eran bonitos, aunque antiguos, y estaban cubiertos de polvo. Un reloj de madera blanco colgaba de la pared de la escalera, pero cuando le prestó atención vio que las manecillas andaban mal. Tic, tac. Iban para atrás.

Viveca continuó hasta un recibidor donde había una puerta que daba a la calle. No pudo abrirla.

En un dormitorio de la planta baja encontró otros dos féretros. Estaban el uno junto al otro, como si un matrimonio se hubiera tendido en ellos. ¿Un hombre y una mujer? No, no, no… Viveca no deseaba levantar la tapa para mirar.

Junto al dormitorio había una puerta cerrada, y cuando Viveca la abrió comprobó que conducía a través de una empinada escalera a la oscuridad. Viveca bajó con cuidado, y llegó al sótano. Allí, sobre el suelo de tierra, había un montón de huesos amarillentos. Los huesos de un monstruo. ¡Ufff! Regresó a toda prisa a su habitación.

Pasaron los días.

Viveca esperaba. Esperaba y dormía. Cada día, al despertar, se sentía más sana. Se sentía más fuerte y se veía más joven en el espejo. Y las manecillas del reloj de pared seguían yendo hacia atrás. Al fin Viveca intuyó lo que sucedía en la casa de piedra:

¡El tiempo retrocedía!

De repente, Viveca comprendió que iría rejuveneciendo más y más, y que si esperaba lo suficiente sus padres resucitarían, y también Blanker, el perro. No volvería a estar sola.

Pero lo mismo ocurriría con los grandes huesos del sótano. Fuera lo que fuese, también volvería a la vida.

Tic, tac, tic. El reloj marcaba la hora al revés.

Un día Viveca se despertó y observó sus manos, y vio que se habían vuelto pequeñas y tersas. Estaba repleta de energía, así que se incorporó de golpe en la cama. Ya, ya, por fin. ¡Se había transformado en una niña pequeña! Oyó ladridos de perro en el suelo y, de repente, un collie dorado se subió a la cama y le lamió el rostro. Se trataba de Blanker, que se había despertado.

¡Su Blanker!

Viveca empezó a reír, ja, ja, ja. Se sentía tan feliz… Ya no estaba sola en la casa de piedra, y abrazó a Blanker tan fuerte como pudo.

Pero al fin levantó la cabeza y escuchó. Se oía ruido en la planta baja. Los huesos resonaban.

Blanker gruñó. Corrió hacia la puerta y ladró. ¡Mal asunto! Viveca oyó el sonido de algo grande y pesado que había empezado a moverse allí abajo…

Cuando Jan ha llegado a este punto del libro ilustrado, de pronto suena el timbre de la puerta con un alegre tintineo.

Se sobresalta y mira hacia el recibidor. ¿Quién anda ahí? Jan ha pasado ocho horas con los niños de la escuela infantil, ahora desea estar en paz.

El timbre sigue sonando. Esconde a toda prisa los libros ilustrados en uno de los cajones de la cocina, y a continuación se dirige al recibidor para abrir la puerta.

—¡Hola, Jan!

Un hombre rubio y sonriente se encuentra en el rellano de la escalera. Se trata de Lars Rettig, del Bills Bar. Viste su chaqueta de cuero.

—¿Molesto?

Jan siente que no tiene escapatoria, pero niega con la cabeza.

—No… no te preocupes.

—¿Puedo entrar?

—Sí, claro. Un momento.

El frío nocturno de la calle que impregna la chaqueta de Rettig se esparce por el recibidor cuando se quita los zapatos y pasa al salón. Sostiene una bolsa de plástico en la mano.

—Disculpa que entre así tan deprisa… No quería charlar en la escalera.

Mira los muebles y las cajas de cartón repartidos a lo largo de las paredes.

—Vaya, tienes cantidad de porquería acumulada.

—No es mía —se apresura a responder Jan—. Estoy de realquilado.

—Ah —dice Rettig desde el sofá, y sigue mirando alrededor—. También tienes una batería… ¿Tocas?

—Un poco.

—¡Estupendo! —Rettig le guiña un ojo, ha tenido una idea—. Entonces podríamos improvisar juntos alguna vez. Nuestro batería acaba de ser padre, así que no puede asistir a todos los ensayos.

—De acuerdo —dice Jan, sin pensarlo. Siente una extraña emoción ante la perspectiva, pero no deja que se note—. Quizá pueda ayudaros a llevar el ritmo, si queréis… pero no soy muy bueno.

Rettig ríe.

—Qué modesto. Bueno, podemos probar, ¿no?

Saca algo de la bolsa. Se trata de un humeante kebab con pan de pita, envuelto en papel de aluminio. Lo observa con ojos hambrientos, antes de mirar a Jan.

—¿Quieres?

—No, gracias… pero come tú.

Jan cierra la puerta de la calle y se queda en el umbral de la sala.

—¿Cómo sabes dónde vivo?

—Lo busqué en el ordenador del hospital. Allí está la dirección de todos los empleados. —Rettig le da un bocado al kebab—. ¿Cómo es la guardería?

—Está bien… pero se trata de una escuela infantil.

—Vale, la escuela infantil.

Jan guarda silencio unos segundos antes de preguntar:

—¿Así que trabajas de verdad en Santa Patricia?

—Sí. Cuatro noches a la semana, mucho tiempo libre. Aprovecho esos días para tocar con los Bohemos.

—¿Y trabajas de guardia?

Rettig niega con la cabeza.

—No, me gusta más la palabra «cuidador» que la palabra «guardia». Trabajo con pacientes… no contra ellos. La mayoría son muy tranquilos.

—¿Y los ves muy a menudo?

—Todos los días —responde Rettig—. O mejor dicho, todas las noches.

—¿Y sabes sus nombres?

—Casi todos —replica Rettig, y da otro bocado—. Pero de vez en cuando aparecen caras nuevas. Unos salen, otros entran.

—Pero conoces el nombre… de los que llevan más tiempo, ¿verdad?

Rettig alza la mano.

—Cada cosa a su tiempo… Podemos hablar de nuestros huéspedes, pero antes tienes que decirme si te has decidido.

—¿A qué?

—A ayudarlos.

Jan da un paso al interior de la habitación.

—Tendrás que contarme algo más… En el Bills Bar dijiste algo acerca de que hay muchas prohibiciones en el hospital.

Rettig asiente.

—De eso se trata. En Patricia hay demasiada burocracia y demasiadas reglas… sobre todo en las áreas de aislamiento. La seguridad diurna lo controla todo allí arriba.

—¿Tus compañeros de día?

—Sí. —Rettig suspira apesadumbrado al pensar en ellos, levanta la vista hacia el techo—. Los pacientes no pueden escribir cartas a quienes quieran, y controlan su correo. Apenas pueden ver la televisión o escuchar la radio, los registran constantemente…

Jan asiente, recuerda cómo tuvo que mostrar su bolsa a la entrada.

—Sencillamente, uno se harta de tanta vigilancia —añade Rettig—. Algunos compañeros del hospital hemos hablado mucho sobre esto, y creemos que los pacientes que se portan bien deberían tener más contacto con el mundo exterior.

—¿Ah, sí?

—A través de cartas, por ejemplo —prosigue Rettig—. Hay gente que escribe a los pacientes. Se trata de padres, amigos, hermanos… Pero los de seguridad diurna interceptan el correo. O abren los sobres y fisgonean… Así que queremos introducir las cartas.

Jan lo observa.

—¿Cómo lo haríais? El personal de la escuela infantil no tiene acceso al hospital.

—Sí —le interrumpe Rettig apresuradamente—. Tú puedes, Jan… Tú y tus niños.

Jan guarda silencio, así que Rettig prosigue:

—Podéis subir a la sala de visitas sin ser observados. Allí no hay cámaras, ningún control. Y por las noches esa habitación está completamente desierta. Cualquiera podría subir y dejar un fajo de cartas… cartas que yo puedo recoger e introducir en el hospital.

Jan echa una rápida mirada alrededor, como si el doctor Högsmed estuviera detrás de él en el apartamento.

—Y las cartas —inquiere—, ¿de dónde proceden?

Rettig se encoge de hombros.

—De gente que escribe cartas. La gente envía toda clase de cosas al hospital, pero la mayor parte son interceptadas. Así que me he hecho amigo de uno que trabaja en Correos, aquí en la ciudad… Ha empezado a apartar todas las cartas manuscritas dirigidas a pacientes de Santa Patricia. Luego me las pasa a mí.

Rettig parece satisfecho, pero Jan no sonríe.

—Entonces, ¿se trata de cartas de desconocidos? ¿No sabéis qué hay dentro?

—Sí, lo sabemos —responde Rettig—. Son papeles, palabras escritas… Simples cartas.

Jan lo observa con desconfianza.

—No voy a introducir drogas.

—No son drogas —replica Rettig—. Nada ilegal.

—Pero infringís las reglas.

—Sí —asiente Rettig—. Pero eso mismo hizo Mahatma Gandhi. Por una buena causa.

Se hace un silencio. Jan carraspea.

—¿Me puedes contar algo más de los pacientes?

—¿De cuál de ellos?

Jan no quiere pronunciar el nombre de Rami, aún no.

—He visto a una señora mayor allí arriba —dice—. Tiene el pelo gris, lleva un abrigo negro. Se pasea al otro lado de la verja recogiendo hojas… Me pregunto si trabaja en Santa Patricia, o si es una paciente.

Rettig ha dejado de sonreír.

—Una paciente —responde en voz baja—. Está internada, se llama Margit. Pero no es tan vieja como aparenta.

—¿No? La he visto junto a la verja. Se queda mirando a los niños.

—Lo hace desde que abrieron la escuela infantil —explica Rettig—. Cuando la dejan salir al jardín va siempre allí y se queda junto a la verja.

—¿Le gustan los niños?

Rettig guarda silencio de nuevo.

—Margit tenía tres hijos —dice al cabo de un rato—. Estaba casada con un cultivador de patatas de Blekinge… Eso fue hace veinticinco años. Su marido solía marcharse de la granja los viernes para ir a reunirse con sus clientes en la ciudad. Pero un día Margit se enteró a través de una vecina de que él tenía una habitación en el hotel de la ciudad, una habitación para verse con una amiga… quizá con varias. Así que se dirigió al armario de las armas y cogió la escopeta de su marido.

Jan lo mira fijamente.

—¿Fue al hotel y le disparó?

Rettig niega con la cabeza.

—Se llevó a los niños al establo y les disparó. Primero a los dos mayores, un tiro a cada uno, luego cargó la escopeta y le disparó al más pequeño… —Rettig suspira—. Lleva encerrada desde entonces.

Se hace el silencio en la habitación. Rettig deja de comer. Se sacude, como si deseara olvidar todo lo que ha relatado, y prosigue:

—Pero a Margit la tienen apartada de tus niños de la escuela infantil, no hay por qué preocuparse. La mantienen alejada de todos los niños.

Jan abre la boca lentamente.

—No quiero saber más.

—Ahora ya lo sabes —responde Rettig en voz baja—. Hay muchas cosas de la gente que te rodea que uno preferiría no saber… Yo sé demasiado.

—¿De los pacientes?

—De todo el mundo.

Jan asiente despacio. Piensa en los libros ilustrados que ha ocultado en la cocina. Él tiene sus propios secretos.

—Y lo que hay que introducir —dice Jan— son solo cartas. ¿Nada más?

—Ni drogas, ni armas, solo cartas —contesta Rettig, y añade—: ¿Qué te imaginas, Jan? Yo trabajo allí dentro. ¿Crees que deseo que gente como Ivan Rössel consiga drogas o cuchillos?

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