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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (5 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—Ya.

—Mañana hablaremos. Será mejor que te duermas.

—Es lo que trataba de hacer cuando has llamado.

—No me abronques. Pasa a buscarnos por el nuevo estudio sobre las diez. Así tendremos tiempo de enseñártelo antes de ir a la reunión.

—De acuerdo, pero nada de recibirme con una tacita de ese té tuyo. Compra un café decente, que por las mañanas no me siento muy zen.

Yozo colgó dejando suspendida una risotada.

Emilian colocó el móvil de nuevo sobre la mesilla. Durante unos segundos aguantó la respiración sin moverse. La habitación, de tan silenciosa, le pareció hermética. Giró la cabeza hacia el ventanal —un cuadro negro salpicado de diminutas luces— y volvió a pensar en la vez que viajó a Tokio con Veronique. Fue cuando comenzaba a gestar el proyecto y ella todavía le apoyaba. Se alojaron en el Park Hyatt. Trataron de conseguir la misma habitación que ocupó Bill Murray en la película
Lost in Translation
, pero la recepcionista negó con una cautivadora sonrisa sin llegar a especificar si la habitación no estaba disponible o si no sabía de qué le estaban hablando. Al menos pudieron cenar en el bar de la última planta donde Murray ahogaba sus penas en whisky la noche que conoció al personaje de Scarlett Johansson. Se sentaron en los mismos taburetes que ellos y jugaron a hablar como si también se estuvieran conociendo, lanzándose miraditas mientras el cuarteto de jazz interpretaba
As Time Goes By.

La echó mucho de menos. Una mueca dura se esculpió en su rostro. El proyecto merece cualquier sacrificio, se dijo, no puede llover hacia arriba. Encendió la televisión. Estaban retransmitiendo un reportaje sobre las bombas atómicas. Con motivo del aniversario de la entrada en vigor del Tratado de No Proliferación Nuclear, se habían organizado en algunas ciudades japonesas una serie de actos en recuerdo de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki para exigir el completo desmantelamiento de los arsenales de las potencias. Permaneció un rato contemplándolo aturdido. Imágenes aéreas en blanco y negro, el hongo, fotos de cuerpos carbonizados entre los escombros y vivos saliendo de entre el humo, sobrecogedores testimonios de supervivientes que habían perdido a todos los miembros de su familia... Sintió la necesidad de cambiar de canal, pero todos estaban inundados de publicidad vertiginosa y platos de colores vivos. Volvió al documental sobre las bombas. Cerró los ojos. Era doloroso recordar, con el llanto de los huérfanos de Nagasaki como banda sonora, la imagen de Veronique alejándose tras la última conversación que mantuvieron en un pasillo del Palacio de las Naciones, dejando tras de sí una estela de mármol frío y gris.

Para cuando salió del hotel, la ciudad llevaba horas despierta. Mientras cruzaba la pasarela que conducía a la estación de metro —a la vista del atasco decidió prescindir de taxis—, respiró hondo el humo de los vehículos y se convenció de que su proyecto era un regalo para los políticos japoneses.

Aquella aventura había comenzado varios años atrás; en realidad era la sublimación de toda su vida profesional. Emilian, obsesionado desde niño con cualquier causa encaminada a la protección del medio ambiente, decidió dedicarse a construir —en la más pura acepción del término— un mundo mejor. Cursó arquitectura en Ginebra y obtuvo unas calificaciones excelentes y dos becas en Massachusetts y Zurich relacionadas con urbanismo sostenible, por lo que desde el primer día le llovieron ofertas para incorporarse a los estudios más reputados de Suiza. A la hora de escoger, más que el prestigio o el sueldo que fuera a cobrar, lo que primó fue que sus jefes compartiesen su particular visión de cómo debían ser las ciudades del futuro. No terminaba de cuajar en ninguno de los estudios y tampoco le temblaba el pulso cuando se despedía, por lo que fue saltando de uno a otro hasta que entendió que la solución era tan sencilla como instalarse por su cuenta. Fue entonces cuando empezó a dar lo mejor de sí mismo. Su actitud podía resultar caprichosa y a veces se mostraba un tanto excéntrico —siguiendo el estereotipo de los genios—, pero era cierto que trabajando a su aire rendía como cien. Al tiempo que desarrollaba proyectos urbanísticos por encargo y hacía labores de consultoría medioambiental, colaboraba con varias organizaciones internacionales —incluso llegó a embarcarse en alguna de las misiones más virulentas de Greenpeace— y aún tenía tiempo para seguir confeccionando informes para el IPCC de la ONU.

Ese absorber y verter conocimientos de forma ininterrumpida culminó en su obra de madurez: el Carbon Neutral Japan Project, tal y como rezaba la carátula del portafolio archivado en el Mac que llevaba consigo. Consistía en una isla urbanizada para parque empresarial y zona residencial autoabastecidos por un reactor nuclear submarino de última generación, con cero emisiones de C0
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. Cero emisiones, su sueño hecho realidad. Sin ningún tipo de carburante ni otras fuentes energéticas contaminantes, sólo fisión atómica limpia y sujeta a los más modernos estándares de seguridad. Y además con la posibilidad de que, una vez que la isla llegase a autoabastecerse con futuras fuentes energéticas cien por cien ecológicas —tal era su aspiración definitiva para un futuro no tan lejano—, la movilidad del pequeño reactor permitiría aprovecharlo en otra ubicación.

El que alguien con su perfil de activista apoyase con tanta convicción la energía nuclear no dejaba de resultar chocante a quienes le conocían. Pero lo cierto era que un sector cada vez mayor de científicos consideraba la fuente atómica la menos mala de las disponibles, dado que las verdaderamente inocuas y a su vez carentes de riesgos resultaban tan caras que por el momento sólo se utilizaban en el mundo de las utopías. El propio Japón, a pesar de haber sufrido en su pasado reciente las más horrendas derivaciones del progreso nuclear en forma de bombas atómicas, había hecho una importante apuesta por la construcción de nuevas centrales hasta alcanzar un número de cincuenta y cinco. Tratándose de un archipiélago sin recursos energéticos suficientes para proveer a su enorme economía, podía afirmarse que el futuro del país había llegado a depender de ellas: producían la tercera parte de su electricidad, le liberaban del yugo de los exportadores de petróleo y favorecían el plan Cool Earth 50, un ambicioso programa liderado por Japón ante el G8 dirigido a reducir a la mitad las emisiones contaminantes para el año 2050. Emilian conocía bien aquellos datos. De hecho disponía de toda la información existente por su colaboración con el IPCC, por lo que no dudó en presentar la memoria inicial de su innovador proyecto al Gobierno Metropolitano de Tokio.

Acertó de pleno. El gobernador atisbo de inmediato la posibilidad de utilizar aquella propuesta para reactivar el compromiso con la ecología que, siguiendo la tendencia del gobierno central, asumió en la campaña electoral y decidió subirse al carro. Consideró que se apuntaría un tanto apoyando un prototipo que a buen seguro terminaría reproduciéndose en otras ciudades. Emilian casi no lo creía cuando, pocos días después de la primera reunión, el gobernador en persona le comunicó que estaba dispuesto a apoyar el Carbon Neutral Japan Project, llegando incluso a proponerle que lo desarrollase en una isla sin urbanizar situada no muy lejos de la bahía de Tokio, con capacidad para mil empresas y un millón de personas.

A partir de ese anuncio resultó sencillo captar la atención de algunos importantes promotores a escala mundial, quienes dejaron patente su interés en ejecutar las obras y quedaron a la espera de que el Gobierno Metropolitano concediese a Emilian las licencias definitivas. En cuanto las tuviera en su mano le comprarían el proyecto por una suma de escándalo. No cabía en sí de gozo; sabía que había llegado a lo más alto, por lo que abandonó otros trabajos que tenía entre manos y se puso a diseñar día y noche para adaptar la memoria inicial a los parámetros de la isla. Había invertido en ello dos años de su vida y todos sus ahorros —incluyendo la escueta herencia de sus padres y lo que obtuvo de hipotecar la vivienda de Ginebra que tenía pagada desde hacía una década—, pero no sentía ningún vértigo. Su proyecto de isla sin emisiones de CO
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iba a convertirse en un referente a escala mundial.

Se apeó en la estación de Shinjuku, el barrio de oficinas invadido por rascacielos e incombustibles neones. Sin llegar a salir a la calle, enfiló un corredor subterráneo repleto de tiendas. Compró un bollo en un establecimiento de repostería francesa —tal y como le había dicho a Yozo unas horas antes, la mañana era el único momento del día en que renunciaba a la gastronomía nipona a cambio de un buen café y algo dulce— y caminó a través de aquel mundo paralelo, varios metros bajo el suelo, hasta que se introdujo en un ascensor de cristal que le impulsó hacia el cielo de los grandes empresarios.

Las puertas se abrieron frente a un distribuidor desde el que se accedía al nuevo estudio de sus amigos. No habían escatimado ni dinero ni creatividad en la reforma. Semejaba un gran jardín abierto al vacío, con unos ventanales del suelo al techo que, una vez superado el vértigo inicial, incitaban a volar. De eso se trataba, de que la imaginación de los proyectistas volase hacia terrenos inexplorados. Si Emilian hubiese tenido un estudio propio le habría gustado que fuese así.

Recordó la primera vez que vio a sus amigos Yozo y Tomomi. Fue en Kioto, en el aperitivo que se sirvió después de su ponencia. Ya por aquel entonces, aquella atractiva pareja de arquitectos —que compartían su vida sentimental además de los lápices y las escuadras— apuntaba algo más que buenas maneras en el disputado mundo del urbanismo japonés. Pero lo que más le atrajo de ellos fue el compromiso con las tecnologías limpias que, como seña de identidad, marcaba sus diseños. Comenzaron a intercambiar frecuentes correos, a compartir informes e ideas, y poco a poco se forjó entre los tres una sincera amistad que culminó con su colaboración profesional en el Carbon Neutral Japan Project. Yozo y Tomomi le habían provisto del soporte técnico y humano necesario para confeccionar los planos y la maqueta de su revolucionaria idea.

Una empleada del estudio le pidió que esperase en una pequeña sala con sillas metálicas de cuero blanco y fue a avisar a sus jefes, los cuales aparecieron al momento desplegando una amplia sonrisa.

—¡Ya era hora de que vinieras a vernos! —exclamó Tomomi mientras le daba un abrazo y dos besos a la europea.

—Estás guapísima. —Emilian se apartó un poco hacia atrás para mirarla bien—. Cada día más sofisticada, ¿dónde vas a ir a parar? —bromeó con voz grave, acariciando un pañuelo de seda que llevaba al cuello—. Pareces un personaje de Woody Allen.

—El
look
de las arquitectas de Tokio es demasiado minimalista. Prefiero el toque parisino —dijo ella riendo mientras adoptaba una pose de artista, curvando su delgadez y acariciando su propio cabello cortado a la altura de la barbilla.

Emilian se volvió hacia Yozo. Se dieron un fuerte abrazo.

—Vosotros sí que parecéis sacados de una película —les aseguró Tomomi—. Vaya dos hombres de lujo que tengo para mí sola. —Bajó la voz en actitud cómplice—. Demos una vuelta por el estudio para que las nuevas delineantes disfruten del material.

Era cierto que ambos llamaban la atención. Yozo parecía el maniquí de una boutique de moda; rondaba los cuarenta, pero vestía como un universitario y lucía un corte de pelo un tanto extremo que contrastaba con su expresión serena. Emilian tampoco tenía problemas para seducir a las japonesas, dados sus modales exquisitos y un delicado lenguaje corporal que no le robaba un ápice de masculinidad. Tenía treinta y ocho años, un cuerpo que mantenía a raya gracias a que, cuando estaba en Ginebra, corría cada mañana durante una hora por la orilla del lago Leman, y un rostro con aire de galán de los cincuenta favorecido por el flequillo castaño que caía sobre su frente y que propiciaba su aspecto desenfadado. Solía vestir de oscuro, siempre sin corbata, incluso cuando le tocaba reunirse con los mandatarios que acudían a los congresos del IPCC en la ONU.

Iniciaron su periplo por el estudio. Yozo y Tomomi tenían unas treinta personas trabajando para ellos, y casi la mitad dedicadas últimamente al Carbon Neutral Japan Project. Cuando terminaron la visita se detuvieron frente a una cristalera desde la que se obtenía una impactante vista del barrio de Shinjuku.

—Este lugar es una maravilla —dijo Emilian.

—Sólo tienes que pedírnoslo y te habilitaremos un despacho de inmediato —dijo Yozo.

—Eres tremendamente generoso, pero no puedo aceptar.

—¿Por qué no? Sabes que a partir de hoy te llegarán encargos importantes, y si estuvieras aquí podríamos trabajar con mucha más fluidez. ¿Qué te retiene ya en Ginebra?

—¿Cómo puedes tener tan poco tacto? —le regañó Tomomi.

—No te enfades —intercedió Emilian—, tu marido tiene razón en eso.

—No hace falta que nos expliques nada —condescendió ella—. No tenemos por qué meternos en tus cosas.

—Vosotros sois mis cosas. Es sólo que no estoy en un buen momento para tomar decisiones de índole personal.

—Da igual el tiempo que pase —insistió Yozo—. Aquí estará siempre tu sitio.

Emilian se volvió hacia el ventanal y hundió la vista en el inmenso océano de hormigón y cristal.

—¿Estás nervioso? —le preguntó Tomomi con dulzura.

—Lo he dado todo por esto.

Yozo lanzó una mirada rápida a Tomomi.

—Eso es lo que se hace con las cosas que amas —acertó ésta a decir.

—También la amaba a ella.

Yozo le puso una mano en el hombro. Emilian buscó entre el bosque de rascacielos el Tokio City Hall, el inmenso edificio que albergaba la sede del Gobierno Metropolitano. Lo contempló durante unos segundos.

—¡Vamos allá! —exclamó de repente, adoptando una nueva actitud de júbilo—. ¡Hagámonos esa foto con el gobernador y urbanicemos la primera isla empresarial sin emisiones de la historia!

—¡Así me gusta! —Yozo rió—. Esta misma tarde tendrás a tus pies a todos los promotores inmobiliarios del mundo suplicándote que les vendas el proyecto. Vas a ser muy rico, querido amigo. ¡Espero que no dejes de trabajar con nosotros!

—No seas tonto.

—Id saliendo entonces —dispuso Tomomi, complacida—. Voy a coger mi portátil.

La esperaron en la puerta charlando de forma distendida sobre la iluminación del estudio. Unos minutos después, extrañado de que su mujer tardase tanto, Yozo se giró para buscarla. La divisó al otro lado del cristal que delimitaba la sala de juntas, hablando por teléfono. Le preocupó su postura, un tanto apocada. Vio cómo dejaba el auricular sobre la mesa y se acercaba con gesto grave.

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