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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (7 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—Emilian —sonó neutro al otro lado—, ¿ocurre algo? ¿Desde dónde me llamas?

—Dime que no es verdad.

—¿A qué te refieres? ¿Estás bien?

—Dime que no hablaste con uno de los técnicos de Etsuda sobre posibles problemas de estanqueidad del reactor. —Yozo guardó silencio—. Dios...

—No sé lo que te habrán contado —reaccionó el japonés—, pero no es lo que imaginas. Conozco a ese chico desde la facultad. Estuvimos tomando unas cervezas y fue él quien me preguntó sobre el tema. Entiéndelo, en ese mismo momento estaban poniendo en la televisión del bar un reportaje sobre la fuga de crudo en el golfo de México. Insistió en que le explicase cómo se llevarían a cabo las tareas de enconamiento del núcleo de tu reactor si ocurriese algo parecido a Chernobyl...

—¿Chernobyl? Eso ocurrió hace veinticinco años —dijo Emilian casi susurrando, como si estuviera consumiendo sus últimas fuerzas.

—Eso mismo le decía yo —balbució Yozo—. Además...

—Eres mi amigo —le cortó—. ¿Cómo has podido?

—Emilian, no creerás que...

—¿Cuánto te han pagado los petroleros? —le preguntó con una profunda gravedad, refiriéndose a los caciques de las suministradoras de combustibles que siempre estaban dispuestos a gratificar a quien eliminase cualquier amenaza para el sector.

—¡Sabes igual que yo que el apoyo del gobierno japonés a las nucleares siempre ha sido un tema candente! —estalló nervioso—. Seguro que el gobernador lo ha pensado mejor y no ha querido posicionarse estando tan próximas las elecciones. ¡Y menos en estos días! ¿No has visto los actos que se han organizado en memoria de los fallecidos por las bombas para pedir la eliminación de los arsenales atómicos? Quizá debimos contar con ello. ¡Hay concentraciones silenciosas en cada parque del país!

—Joder, Yozo... —sollozó.

Ambos callaron. Parecía que ni siquiera respirasen.

—Emilian, ¿sigues ahí?

—Ni siquiera has negado haber recibido dinero.

—Pero...

Colgó.

Permaneció un rato parado en la calle con el móvil en la mano, a los pies de las inmensas torres del Tokio City Hall, sintiendo que aquella mole de hormigón se derrumbaba enterrándole bajo toneladas de escombro.

3. Más intenso que el nacimiento y la muerte

Nagasaki, 9 de agosto de 1945

L
os prismáticos le salvaron de quedar ciego.

Kazuo se levantó despacio, asegurándose de que todo estaba en su sitio. Primero movió un brazo, luego otro, rodilla en tierra, un esfuerzo más, arriba. Se había desplomado detrás de la roca a la que se encaramaba para observar el valle. Los ojos cerrados. No, abiertos. No eran capaces de distinguir formas ni distancias, como si perdurase en la retina el efecto de un flash. Recordó la llamarada entre las nubes, proyectándose hacia el suelo como un grifo incandescente, y una gigantesca columna de humo negro que ascendía imparable. Recordó algo intenso, más aún que el nacimiento y la muerte. Se llevó la mano a la cabeza. Apenas notaba sus propios dedos hurgando entre el cabello. La otra mano cerrada en un puño.

Silencio. Ni un solo sonido.

¿Es esto estar muerto?

Sintió un primer estímulo exterior. Una sensación en el rostro... Quemazón y un soplido. No era viento. Era más constante, como el aire impulsado por una enorme turbina. Se frotó la cara con las manos. Trató de mirar a través del polvo y del humo que portaba aquel desagradable olor a azufre. Estaba frente a un valle distinto, vacío de vida y poblado de pequeños fuegos. Parecía el cráter de un volcán. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba Nagasaki, el puerto, el Campo 14 que poco antes estaba observando? ¿Tenía todo aquello que ver con el flash? ¿Acaso la luz que estalló en el cielo había borrado a todas las criaturas de la faz de la Tierra? Esto debe de ser estar muerto, se dijo. Aún no sabía que la muerte hubiese sido algo bueno comparado con lo que había ocurrido, no sabía que era como si jamás hubiera existido nada, ni criaturas ni Tierra. Empezó a fallarle la respiración, se asfixiaba, sintió que una fuerza poderosa le aprisionaba por la espalda, por el pecho, por la parte superior de la cabeza, por las plantas de los pies. Se arrodilló en el suelo. Sentía los pulmones desplazados, los intestinos obturándole la garganta. De repente se dio cuenta de algo: no había color. ¿Dónde había ido a parar el color? Todo era gris. El valle estaba cubierto de vigas y maderos quebrados, trozos de canalón, cascotes y cables, todo gris, gris, cubierto por el humo y la ceniza. Incluso las llamas crepitaban grises. ¿Cuánto tiempo había pasado desde el estallido de la luz? No recordaba haber perdido el conocimiento. Hubiese jurado que un instante antes estaba observando el descenso del paracaídas pero, a la vista de cómo había quedado la ciudad, debía de llevar así siglos. Lo ocurrido superaba el tiempo y el entendimiento humano. En el mundo que Kazuo conocía hubiese sido necesario el transcurso de toda una era para llegar a semejante estado de devastación.

Pasó unos minutos aprendiendo a respirar de nuevo, a mirar, a pensar, y por fin comprendió que el B-29 había lanzado una bomba como la de Hiroshima. Tenía que ser eso, una bomba como la que describieron el día anterior los supervivientes que llegaron en el tren. ¡Ellos son los culpables!, se encolerizó. ;Ellos son los portadores de la mala suerte! ¿Por qué tuvieron que regresar a Nagasaki? Aquí estábamos muy tranquilos, sollozó, apenas habíamos padecido la guerra hasta que ellos llegaron... Maldijo cuanto supo y lanzó con rabia hacia el valle todas las piedras que encontró a su alrededor, un arrebato estéril que se desvaneció dejando paso a otro sentimiento turbador: una compasión que nunca antes había experimentado. Pensó que aquel puñado de personas había logrado sobrevivir a un castigo inenarrable y el destino los había premiado con otro similar tan sólo tres días después; y le dieron tanta lástima que decidió que nada tan infausto podría ocurrir en el mundo real.

Esto no es real,

no es real...

Soltó una carcajada.

¡No es real!

Pero al tiempo que controlaba la taquicardia y el mareo fue localizando a lo lejos la rueda de un carro, el toldo de un comercio aún identificable, los restos de un puente por el que alguna vez había pasado, la estructura de hormigón de la fábrica Mitsubishi, algunas paredes en pie de los barracones del Campo 14... El mundo se le echó encima. No era una pesadilla. No se había movido de la colina. Lo que tenía frente a él era su ciudad.

Aquel páramo era Nagasaki.

De nuevo los latidos a ritmo desenfrenado, la asfixia, los ojos en blanco. El aire quema, no puedo respirar... ¿Dónde está la gente? Atisbo como pudo entre la nube que se desplazaba lenta por el fondo del valle. Muchos de los maderos quemados eran la gente. Cuerpos en posturas imposibles, como tizones adheridos al escombro.

Vomitó apoyado en la roca.

¡Malditos prismáticos que le habían protegido la vista!

¿Para qué ver aquello?

¿Para qué estar vivo?

Fue entonces cuando, de forma espontánea, recobró la lucidez. Le sobrevino a embestidas mientras frenaba nuevas arcadas. Apretó ambas sienes con los puños y pensó en los suyos. El doctor Sato, su esposa y...

Llevó la vista a la mano derecha. Seguía cerrada, los dedos blanquecinos por la fuerza que ejercía, apretando algo con todo su ser. No era capaz de abrirla, pero recordó lo que guardaba en su interior: un pequeño pliego enrollado. El cuarto haiku.

Tres versos.

Diecisiete sílabas.

Un instante de belleza retenido, había dicho ella.

Junko.

El verdadero horror se apoderó de él. ¿Por qué no has venido antes, princesa? ¿Por qué no estás conmigo? No puedes haber muerto, no dejándome aquí, gritó, aunque los gritos no llegaban a salir de su pecho.

Echó a correr ladera abajo. Atravesó la zona de matorrales haciéndose cortes en la cara. Donde un rato antes había un bosque frondoso cuyos árboles conversaban sobre el clima y la migración de las aves, ahora sólo quedaban estacas negras astilladas. El valle estaba sumido en un extraño hermetismo. Caminó entre los fuegos. Habían desaparecido las casas. La bomba había destruido todo lo que se encontraba sobre el suelo. Arboles y casas y también, pensó de pronto, las fotos y los juegos de té, los altares familiares y los kimonos de los antepasados. Le aterró comprender que jamás volvería a ver los retratos de sus padres, aquellos que al señor Van der Veer le gustaba hacerse en pose señorial ante la puerta de la empresa, o en el muelle frente a los cargueros, o en el jardín con su esposa. Aquellas fotos eran lo único que Kazuo conservaba de ellos. Si las perdía, pronto olvidaría sus caras. Ya no había recuerdos, ya no había memoria, ni historia. Nagasaki nunca había existido.

Por fin logró extraer de su pecho un verdadero alarido, desgarrado, brutal. ¡Junko sí que ha existido! Junko era la perfección, talladas por los dioses su nariz de formas redondeadas y sus dedos finos, su pelo negro y sus pómulos de porcelana.

—Dime que estabas lejos de aquí cuando esto ha ocurrido, por favor...

No sabía hacia dónde dirigirse. Todo era páramo, polvo, gris, fuegos, humo, más humo. No sentía ningún pulso, ningún vestigio de vida. Tenía que abrirse paso entre las nubes de hollín. Le temblaban tanto las piernas que apenas podía andar. Comenzó a repasar uno a uno los rostros de los cadáveres carbonizados que se encontraba a su paso para convencerse de que las facciones no se correspondían con las de Junko. Se encaramó a un muro para tener más ángulo de visión. Aquel viento caliente no cesaba y le taladraba los ojos. No parecía ser ni de día ni de noche.

—Junko no está aquí —se convenció—. Ella no ha muerto.

Pensó que el doctor Sato y su esposa le ayudarían a encontrarla. Se detuvo en seco. ¿Y si ellos...? Trató de serenarse pensando que la bomba no habría alcanzado ni la casa ni la clínica. La casa estaba ubicada en un distrito de las afueras y la clínica, en lo alto de un cerro próximo al barrio rico, incluso más alto que la loma sobre la que él había sobrevivido. Decidió dirigirse primero a su casa.

Echó a correr, pero al momento comprobó que era imposible orientarse en medio de aquel caos sin referencias. Siguió avanzando de forma aleatoria. Quizá sólo trataba de huir de su propio miedo, pero ni eso conseguía. A cada paso le esperaba algo aún más pavoroso que lo anterior. Estuvo a punto de chocar contra un muro que había logrado mantenerse en pie. Permaneció unos segundos jadeando con los ojos clavados en él. Había una sombra. Se giró sobresaltado, pero no encontró a nadie detrás. Se percató de que la sombra era clara y lo oscuro el resto. No alcanzaba a comprender que se trataba del perfil de un transeúnte cuyo cuerpo volatilizado sirvió de pantalla e impidió que la radiación térmica abrasase esa parte de muro. Dio unos pasos hacia atrás y miró a ambos lados. Distinguió más sombras en algunas paredes no derruidas. Cada una en su postura, suspendidas en el tiempo.

A medida que se alejaba del epicentro fue cruzándose con los primeros supervivientes. Sintió alivio al ver que no era el único, pero pronto pasó a considerar aquel encuentro otro eslabón más en la cadena del horror. La mayoría tenía el rostro y el cuerpo quemados y les colgaban jirones de piel como algas adheridas al hueso. Avanzaban desnudos a pasos inciertos, ayudándose con estacas. No decían una sola palabra. Se limitaban a mover los labios y a hacer gestos implorando agua. Kazuo se quedó plantado frente a una madre arrodillada en el suelo que acunaba a un bebé carbonizado. Pedía ayuda: «Un médico, un médico», y le acariciaba la frente negra mientras otra nube de polvo lo cubría todo de hollín.

Alguien chocó contra él. Era un niño de unos ocho años. Se aferró a su camisa. «¿Dónde están mis padres? —repetía—. Diles que estoy bien...» Pero tenía todo el rostro desfigurado y las manos en carne viva. Otra persona intentó agarrarle del pelo desde atrás. Se los quitó de encima. La claustrofobia era insoportable. Se sentía acorralado y no podía huir por miedo a estamparse contra algo o alguien. Intentó tranquilizarse. Miró a través del velo terroso y le pareció ver la silueta de una joven acercándose.

—¿Junko?

Una ráfaga de viento diluyó la nube descubriendo el rostro de la joven. A Kazuo se le paró el corazón. Tenía los labios rasgados hasta las orejas y la mandíbula colgando como la kuchisa-keonna, un fantasma de la tradición nipona que se aparecía en los parques y preguntaba: ¿crees que soy linda? Kazuo clavó las rodillas en el suelo y rompió por fin a llorar.

Las lágrimas calmaron momentáneamente el escozor de los ojos. No quería volver a abrirlos. Nunca más miraría la luz del sol, si es que aún existía, porque le recordaría el estallido. Tampoco quería volver a oír. Intuía que tras el perturbador silencio que reinaba en la ciudad comenzarían los gritos... Pero ¿qué estaba diciendo? Nadie había sobrevivido. Los que se tambaleaban frente a él no podían hablar, y mucho menos gritar. Eran espectros vagando por los albores del infierno.

La nube pasó y volvió a encontrarse cara a cara con la madre del bebé carbonizado. Se derrumbó sobre los escombros y permaneció a sus pies como un perro herido mientras ella seguía pidiendo ayuda con un hilillo de voz.

Cuando consiguió recomponerse se levantó y siguió buscando el camino hacia la casa del doctor. Durante mucho rato avanzó tambaleándose como un borracho entre la niebla caliente, pero en un momento dado le pareció reconocer un edificio. ¡El almacén de pescado! Estaba derruido, pero conservaba impresas sobre los cascotes de la fachada algunas letras del rótulo.

Había llegado al puerto.

Por fin sabía dónde se encontraba. Ahora sólo se trataba de no perder la orientación. Caminó un tanto animado hacia el mercado por el que acostumbraba pasar cada tarde, pero al llegar se derrumbó de nuevo. Nada cambiaba a pesar de la distancia que ya le separaba del punto en el que estalló el paracaídas. Estaba todo infestado de cadáveres carbonizados. Como no habían sonado las alarmas antiaéreas, nadie se había puesto a cubierto. Siguió avanzando hasta el muelle, donde encontró una escena tan dantesca como las que se repetían tierra adentro. Las naves militares agonizaban medio hundidas en la bahía, algunas literalmente partidas por la mitad. Los barcos más pequeños habían quedado reducidos a maderos que flotaban sobre una capa aceitosa que iba acumulando ceniza. Algunos supervivientes se arrastraban por la escollera y se arrojaban al agua confiando atenuar la insoportable quemazón de sus cuerpos. No llegaban a chapotear, ni siquiera a gritar. El escozor de la sal les paralizaba y se dejaban llevar al fondo por las corrientes que formaban una madeja en el atracadero.

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