El Hada Carabina (27 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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—Prometido —suelta el gordo Ponthard arrellanándose cómodamente en su sillón.
—Pues bien —explica Pastor—; cuando estoy ante cabrones de su clase, pongo la jeta que luzco ahora y les digo lo siguiente: tengo cáncer, me quedan como máximo tres meses, de modo que no tengo porvenir alguno, ni en la policía ni en ninguna parte, por lo tanto el problema es sencillo, firmáis u os mato.
Requetesilencio.
—¿Y funciona? —pregunta por fin Ponthard, lanzando una mirada guasona a Cercaire.
—Con su hija funcionó muy bien, Ponthard.
(Hay silencios que lavan más blanco. El largo palmito de Ponthard-Delmaire acaba de pasar por esa colada.)
—Pues bien, conmigo no funcionará —declara Cercaire con una gran sonrisa.
Una sonrisa demasiado abierta, pues Pastor acaba de hundir en ella el cañón de una pipa que no se sabe de dónde ha salido. Hace un ruido muy chusco al penetrar en la boca del comisario. Pastor, de paso, ha debido de romperle uno o dos dientes. La cabeza de Cercaire se encuentra clavada en el respaldo de su sillón. Por dentro.
—Vamos a probarlo —dice tranquilamente Pastor— Escúcheme bien, Cercaire: ¿ha visto mi pinta? Tengo, pues, un cáncer, me quedan como mucho tres meses, de modo que no tengo porvenir alguno, ni en la policía ni en ninguna otra parte; por lo tanto el problema es sencillo: o firma o lo mato.
(A mi entender, el tipo tiene realmente un cáncer. Semejante jeta es increíble.) Aparentemente, el comisario Cercaire no ha hecho mi mismo diagnóstico. Tras unos momentos de vacilación, se limita, por toda respuesta, a levantar el dedo medio de su mano derecha y blandido ante las narices de Pastor. El cual Pastor oprime el gatillo de su arma, y la cabeza del comisario estalla. Otro tipo transformado en flor. No ha hecho un ruido extraordinario, pero tapiza de rojo toda la superficie disponible. Sobre los hombros de Cercaire sólo queda una mandíbula, una mandíbula inferior que no acaba de creerse que ha escapado al estropicio, a juzgar por su aspecto de intensa estupefacción.
Cuando Pastor se yergue y deja caer el arma ensangrentada en la mesa de Ponthard-Delmaire, tiene el aspecto más muerto que el muerto, y no es decir poco. Ponthard, por su parte, está muy vivo. Con la vivacidad que su corpulencia le permite, toma la pistola y comienza a vaciar el cargador contra Pastor. Pero vaciar un cargador ya vacío nunca ha producido mucho daño. Pastor entreabre entonces la chaqueta de Cercaire, toma el arma de servicio de su funda —un hermoso chisme, especial para comisario, cromado, nacarado y todo lo demás— y apunta hacia la ancha persona del arquitecto.
—Muchas gracias, Ponthard. Necesitaba sus huellas en esta P.38.
—También están las suyas —masculla el enorme.
Pastor muestra su mano vendada, cuyo índice ha sido cuidadosamente esparadrapado.
—Desde ayer por la noche, gracias a sus matones, mi mano ya no deja huellas. Bueno, Ponthard, ¿firma la declaración o lo mato?
(Bueno, por un lado le gustaría no firmar, pero por el otro...)
—Escúcheme, Ponthard, no lo piense demasiado, las cosas parecen muy sencillas. Si lo mato, lo haré con el arma de Cercaire. La pondré en alguna parte, cerca de su corazón, y se habrán matado mutuamente en un cuerpo a cuerpo algo brutal. Si firma, Cercaire se habrá simplemente suicidado. ¿Comprende?
(Los verdaderos problemas aparecen siempre cuando se comprende demasiado.) El asiento sobre el que Ponthard-Delmaire se deja caer por fin, parece haber sido especialmente concebido para soportar la desesperación de los obesos: aguanta valientemente el golpe. Tras haberlo pensado más de un minuto, Ponthard-Delmaire tiende por fin una mano resignada hacia su declaración. Mientras firma, Pastor limpia cuidadosamente el cañón y la culata de la P. 38, pone en el cargador las balas que faltan y coloca el arma en la mano de Cercaire, cuyo dedo medio puede doblarse por fin.
Tras ello, pura rutina administrativa, Pastor solicita por teléfono a un tal Caregga que vaya a detener al llamado Arnaud Le Capelier, en su domicilio o en el Secretariado para las Personas de Edad, si está allí.
—Caregga, le dices al tal Arnaud que Edith Ponthard-Delmaire lo ha comprometido hasta las cejas, que el padre de Edith, el arquitecto, ha cantado, y que el comisario Cercaire se ha suicidado. Sí, sí, Caregga, suicidado. ¡Ah, lo olvidaba! Dile también que lo interrogaré personalmente esta noche. Y si mi nombre no le dice nada, explícale que soy el hijo adoptivo del Consejero Pastor y de su esposa Gabrielle; eso le refrescará la memoria. Hizo que los asesinaran a ambos.
Pausa. Y, con voz muy dulce:
—Caregga, no le dejes saltar por la ventana o tragarse una bolita, ¿eh? «Lo quiero vivo», como se dice en los westerns. Lo quiero vivo, Caregga, por favor...
(La dulzura de aquella voz... Pobre Arnaud, con su hermosa raya en medio, dividiendo en dos la rubia masa de sus cabellos, pobre Arnaud, devorador de abuelos...)
—¿Caregga?, mándame también una ambulancia y un furgón. Y avisa al comisario Coudrier de la muerte de Cercaire, ¿quieres?
Clic. Ha colgado. Luego, sin volverse hacia la puerta tras de la que no me he perdido ni una coma del crimen y todo lo demás:
—¿Sigue ahí, señor Malaussène? No se marche, tengo que devolverle algo.
(¿Devolverme? ¿Él? ¿A mí?)
—Tome.
Sin mirarme también, ¡me tiende un sobre de papel grueso con el nombre del inspector VANINI!
—Tuve que tomar prestadas las fotografías como cebo para estos caballeros. Recupérelas, podrán ser útiles a su amigo Ben Tayeb. Van a liberarlo.
Tomo las fotografías con la punta de los dedos y me largo volando, de puntillas. Pero:
—No, no se vaya, tengo que pasar por su casa para arreglar algunos detalles.
35

 

—Eso es todo, hermosa dama: ya está.
Pastor se ha arrodillado junto a la cama. Le habla a Julia como si ella se limitara a mantener los ojos cerrados.
—Los malos están muertos o en la cárcel.
Evidentemente, Julia no se inmuta. (¡Sería el colmo, vamos!)
—Le prometí que los detendría, ¿lo recuerda?
La voz es dulce. (Una verdadera dulzura, esta vez.) Diríase que le tiende la mano a un niño caído en las profundidades de una pesadilla.
—Pues bueno, he cumplido mi palabra.
Toda la familia, reunida allí, se deshace literalmente de amor por ese inspector angelical, que parece tan joven, cuya voz es tan apaciguadora...
—Dígame, hermosa dama, ¡tuvo usted que acojonarlos mucho para que cometieran tantos errores!
Y sin embargo es cierto que ahora tiene aspecto angelical... Su rostro se ha recompuesto. Un rostro más bien rosado y fresco, donde los ojos no excavan cavernas y cuyos bucles tienen la suavidad propia de los cabellos de los niños muy pequeños. ¿Qué edad puede tener?
—¡Bien!, ha ganado usted su batalla.
(¡De todos modos, yo lo he visto transformar a un tipo en flor, ni siquiera hace una hora!)
—Gracias a usted, se lo pensarán dos veces antes de pro ceder a nuevos internamientos arbitrarios.
Es una larga conversación, la de esos dos, se nota. Ella, atrincherada tras el enigma de su media sonrisa y él paciente, hablando solo, no como si estuviera dormida sino, al contrario, como si estuviera plenamente allí, por completo de acuerdo con él. Y eso difunde una musiquita de intimidad que me envenena la sangre.
—Sí, habrá un proceso, las víctimas a las que usted salvó testimoniarán...
El doctor Marty, que ha venido a casa para cuidar a mi Julia, pone una jeta muy rara. Debe de preguntarse si es una costumbre doméstica eso de dar conferencias a los moribundos y a los comatosos.
—Pero falta un documento importante en el expediente, hermosa dama...
(A decir verdad, ese asesino mundano comienza a tocarme los huevos con sus «hermosas damas» susurradas en los indefensos oídos de mi Julia.)
—Me falta su artículo —murmura Pastor inclinándose más.
Julius el Perro, con la cabeza doblada y la lengua colgante, da la impresión de asistir a una clase algo fuerte para él. En su esfuerzo de concentración puede «verse» el hedor que de él brota.
—Necesitaré comparar mi investigación con su artículo. Espero que no tenga usted inconveniente.
Y la conversación adopta un tonillo profesional.
—Naturalmente, no me pondré en contacto con ningún periodista, tiene usted mi palabra.
Hay que ver la cara de mamá y de las chicas: ¡puro éxtasis! La de los muchachos: ¡veneración! La de los viejos: ¡la adoración de los magos! (¡Eh, familia, no jodáis, ese tío acaba de saltarle la tapa de los sesos a un tipo sin más emoción que si se tratara de una sandía!)
—Y también me gustaría saber algo más.
Esta vez está muy cerca de mi Julia.
—¿Por qué corrió usted tantos riesgos? Sabía que la habían descubierto, sabía lo que iban a hacerle, ¿por qué no lo dejó correr? ¿Qué la impulsaba? Esta vez no era sólo el oficio, ¿verdad? ¿De dónde salía esa necesidad de defender a los viejos?
Muy rígida sobre sus rígidas piernas, Thérèse luce su fruncido de cejas profesional; a juzgar por su mirada, considera que el tipo sabe lo que lleva entre manos. Lo que viene le da la razón, palabra.
—Vamos —dice Pastor en voz algo más alta, con una dulzura suplicante—, realmente necesito saber. ¿Dónde escondió su artículo?
—En mi coche —responde Julia.
(Sí, eso es, acaban de leer lo que acabo de oír: «En mi coche», ¡¡responde Julia!!) «¡Ha hablado!» «¡Ha hablado!» Exclamaciones de gozo, precipitaciones en todo sentido, y yo, tan aliviado, tan feliz, pero tan aniquilado por los celos que me quedo allí, como si aquel júbilo no me concerniera. Apenas si oigo al doctor Marty diciéndome:
—Sea bueno, Malaussène, cuando necesite un auténtico milagro en el hospital, mándeme a alguien de su casa.

 

Hablaba ahora desde hacía mucho rato, tenía una voz algo fuera del tiempo, hablaba desde otra parte, desde muy lejos, o desde muy arriba, pero con palabras muy suyas, las mismas. Cuando Pastor le había preguntado dónde podía estar su coche, ella repuso, con aquella extraña voz de hada, algo gangosa:
—Es usted pasma, ¿no? Debiera saberlo: en el depósito, claro, como de costumbre...
Han venido luego las explicaciones sobre las razones de su empecinamiento en aquella lucha. Pastor había tenido razón: aquello no era sólo obstinación profesional. En Julia, el deseo de investigar sobre los viejos drogados venía de más lejos. No. No conocía a ninguno de los jefes de la banda, ni al arquitecto, ni al comisario de división, ni al apuesto Arnaud Le Capelier, no tenía que arreglar cuentas con nadie, salvo con Monseñor el Opio. Sí, sencilla y llanamente, con Monseñor el Opio y todos sus derivados.

 

Una vieja historia entre el opio y Julie. Antaño, se habían disputado el mismo hombre. Aquello comenzó en su infancia (y es para llorar, esa voz que adopta al contarnos eso, esa vocecita que brota de aquel gran cuerpo de mujer leopardo).
Julie se recordaba en las montañas del Vercors, en compañía de su padre, el ex gobernador colonial Corrençon, «el hombre de las Independencias», como lo llamaban los periódicos de la época, o «el sepulturero del Imperio», que eso dependía.
Tenían allí, padre e hija, una vieja granja someramente reparada, Les Rochas, donde se refugiaban lo más a menudo posible. Julie había plantado fresas. Dejaban crecer las malvarrosas. «El hombre de las Independencias»... «El sepulturero del Imperio»... Corrençon había sido el primero que pudo negociar con el Vietminh cuando las matanzas eran evitables todavía, y había sido el artesano de la autonomía tunecina, también; el hombre de Mendès-France y, luego, el de De Gaulle cuando fue necesario devolver el África negra a sí misma. Pero, para la niña, era el Gran Geógrafo.
(Tendida en esa cama, rodeada ahora de una familia que no es la suya, Julie recita con su voz de niña.)
Recitaba los nombres de todos aquellos que habían pasado por allí, por la granja de Les Rochas, y que habían forjado la independencia de sus naciones. Su voz de niña pronunciaba los nombres de Ferhat Abbas, Messalí Hadj, Ho Chi Minh y Vo Nguyen Giap, Ibn Yusuf y Bourguiba, Léopold Sédar Senghor y Kwame Nkrumah, Sihanuk, Tsiranana. Se mezclaban otros nombres, de resonancias latinoamericanas, que databan de la época en que Corrençon jugaba a ser cónsul en el continente hermano de África. Los Vargas, los Arraes, los Allende, los Castro, y el Che (¡el Che!, un barbudo luminoso cuyo retrato iba a encontrar, años más tarde, colgado en todas las alcobas de muchacha).
En un momento u otro de su vida, la mayoría de aquellos hombres habían pasado por Les Rochas, por aquella granja perdida del Vercors, y Julie recordaba al pie de la letra las apasionadas conversaciones que los oponían a su padre.
—¡No intenten escribir la Historia, limítense a devolver sus derechos a la Geografía!
—La geografía —respondía el Che con su carcajada— son los hechos que se desplazan.
Aquellos hombres solían estar en el exilio. Algunos tenían la policía pisándoles los talones. Pero, en compañía de su padre, todos tenían la alegría ruidosa de la gente de la construcción. Hablaban en serio y, de pronto, comenzaban a jugar.
—¿Qué es una colonia, alumno Giap? —preguntaba Corrençon en el tono de un maestro colonial.
Y Vo Nguyen Giap, para hacer reír a la pequeña Julie, Vo Nguyen Giap, que iba a convertirse en el vencedor de Dien Bien Phu, respondía imitando la cantinela de un escolar:
—Una colonia es un país cuyos funcionarios pertenecen a otro país. Ejemplo: Indochina es una colonia francesa. Francia es una colonia corsa.
Una noche de tormenta, el rayo cayó muy cerca de Les Rochas. La bombilla de la cocina estalló, lanzando estrellas de fuego exactamente como un fuego de artificio. La lluvia comenzó a caer como si el cielo se vaciara de pronto. Allí estaba Ferhat Abbas y otros dos argelinos cuyos nombres Julie había olvidado. Ferhat Abbas se levantó bruscamente y se lanzó al exterior donde, bajo una tempestad de apocalipsis, había gritado:
—¡No seguiré hablando en francés con los míos, les hablaré en árabe! ¡No los llamaré «camaradas», los llamaré «hermanos»!

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