—¿El aceite blanco de zinc del que hablaste con el médico militar?
—Ya veo que te acuerdas. Verás cómo será la cura que necesitamos.
Quería creerle.
—¿Cuándo estará lista?
Se tomó unos segundos antes de responder.
—Hola, chico —salió al paso el pow con el que estaba el doctor cuando llegó.
Le reconoció tras una fina columna de humo.
—Teniente Groot...
Se fijó en la llaga que tenía en la rodilla. Se había hecho tan grande que se veía el hueso. Alrededor, la piel había comenzado a albergar los gusanos que se habían apoderado de los cuerpos quemados por la explosión. Superó la conmoción y se llevó la mano de forma instintiva al pantalón, sobre el corte que se hizo el primer día.
—El doctor Sato es un buen hombre —dijo Groot. Su voz era la misma, pero la cadencia de las palabras era otra, más arrastrada. Estaba fumando un papel enrollado. A saber de dónde lo habría sacado—. Ha venido a buscarte y no ha dudado en hacerme una cura en los ojos. Y además habla bien el holandés.
—En esta ciudad siempre ha habido holandeses —intervino el doctor—. Y yo pasé muchas horas con el padre de Kazuo.
—¿Y el comandante Kramer? —preguntó el chico.
—Se ha ido hacia Karuizawa —respondió Groot, tosiendo como un tuberculoso al echar el humo.
—¿Ya? ¿Cuándo?
—Ayer.
—Pero si me dijo que no se movería de aquí hasta que los aliados entrasen en la ciudad —murmuró Kazuo, desconcertado—, que esperaría hasta poner a salvo a sus hombres...
—Estaba ansioso por salir en busca de Elizabeth y yo mismo le animé. Cierto es que McArthur e Hirohito aún tienen que firmar un montón de papeles para que la rendición sea oficial, pero todo el país escuchó el discurso del emperador y la mayor parte de los japos han bajado las armas. Y los chicos... Le prometí que yo me quedaría a su cargo. En realidad es una tarea fácil, hasta para un ciego. Cada día quedan menos de los que ocuparse.
Durante unos segundos ninguno de los tres dijo nada. Kazuo se volvió hacia el doctor, que permanecía arrodillado frente a él conteniendo un sinfín de emociones.
—Te he fallado —le dijo, armándose de valor.
—No vuelvas a decir eso.
—Tenía que haber confiado en ti. Creo que nunca lo he hecho... al menos no del todo. Lo siento mucho. Sé que fallándote a ti también les he fallado a mis padres...
El doctor hizo verdaderos esfuerzos para reprimir las ganas de llorar. Se levantó y pidió al chico que le acompañase afuera. Salieron despacio. El humo de un incendio provocado para sanear una zona próxima al campo ocultaba el cielo, ya de por sí encapotado. Se sentaron en un madero carbonizado que debió de servir como viga de uno de los barracones.
—¿Piensas en ellos?
Entonces fue Kazuo quien dejó escapar una lágrima.
—Mucho más que antes.
—¿Te acuerdas de la fiesta que organizaron en el salón de música que había junto al Fukusaiji, el templo que parecía un caparazón de tortuga? —le preguntó esbozando una sonrisa—. La que hicieron para celebrar la descarga de aquel barco que se averió de camino a Singapur. ¿Tampoco te acuerdas de lo del barco? Fue un día de locos.
—Un poco sí, aunque yo era muy pequeño. Recuerdo que todo el mundo corría de un sitio para otro.
—El carguero entró en la bahía completamente escorado —rememoró el doctor—. Todos los empleados de la empresa se dejaron la piel durante veinte horas para traspasar el cargamento a otros barcos antes de que se fuera al fondo. Y lo mejor fue que los herreros que trataban de contener la vía de agua para ganar tiempo terminaron por repararla y evitaron el hundimiento de la nave. ¡Era la más grande que jamás se había visto por aquí!
—¿Y la fiesta? —le instó Kazuo a seguir con un espontáneo brillo en los ojos; estaba claro que hacía mucho tiempo que nadie le hablaba de fiestas—. Sólo recuerdo unas telas colgando del techo y a mi madre con un vestido largo.
El doctor sintió una punzada de culpa por estar recurriendo a la nostalgia para dulcificar la tragedia que los rodeaba. Pero ¿acaso el chico no merecía al menos un recuerdo íntimo y feliz de sus padres? Pronto tendría que empezar una nueva vida, por lo que bien merecía una fiesta, si no podía ser una organizada en su honor, al menos una rescatada de su breve memoria familiar. De repente se dio cuenta de que estaba transformando aquella charla en una despedida, y una maraña de cables candentes le abrasó el interior del pecho.
—Tu padre decidió destinar los beneficios de aquella operación portuaria a hermanar a la gente que le rodeaba —le contó evitando de nuevo romper a llorar—. Invitó a un montón de gente y todos quedaron impresionados. Tu madre se ocupó de todo, incluida la decoración. Era tan dulce... Yo también recuerdo su vestido largo. ¡Y tienes razón con lo de las telas! Ordenó colgar del techo unos tules que daban al salón un aspecto mágico, como de castillo medieval, aunque algunos no comprendieron muy bien aquella estética a la europea —bromeó—. Lo mejor fue la comida. Se le ocurrió dejar por todas partes unas cajitas de laca que albergaban cada cual una sorpresa diferente: bolas de arroz impregnadas de té verde, fugu, taiyaki!—exclamó, refiriéndose a un pastel con forma de pez que a principio de siglo había hecho muy popular una tradicional confitería de Tokio.
—¿Con azuki? —se relamió Kazuo, imaginando la pasta de judías dulces que solía utilizarse como relleno.
—¡Desde luego! —Hizo una pausa para recuperar el ritmo de la respiración, agitada tras el mínimo esfuerzo de elevar la voz—. Mi esposa también preparaba muy bien la masa del taiyaki, incluso tenía un molde en forma de besugo...
Kazuo tomó repentina conciencia de los años que llevaban padeciendo el racionamiento, y del tiempo que llevaba sin comer. Su estómago rugió salvaje.
—Voy acordándome de más cosas de la fiesta —murmuró pensativo—. Había algunos oficiales del ejército. ¿No estaba también el gobernador de la prefectura? Tengo una imagen de él escuchando cantar a una de las geishas.
—Desde luego que estaba allí. Los políticos necesitan el apoyo de la gente adinerada, y los negocios de tus padres, y sobre todo la patente, les surtían de un, flujo constante de ingresos. Pero ten siempre en cuenta que la grandeza de una persona no está en cuánto tiene, sino en cuánto da —puntualizó—. Tus padres eran muy generosos. Por eso sus empleados les tenían tanto aprecio.
—Sí...
—¿En qué piensas?
—En que sus empleados los conocieron mucho mejor que yo.
—Por cierto —reaccionó a tiempo el doctor—, ¿te he hablado alguna vez de esa patente?
—La fórmula.
—Eso es, la fórmula. O más bien los derechos de la fórmula. Cuando tu padre registró aquel barniz para el casco de los barcos comenzó a recibir de forma periódica una importante suma de dinero. Cada vez que alguien lo fabrica debe pagar una tasa destinada al inventor y, en el caso de que éste haya fallecido, a su familia.
—¿Por qué me hablas de eso ahora?
Había llegado el momento. No cabía indulgencia.
Era una fiesta de despedida.
—Porque cuando llegues a Europa deberás ser tú quien reclame los derechos de esa patente como único heredero. Con sólo gestionar bien ese dinero tendrás la vida solucionada.
Kazuo sintió una repentina sensación de frío, como si se hubiera abierto una ventana en pleno invierno.
—¿Qué es eso de que «cuando llegue a Europa»?
—Tienes que alcanzar al comandante Kramer y acompañarle a Karuizawa.
Kazuo se levantó de golpe.
—Pero ¿qué dices?
—¡Es una oportunidad inmejorable, hijo! ¡Ahora que el emperador se ha rendido, todas las familias occidentales que han estado retenidas allí durante la guerra serán repatriadas! Groot está de acuerdo conmigo: cuando te conozcan, esos diplomáticos se pegarán por llevarte con ellos a Europa.
—¡Pero yo no quiero irme! ¡Y menos con ese hombre! Creía que habías venido a buscarme para llevarme contigo a la clínica.
—Kazuo, mírame a los ojos: no te estoy preguntando si quieres irte.
—Os tengo a ti y a Suzume.
—Suzume es muy joven, bastante tiene con ella misma. Y yo... qué más quisiera que poder cuidarte como mereces. Todos mis amigos han muerto, por lo que en el momento en que me pase algo, con suerte vendrán a buscarte los servicios sociales.
—¡Estás hablando como si ya hubieras muerto! ¡Y jamás iré a un centro para huérfanos!
—Lo sé, y por eso no quiero pensar que si algo me ocurre vagarás como un espectro por esta ciudad fantasma. El comandante te llevará al lugar al que perteneces.
—Éste es mi país...
—Ya no.
—Pero...
—Sé que ahora te resulta difícil de comprender, pero has de confiar en mí. Viajarás a la tierra de tus antepasados y llevarás una vida próspera, algo que Japón ya no puede ofrecerte. Antes de que te des cuenta contemplarás estos años con tanta distancia que te parecerán una historia inventada.
—¿Y tú? ¿Cómo los contemplarás tú?
—Yo seré feliz sabiendo que tú estás bien.
—No puedo creerlo...
—¿El qué?
—Que seas capaz de apartarme de ti.
El doctor bajó la mirada.
—¿Qué clase de padre sería si te retuviera conmigo a sabiendas de que vas a morir infectado? Los círculos de la muerte pronto devorarán mi clínica.
Kazuo visualizó los círculos concéntricos de la radiación como algo físico, como aros de fuego con vida propia, cada uno con sus ojos y su boca, creciendo a base de engullir el alma de aquellos que durante unos días se creyeron salvados, acercándose implacables a los barrios altos mientras las montañas lloraban su incapacidad para detenerlos. Sí, las mismas montañas que habían contenido heroicamente los efectos de la bomba ahora lloraban indefensas, sintiendo repulsión al notar cómo los círculos ascendían como lapas reptantes por su piel, por la tierra quemada donde un día hubo hierba y setas y mariposas.
—Pero...
—Te he traído tu bolsa —le cortó antes de que replicase.
Le entregó su pequeño macuto del colegio, que traía cruzado en bandolera.
—¿Quieres que me vaya ahora? —exclamó angustiado—. Venías con todo preparado...
—Pensaba enviarte fuera de la ciudad. Lo que no esperaba era que el destino pusiera al comandante en tu camino. Hemos de estar agradecidos.
Kazuo miró dentro de la bolsa.
—¿Qué has metido?
—Tu documentación y un sobre grande con los certificados de la patente de tu padre. Es importante que los conserves enteros, ya que los necesitarás para acreditar tu titularidad en los diferentes países en los que está registrada la fórmula y reclamar lo que se haya ido acumulando y lo que siga produciendo en el futuro. En el bolsillo lateral llevas todo el dinero que tenía en la clínica.
—Al menos eso quédatelo tú.
—¿Y cómo piensas viajar? Ya sabes que casi todos nuestros ahorros se quemaron con nuestras cosas —siguió implacable el doctor—, pero ese puñado de billetes te vendrá bien para superar cualquier imprevisto.
Kazuo estaba aturdido. Miró al doctor con ojos de gato desvalido.
—¿De verdad no puedo quedarme unos días?
—No hay tiempo que perder. Tienes que alcanzar al comandante.
Asintió sumiso, claudicando, claudicando.
—Iré a Karuizawa con Kramer.
—Todo saldrá bien, ya lo verás.
Una profunda expresión de lástima se apoderó de su rostro.
—Me voy sin Junko. La he perdido.
El doctor le habló con ternura.
—Hazte merecedor de su recuerdo. Considéralo un tesoro que nadie te podrá quitar jamás. ¿Qué es el verdadero amor sino eso, entregarse al otro sin esperar nada a cambio? Piensa en los círculos de la muerte.
—¿Por qué me pides que piense en eso?
—Del mismo modo que el poder destructivo de la bomba se ha ido expandiendo en círculos concéntricos como los que deja una piedra arrojada al río, así funciona el amor. Todas las acciones y sentimientos puros, por diminutos que sean, van provocando una sucesión de ondas cada vez más amplias que terminan alcanzando cotas grandiosas, para uno mismo y para los demás. Cada paso que des honrando el recuerdo de tu amor por Junko provocará una nueva familia de círculos concéntricos en el estanque de la vida.
Kazuo suspiró.
—¿Y qué pasará contigo?
—Aún tengo muchos pacientes que curar.
Se levantó y le dio un abrazo en el que condensó tanto cariño acumulado, todo el que no había tenido ocasión de entregarle ni a él ni a sus padres. El doctor recordó la primera vez que lo abrazó, cuando lo extrajo del vientre de la señora Vader Veer; sintió de nuevo entre sus dedos la sangre que le cubría el cuerpo, el tijeretazo al cordón umbilical, la felicidad de la parturienta al recibirlo sobre su pecho y los ojos de pánico y felicidad absoluta de su amigo holandés al acercarse a su primogénito; volvió a cruzar el umbral de la puerta de casa, cuando su esposa le preguntó qué tal había ido el parto, contenta por sus amigos extranjeros pero sufriendo más que nunca por su esterilidad; y sobre todo se enorgulleció de haberse hecho cargo de Kazuo tras el accidente de sus padres. De repente un hijo, ¡le llevaba un hijo a su esposa! Un hijo. Revivió todo aquello con más intensidad que nunca en el mismo momento en el que lo apartaba de su lado.
Cuando aflojaron la presión, poco a poco, ninguno quería hacerlo antes que el otro, Kazuo sacó el haiku que atesoraba en el bolsillo delantero del pantalón, lo desenrolló y lo leyó en voz alta.
Gotas de lluvia,
disueltas en la tierra
nos abrazamos.
El doctor retuvo para sí cada palabra.
Una lágrima púrpura.
—Ese poema es precioso —dijo en un hilillo de voz—, es precioso...
—No quieres que me quede contigo un poco más, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—Quiero que ahora mismo eches a correr hacia la estación sin detenerte por nada.
—¿No vienes conmigo hasta allí?
—Sólo conseguiría retrasarte.
—Despídete por mí de Groot. Y también de Suzume.
—Lo haré, no te preocupes.
—Gracias por todo, doctor.
—A mi esposa la llamaste madre —sonrió.
—Gracias, padre.
Entonces sí, el doctor cerró los ojos y respiró profundamente.
Kazuo dio media vuelta, se colgó la bolsa y echó a andar despacio. Cruzó por última vez el patio que tantas veces había observado desde la loma. Como le había dicho el doctor, algún día pensaría en esta etapa de su vida como si se tratase de una historia inventada. De hecho le estaba ocurriendo ya, era como si a cada paso fuera desapareciendo todo a su espalda, como si el Campo 14 no fuese sino un mundo imaginario que abandonaba al despertar de un largo sueño. Se encaramó a los cascotes caídos del muro y se detuvo en lo alto. No pudo evitar girarse a mirar. El doctor seguía de pie junto al barracón. Sabía que cuando saltase al otro lado nunca más volvería a verlo, y quería llevarse algo suyo. Sacó el haiku del bolsillo y lo acercó despacio a la nariz. Aspiró con fuerza y sonrió. Tal y como esperaba, tras haber pasado unos días en el armario metálico de la consulta donde lo guardó después del estallido, aquel papel llevaba impreso el olor de las medicinas, el mismo que desprendía la bata del doctor. Entonces sí, sabiendo que de algún modo le acompañaba en el viaje, echó a correr dejando que el recuerdo de Junko le guiase, hacia la estación de tren y de ahí a Karuizawa, hacia donde fuere pero siempre hacia ella, kimono rojo, piel blanca y amor, hasta el día en el que, convertidos en dos gotas de lluvia, se abrazasen para siempre.