—¿Cómo?
—A mi empleada, pídele algo para apuntar.
—¿Qué quieres que anote?
—Fuiste tú quien quería invitarme el otro día a tomar algo, ¿no? Deja que te corresponda.
Emilian dudó unos segundos antes de sacar su propia libreta y un bolígrafo del hotel que llevaba en el bolsillo.
—Ya estoy —aceptó.
Mei le dictó una dirección del barrio de Ueno, al noreste de la ciudad.
—Es una pequeña casa tradicional situada cerca de la Universidad Nacional de Bellas Artes.
—¿Es tu casa? —se extrañó Emilian.
—No te costará encontrarla —respondió ella—. Está a un paso de un conocido riokan llamado Sawanoya —concluyó, refiriéndose a uno de los lujosos hostales de estilo japonés antiguo que aparecía en todas las guías de la ciudad.
—¿Quieres que vaya ahora?
—Decídelo tú.
Colgó sin despedirse, recuperando el tono de misterio del primer día.
Emilian salió de la galería y paró el primer taxi. El conductor se rascó la cabeza y dio un par de vueltas al papel en el que estaba escrita la dirección. Al ver que no entendía los caracteres occidentales, Emilian le cantó a viva voz las referencias que le había dado Mei. «¡Va usted al riokan!», exclamó el taxista. «Eso es —le contestó para no dar más explicaciones—, al riokan», y se recostó sobre los asientos traseros. Durante el trayecto se reencontró con aquella ciudad de videojuego futurista que por arte de magia, a medida que se alejaban del centro, iba transformándose en un Japón diferente, con callejuelas estrechas y jardines de enebros y azaleas en la entrada de las casas; un Japón de entreguerras, con bicicletas huérfanas y tenderetes en las aceras, de pescado traído de la lonja y cuartillas con viejos poemas. Cuando se apeó del taxi sorbió una bocanada de aquel aire que en verano olía a tifones cercanos. Miró hacia arriba.
Las lámparas de papel colgaban de las cornisas como crisálidas.
Los sinogramas tatuaban la calle.
Mientras buscaba hacia dónde dirigirse notó una vibración del móvil. Se llevó la mano rápidamente al bolsillo. Era un correo electrónico. Enseguida reconoció la dirección del Gobierno Metropolitano. Lo abrió emocionado y se le cayó el mundo encima al comprobar que tan sólo se trataba de una excusa mecánica de la secretaria del gobernador. Le decía que su jefe no se encontraba en la ciudad. ¿Cómo que no? Escribió una respuesta rogándole que le remitiese de inmediato su informe allí donde estuviera. Todavía no había guardado el móvil cuando recibió un nuevo mensaje con la leyenda «respuesta automática: el destinatario se encuentra fuera de la oficina». Pero ¡si me acaban de escribir! Veía que le estaban vetando sin más. No quiso ponerse nervioso. A aquellas horas de la noche no podía arreglar nada. Tranquilidad. Tranquilidad. Mañana será otro día.
Estuvo a punto de parar otro taxi que le llevase al hotel, pero no le pareció buena idea encerrarse en su habitación hasta el día siguiente. Le daba pavor volver a enfrentarse de forma obsesiva a las palabras de Yozo rebotando en las paredes y resonando en su cabeza como un martillo hidráulico. No podía dejarse llevar por sus euforias y disforias como una montaña rusa, por lo que decidió seguir adelante y olvidarse de todo durante un rato. No le resultó difícil encontrar la casa de Mei. Tal y como le había explicado, conservaba intacto el estilo tradicional: paneles exteriores de madera oscura, ventanas con listones formando cuadrículas —alguna con papel en lugar de cristal— y teja de cerámica negra en la cubierta.
Al frente había un pequeño jardín; más bien unos abigarrados parterres en cascada que en todo caso eran un lujo para una casa del centro. Emilian recordó que la abuela de Mei se dedicaba a hacer arreglos florales ikebana. La puerta de la valla estaba abierta y no encontró el timbre, por lo que se adentró despacio. No vio ninguna luz. Entre la casa y la contigua quedaba un hueco de unos setenta centímetros. Se asomó para comprobar si salía algún sonido por las ventanas laterales.
—Le llamamos «el paso del gato» —escuchó a su espalda.
Era Mei, desde la puerta.
Emilian se volvió sin mostrar ningún sobresalto.
—Hola.
—Era mi lugar secreto. De niña pasaba horas en ese pasadizo con mis vecinas, jugando con las orugas del árbol de bambú y los sapos que salían en la temporada de monzones.
—No quería espiar —se excusó él—. La puerta estaba abierta.
—En Japón siempre lo están.
Le invitó a entrar. Emilian dejó sus zapatos en el recibidor.
—¿Prefieres té o una cerveza fría?
—Mejor la cerveza.
Mei se dirigió a la cocina. Llevaba el pelo negro recogido con una coleta a un lado. Sin nada de maquillaje parecía incluso más joven. Vestía una camiseta fina con la cara impresa de David Bowie —en su época Stardust— que se posaba en sus pechos erguidos y un vaquero de corte muy bajo que dejaba al aire parte de las caderas. Emilian, evitando mirarla como un obseso, giró sobre sí mismo dando rienda suelta a su curiosidad de arquitecto. Desde el pasillo se accedía a la cocina, a un pequeño aseo —como siempre separado del baño— y a dos espaciosas habitaciones de tatamis que, siguiendo los usos del Japón antiguo, se destinaban a sala de estar, dormitorio o comedor dependiendo de los muebles portátiles que fueran sacándose del oshiire, un pequeño almacén. Incluso podían cambiar de tamaño según se colocasen los fusuma, separadores móviles que servían de pared interior. No había camas. Los futones estarían guardados en armarios. Pasaron al espacio que hacía las veces de salón. Aparte de unos cuantos cojines desperdigados por las esquinas, descansaban en el suelo un iPad, un monitor ultraplano y un equipo de música. Emilian curioseó la pila de discos que se erigía a su lado, solitaria como una montañita de piedras levantada por un peregrino del Himalaya: pop internacional, bandas sonoras de películas de Philip Glass, conciertos de piano de Michael Nyman... Le pega, pensó.
—Tu cerveza.
—Me encanta esta casa —dijo con sinceridad, dando un primer sorbo.
Ella bebió de un vaso de cristal coloreado que no permitía reconocer su contenido.
—Está un poco alejada de mi trabajo.
—A cambio es amplia. En los apartamentos del centro apenas puedes moverte.
—Los japoneses no necesitamos mucho sitio para vivir. Sabemos que el suelo es nuestro bien más escaso.
—Y tanto —sonrió él—. Una vez estuve en un local del barrio de Ikerburo en el que criaban gatos para que acudieran allí a acariciarlos quienes no podían permitirse tener una mascota en casa porque ni les cabía la bandeja de la arena.
—Se trata de darle a la mente y al corazón lo que necesita. Y, si nos falta algo que no podemos conseguir, buscar otra cosa que lo sustituya.
¿Intentaba él sustituir a Veronique?, se le ocurrió pensar.
—¿Qué te falta a ti? —le preguntó para quitarse aquella idea de la cabeza.
Mei dejó caer los ojos y se sentó despacio en el tatami. Colocó su vaso con cuidado en el suelo y metió en el cargador de cedes una antología de Wim Mertens. Los primeros acordes inundaron la estancia transformándola en un espacio vivo.
—¿Por qué crees que me falta algo?
—Ya te dije el primer día que soy un experto —bromeó mientras se sentaba en uno de los cojines—. Y los expertos lo sabemos todo.
—Pero sólo sabéis acerca de un tema.
—
Touché!
Podrías contarme algo de ti para ampliar mi abanico de conocimientos.
—No me considero muy interesante.
—Pues te aseguro que lo pareces, y no es un piropo para quedar bien.
—Será por la galería de arte. El regentar un local así te da un toque sofisticado.
—Algo me dice que detrás de la marchante hay mucho más.
—¿Más de qué?
—Aún no lo sé —caviló Emilian—. Mira a tu alrededor. Hay que estar muy llena por dentro para no perderse en este tatami vacío. Háblame de esta casa. ¿Pertenecía a tus padres?
—Es de mi abuela. Ha vivido aquí sesenta años.
—Sin duda estás muy unida a ella.
Mei asintió.
—He pasado en esta casa mucho más tiempo que en la mía. Me encantaba escuchar sus historias. Mi abuela logró superar un terrible pasado.
—Le tocó vivir la guerra.
—Como ella suele decir, le tocó morir en la guerra.
—Pero después ha tenido una familia, una nieta como tú. Habrá sido feliz...
—Se ha dedicado a hacernos felices a los demás. Supongo que es difícil encontrar la propia felicidad viviendo sólo con medio corazón. En esas circunstancias es difícil hasta mantener la cordura. A veces creo que soy la única que la entiende.
—¿Qué quieres decir con medio corazón? ¿Y tu abuelo? —se aventuró a preguntar.
—Es complicado de explicar.
La forma de hablar de Mei le indicó que no debía seguir indagando por ahí.
—¿Cómo está tu abuela ahora?
—Sus secuelas físicas se están complicando. Por eso ha tenido que ir a vivir con mis padres. La verdad es que su salud nunca ha sido muy buena. Es todo consecuencia de...
Se detuvo. Emilian recordó que en el parque Yoyogi, al hablarle del problema mental de su hermano Taro, hizo una pausa similar. Era como si un virus informático colgase su cerebro cada vez que acometía ciertos temas.
—Y tú te trasladaste aquí —reinició.
—Mi abuela no hubiera soportado tener cerrada esta casa.
Le obsesiona pensar que alguien pueda venir a buscarla y, al verla deshabitada, piense que ha muerto.
Ambos callaron. El primer tema del CD fue apagándose. Durante unos segundos pervivió el resonar del piano y luego sobrevino el silencio total hasta la siguiente pieza. El rumor que provenía de las casas vecinas aprovechó para filtrarse a través del papel de las ventanas. Personas hablando, el repiqueteo de un cuchillo cortando verdura sobre un tablero, niños imitando las voces de los dibujos animados...
Mei se soltó la goma de la coleta para recogerla mejor.
—¿Cómo siguió tu vida cuando dejaste de buscar orugas y perseguir sapos en el hueco del jardín? —retomó él.
—¿Cómo se convierte alguien en un experto en cambio climático?—contraatacó ella.
Cogió de nuevo su vaso y le miró por encima del borde de cristal, entornando aún más sus ojos ya de por sí rasgados mientras daba un sorbo lento.
—Estudié arquitectura en la Universidad de Ginebra —decidió explicarle; de repente, hablar de sí mismo había pasado de angustiarle a resultarle liberador—. Me especialicé en urbanismo sostenible y en cuanto pude me fui al extranjero.
—Pensaba que con vuestro entorno natural —le interrumpió ella—, Suiza sería la meca para alguien como tú.
—El hecho de llevar el respeto al medio ambiente en el ADN no impide que los suizos sigamos siendo un poco provincianos. Para lograr una visión global de los problemas hay que salir. Pasé tres años becado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y, antes de volver a Ginebra, aún trabajé otro año de investigador en el Politécnico de Zurich. Después todo fue fácil. Empecé a trabajar con gente de la escuela de Peter Zumthor.
—¿Quién es?
—Uno de los pocos arquitectos que no se han vendido al gran mercado. Ha ganado un Pritzker, que es como el Nobel de Arquitectura, pero vive aislado en una casita en los Alpes. Cree que aún puede diseñarse un mundo más racional.
—A ti no te pega lo de la casita de la montaña.
—Los que me conocen también lo aseguran —siguió confesándose—. Sólo ven mi parte más enérgica, siempre acelerado...
—¿Y cómo eres realmente?
—Mi verdadero yo surge cuando empuño el lapicero y me vuelco sobre el papel para comenzar un plano. Amo ese momento, sólo blanco impoluto y la posibilidad de plasmar ideas nuevas, líneas transgresoras... Es muy emocionante. Podría decirse que es parecido a lo que se siente al estar sentado entre estas paredes móviles. Las puedes adaptar a ti, te animan a destaparte. Al menos hoy lo estoy haciendo, y te aseguro que no es muy habitual en mí.
Ella le contempló con un sosegado gesto de admiración.
—¿Y lo de la colaboración con Naciones Unidas que me contaste el primer día?
—Con el IPCC —le recordó él.
—Sí. Cuéntame algo más.
—Su nombre completo es Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático —explicó—. Fue creado en 1988 por la Organización Meteorológica Mundial y el Programa Ambiental de Naciones Unidas. Nuestro papel se limita a analizar la información científica y socioeconómica de más relevancia que circula por ahí con el fin de atenuar el cambio climático de origen antropogénico, que es el producido por la acción del hombre. Ni realizamos investigaciones ni controlamos datos climáticos —puntualizó—. Sólo nos dedicamos a estudiar, para después poner en común lo que pensamos y sugerir medidas a los gobiernos y organizaciones. Yo estoy especializado en la incidencia de las ciudades en el efecto invernadero.
—Entonces estarás bien relacionado en el Palacio de las Naciones en Ginebra.
—Más o menos. Ten en cuenta que son ya muchos años. ¿Por qué te interesa?
—Acompáñame —dijo mientras se levantaba.
—¿Ya nos vamos?
—Te voy a llevar a un sitio.
—La última vez que hice turismo contigo saliste corriendo a la primera de cambio.
Le quitó la cerveza de la mano.
—En esta ocasión no tendré escapatoria —dijo mientras entraba a la cocina para dejar el botellín y su vaso—. Estará presente toda mi familia.
—¿Tu familia? —Se levantó de golpe y fue tras ella—. ¿Qué pinto yo en una reunión de tu familia?
Mei salió de la cocina y le atravesó con la mirada dejando claro que no admitiría una negativa.
—Considérate el regalo exótico —dijo sonriendo—. Es el cumpleaños de mi abuela Junko.
El lugar al que se dirigían distaba de la casa apenas cinco minutos en taxi. Estaba situado junto al gran cementerio de Yanaka. Emilian pensó que no era el entorno ideal para celebrar el cumpleaños de una anciana, aunque quizá lo habría escogido ella misma por estar cerca de su antiguo hogar. Se trataba de un restaurante tradicional de kaiseki, alta cocina nipona consistente en una inacabable sucesión de pequeños platos que, en su conjunto, interpretaban una delicada sinfonía gastronómica.
En el interior se respiraba una formalidad exquisita. Se les acercó una camarera. Mientras Mei hablaba con ella, Emilian notó que le llegaba otro mensaje al móvil.
—Disculpa mi mala educación —se excusó nervioso mostrándole el teléfono—, pero voy a salir un minuto.