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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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haiku (俳句): poema japonés de diecisiete sílabas; destello fugaz que nos muestra la esencia de las cosas.

Nagasaki, Agosto de 1945: Kazuo, un muchacho occidental afincado en Japón, y Junko, la bella hija de una diseñadora de arreglos florales, han acordado encontrarse en una colina para sellar su amor adolescente con un haiku que esconde un secreto sobre su relación. Minutos antes de que llegue la hora de la cita, la bomba atómica convierte la ciudad en el peor de los infiernos.

Tokio, Agosto de 2010: Emilian Zäch, un arquitecto suizo, asesor de Naciones Unidas y defensor de la energía nuclear, cuya vida está desmoronándose, conoce a una galerista de arte japonesa obsesionada con encontrar al antiguo amor de un familiar.

A través de estas dos historias paralelas y de su sorprendente encuentro final, Andrés Pascual teje una conmovedora trama sobre la importancia de asimilar las tragedias del pasado para afrontar los retos del presente y escribir nuestro propio destino. Un estremecedor canto a la paz, la espiritualidad y el amor.

Andrés Pascual

El haiku de las palabras perdidas

ePUB v1.0

OZN
21.08.12

Título original:
El haiku de las palabras perdidas

Andrés Pascual, 2011.

Traducción: No corresponde

Ilustraciones: Desconocido

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

A mis padres Miguel Angel y Raquel

y a mis hermanos Marta y Miguel,

más allá de los confines de los mapas

y del tiempo de los relojes

Nací al mundo

y con mi muerte lo dejo.

A mil pueblos

las piernas me han llevado,

y a incontables hogares.

¿Qué son todos?

El reflejo de la luna en el agua,

una flor que flota en el cielo...

¡Ho!

GIZAN ZENRA

Nota del autor

No recuerdo desde cuándo me fascina Japón. Es como estar enamorado, de repente no concibes tu vida sin el otro, aunque acabes de conocerlo. Me hipnotiza el ritmo cadencioso de su pueblo, como la caída de las flores de los cerezos. Envidio su capacidad de sacrificio y me asombra cómo resguardan sus emociones tras esos rostros de porcelana. Y su comida... Ay, su comida.

Lo que sí recuerdo hasta el último detalle es mi primer viaje a la tierra del sol naciente. Era el verano de 2009 y tenía un mes por delante para recorrer el país buscando una historia que contar. Desde que bajé del avión comencé a escuchar ecos de viejos templos y eslóganes publicitarios que me mostraban un Japón fascinante. Ni el de los recios samuráis, ni el de los neones de Tokio. Más bien una mezcla delicada y armónica, un brebaje alquímico que me transportaba a un universo que quería explorar, sobre el que necesitaba escribir.

Tras visitar el Museo de la Bomba Atómica de Nagasaki surjió la idea de esta novela. Dos culturas enfrentadas y una trágica historia de amor nacida en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. Una pasión que ni la peor explosión había logrado destruir. Y decidí narrarla desde una doble trama paralela, con dos generaciones de la misma familia como protagonistas. De ese modo podía presentar un Japón más completo y revisar el pasado a partir de debates actuales, como el nuclear. Lo escogí por dos razones: estaba íntimamente relacionado con el holocausto atómico que sirve de escenario a la trama inicial y respondía a un conflicto vigente no sólo en la sociedad nipona sino en todos los rincones del planeta. ¿Energía nuclear o combustibles fósiles? ¿Vale la pena el riesgo con tal de reducir las emisiones contaminantes?

Lo que no podía imaginar, tras dieciséis meses de escritura, era que mientras corregía el último borrador, un terrible terremoto estaba azotando a ese país que se había convertido en mi verdadero protagonista, y que con ello se reavivaba el debate nuclear que yo había planteado desde la pura ficción. Entré en estado de shock. Tenía ante mí quinientas páginas y una responsabilidad aún mayor. Incluso me planteé dar marcha atrás, pero la historia merecía ser contada. Había surgido del amor por una cultura y de un compromiso: que el recuerdo de las bombas no se desvaneciera entre justificaciones y silencios.

Tengo la esperanza de que aquellos que lean este puñado de páginas, en especial el pueblo japonés, perciban el cariño con que están escritas. Deseo desde lo más profundo de mi corazón que su inmensa fortaleza les ayude a superar cuanto antes esta horrible tragedia. Y que las víctimas vivan una nueva existencia tranquila y feliz en el lejano país de sus ancestros.

A.P

1. Demasiadas estrellas fugaces

Nagasaki, 5 de agosto de 1945

C
omo cada tarde, Kazuo se introdujo en el mercado del puerto de camino a su rincón secreto. El polvo de los sacos terreros volvía el aire irrespirable. La sirena de una fragata anclada en la bahía sobrevolaba los puestos desvencijados. Estaba infestado de mendigos, soldados ebrios abrazados a sus fusiles y agentes del servicio secreto Kempeitai que le lanzaban aviesas miradas. Se dio cuenta de que una pareja de prostitutas apoyadas en la barandilla de la casa de té le repasaban de arriba abajo a través de sus burdos maquillajes de geisha. Les devolvió una media sonrisa y siguió adelante con la cabeza erguida. Era consciente de que llamaba la atención. El color dorado de su pelo y sus grandes ojos azules, en los que burbujeaba la rebeldía de sus trece años, delataban sus genes holandeses. Soy el único occidental libre de Nagasaki, solía decir a sus amigos japoneses mientras apartaba con un gesto aprendido el flequillo que le caía sobre la frente. Se sabía diferente y necesitaba demostrar a cada momento que no se escondía por ello.

—¿Qué tal está el doctor Sato? —oyó a su espalda.

Se volvió. Era una anciana que le hablaba desde detrás de unas cajas en las que apenas había restos de tierra y media docena de cebollinos recogidos de forma prematura. Tenía el brazo vendado.

—Bien, muchas gracias.

—Dile que ya no me duele la muñeca. Y que le llevaré arroz a la clínica en cuanto pueda.

—Gracias —repitió el chico.

—¿Adónde vas tan serio? ¡Últimamente siempre andas solo!

No respondió. Se dispuso a seguir cuando un hombre de rostro cetrino que estaba en cuclillas junto a un cesto le lanzó un kabosu, un cítrico verde que crecía en los campos de Usuki. Lo cogió al vuelo y le dedicó una leve inclinación de cabeza. En pleno racionamiento, una pieza de fruta era tan valiosa como una perla.

—Agradéceselo al doctor Sato —dijo el hombre.

Al igual que la anciana, se refería al médico japonés que lo adoptó cuando murieron sus padres. Seguro que también le había atendido en su clínica sin cobrarle un solo yen.

Mientras dejaba atrás el mercado estuvo a punto de morder el kabosu, pero lo guardó en el zurrón que llevaba cruzado a la espalda. Aceleró el paso. Para llegar a su rincón secreto aún tenía que atravesar el barrio de Urakami. Era el más poblado de la ciudad. Resguardado entre colinas de diferentes alturas, estaba repleto de casas de estilo tradicional y modernas fábricas de armamento.

Pasó junto a la Mitsubishi, en cuyos hangares se construían los aviones Zero que pilotaban los kamikaze. Evitó el puesto policial que revisaba la documentación de los obreros e inició el ascenso por las faldas de una colina cercana. En la zona más empinada necesitaba presionar con las manos en sus propias rodillas para impulsarse hacia arriba. Poco antes de llegar, se echó al suelo para sortear una zona tupida de matorrales que, como una alambrada de espinos, parecía colocada allí a propósito para proteger el enclave. Cuando por fin coronó la cima dio media vuelta y se alzó de cara al valle, solitario y regio como un faro que siente la caricia del viento.

Aquel lugar era un oasis en medio de la ciudad en guerra. Estaba aislado del ruido, del humo de los carros de combate, de las escasas raciones de arroz y de los llantos prohibidos de las viudas. Pero lo mejor de todo era que desde allí se divisaba gran parte de la ciudad y esto lo convertía en verdaderamente especial para Kazuo, se obtenía una vista directa del Campo 14, el penal donde estaban confinados los prisioneros aliados.

Se sentó en una piedra lisa que parecía haber sido colocada en la cima a modo de sofá. Sacó unos prismáticos que traía en el zurrón, reguló la ruedecilla de enfoque y comenzó a repasar arriba y abajo los barracones, el patio central, las celdas de castigo enrejadas, las viviendas de los carceleros...

—A ver qué hacéis hoy —se dijo en voz alta.

El día anterior habían traído una nueva remesa de pows, abreviatura de
prisioners of war que
se utilizaba para denominar a los prisioneros de guerra. Serían unos doscientos en total. Salvo un puñado de británicos y australianos, la mayoría eran holandeses capturados en Indonesia. La inteligencia militar japonesa construyó el campo en plena área industrial para utilizarlos como escudos humanos y de momento había dado resultado, ya que la zona se había mantenido virgen a la voracidad de los bombarderos B-29 del general MacArthur.

Kazuo les hablaba como si pudieran oírle. Les insuflaba ánimos mientras veía cómo adelgazaban hasta la extenuación, dejando el poco sudor que les quedaba en el camino de ida y vuelta a la fábrica de ensamblaje de barcos en la que realizaban trabajos forzados. Cuanto más los veía sufrir, más se estrechaba el vínculo que le unía a ellos. Comenzaba a considerarlos verdaderos miembros de su familia.

¿Qué soy?, se preguntaba últimamente. ¿Holandés o japonés? No era fácil de responder...

Sus padres biológicos, el apuesto matrimonio Van der Veer, descendían de dos familias de mercaderes de la colonia de Dejima, una isla artificial situada en la bahía que durante siglos fue el único puerto del país donde estaba permitido el comercio exterior. Dirigían una empresa de exportaciones y disfrutaban de los ingresos extra que les proveía la patente de un barniz para barcos que inventó el siempre inquieto señor Van der Veer. Pero la próspera trayectoria del clan se interrumpió de forma brusca una mañana de 1938. El matrimonio murió en el muelle al ser aplastado por un contenedor de tuercas que se soltó de una grúa y Victor —así se llamaba Kazuo en aquel entonces quedó huérfano. Algunos comerciantes extranjeros acudieron a las autoridades para hacerse cargo de él, pero el testamento del señor Van der Veer disponía que debía ser su buen amigo japonés, el doctor Sato, quien adoptase al niño y se ocupase de gestionar su patrimonio. Era uno de los médicos más respetados de la prefectura, con clínica propia en las faldas de una de las montañas que, como las empalizadas de una fortaleza, protegían la ciudad. Al señor Van der Veer le encantaba ir a visitarle, sentarse en unas hamacas desvencijadas que sacaban al porche y beber té verde mientras contemplaban desde lo alto del barranco cómo se ponía el sol por el mar. Hablaban de política, de comercio, de religión, de arte nipón y siempre, en un momento u otro, de ese niño risueño que había puesto patas arriba la vida del holandés errante, que era como el doctor llamaba a su amigo.

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