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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (35 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—Pero esos pows ya son libres, el emperador se ha rendido.

—Sólo quiero hablar con él. Necesito su declaración para acreditar que, mientras fui el oficial al mando de esa penitenciaría, recibieron un trato digno por mi parte. MacArthur vendrá pronto para firmar los términos de la rendición, y con él llegarán los juicios por crímenes de guerra.

—¿Quién es MacArthur?

—A mí también me gustaría no saberlo.

—¿Por qué me necesita a mí? Seguro que tiene a su disposición un montón de traductores del ejército del imperio.

—Tal y como están las cosas ya no me fío de nadie. Y si te soy sincero, creo que esos pows se sentirán más a gusto con un intérprete que no sea japonés.

Kazuo estudió su situación. El oficial quería utilizarle para ganarse la confianza del prisionero a cambio de conseguirle un pasaje seguro hacia Karuizawa. Su mente bullía. Los mismos conflictos que le atenazaban cuando subía a la loma para contemplar a los holandeses del Campo 14 le nublaron la mente hasta parecer que el vagón se estaba inundando del humo de la locomotora.

—No sé si...

—¿Qué ocurre? —le interrumpió más brusco el oficial—. Ambos conseguiremos lo que queremos. Luego te traeré algo de comer —le prometió mientras se levantaba, dando la conversación por concluida.

—¡Me muero de hambre! —exclamó el chico notando cómo su estómago empezaba a rugir al instante.

De inmediato dudó si debía aceptar; ello sería como sellar el pacto. El oficial notó su reparo.

—Me recuerdas tanto a él... —murmuró.

—¿A quién?

—Mi hijo tendría más o menos tu edad. Falleció el día de la explosión, mientras yo estaba lejos de casa, intentando dirigir como mejor sabía ese campo de prisioneros que ahora me va a buscar la ruina...

¿De verdad estaba utilizando aquella estrategia tan burda para convencerle? Al momento se horrorizó sólo de haberlo pensado.

—Lo siento.

—Cuando nace un hijo piensas que ya no podrías vivir sin él. —El oficial desvió la mirada hacia el cristal. La noche volvía aún más profunda cualquier pena—. Lo trágico es que sí puedes.

Se escuchó a lo lejos el silbato de un guardabarrera, fundiéndose con el traqueteo y los bufidos de los pistones.

—Creo que...

—En un par de días llegaremos a Hiroshima —le cortó el oficial mientras enfilaba el pasillo hacia su compartimiento—. Échame una mano con los pows y buscaré el mejor modo de que llegues cuanto antes a Karuizawa.

El oficial se alejó paso a paso, apoyándose en las ventanillas para compensar el balanceo del vagón; o quizá lo que le hacía trastabillar eran los recuerdos que se acumulaban en su mente como yunques difíciles de acarrear. Kazuo volvió a recostarse en su rincón. Casi nadie se acercaba hasta allí. Sólo algunos pasajeros que querían estirar las piernas y atravesaban las mismas fases al verle: odio espontáneo por su pelo rubio, compasión al entender que sólo era un adolescente perdido, curiosidad por saber qué estaba haciendo en aquel tren y de nuevo recelo y hasta indignación porque le hubieran dejado subir ocupando el sitio de un japonés. Él, temiendo que aquellas reacciones desembocasen en algo peor, ni siquiera los miraba. Pasó toda la noche encerrado en sí mismo, pensando en aquel oficial, en su hijo abrasado de su misma edad, y al mismo tiempo en el comandante Kramer, vagando por un país extraño en busca de su amada, la violinista torturada, y en la posibilidad de que aquellos dos soldados hubieran podido apuntarse con sus armas el uno al otro en cualquier batalla del Pacífico, apuntado y disparado.

Durante el día siguiente apenas se movió de su rincón, ni siquiera cuando los pasajeros aprovechaban las paradas para salir a hacer sus necesidades junto a la vía. No había vuelto a ver al oficial. Intuía que estaría abochornado por su charla de la noche anterior, en la que se había dejado llevar por sus emociones hasta extremos inapropiados para un hombre de su condición. Aún seguía confiando en que le ayudase a llegar a Karuizawa. Había decidido que si para ello tenía que traducir las declaraciones de sus compatriotas, lo haría sin rechistar. Al fin y al cabo, con ello tampoco traicionaría a nadie. Llegaron a Fukuoka, la ciudad de la gaviota reidora, a cuyas playas sus padres habían prometido llevarle alguna vez, para entonces agujereada la arena por los proyectiles caídos durante meses. De allí prosiguieron hasta Kokura, el primer objetivo de la bomba de Nagasaki, salvada por las nubes que cubrían su arsenal al paso del bombardero. Kazuo divisó, sobre una colina, los restos del imponente castillo de la ciudad, destruido en otra guerra antigua. Quiso creer que lo que sus ojos habían tenido que presenciar en Nagasaki sobrepasaba todos los límites, que no era comparable a las viejas batallas entre clanes, en las que señores y samuráis respetaban los códigos de la victoria y la derrota. El tren se introdujo en la región de Honshu a medio gas, como cansado por el lastre de tanta tristeza, y puso rumbo hacia Tokuyama, un nombre que a Kazuo le sonaba a grandes desfiles de máscaras. ¿Volverían alguna vez los tambores y las cintas de colores que las niñas agitaban en el aire imitando el movimiento de los dragones? Cayó de nuevo la noche. A la mañana siguiente llegarían a Hiroshima.

Los ruidos de su estómago le recordaron que hacía días que no se llevaba nada a la boca. El oficial le prometió algo de comer, pero no había vuelto a verlo. Pensaba ir en su busca cuando oyó acercarse a alguien. Quizá fuera él. Escudriñó entre la oscuridad cambiante por el balanceo de un candil y comprobó decepcionado que se trataba de un hombre mucho más enclenque. Su rostro reflejaba la aterradora marca de la infección que Kazuo creía haber dejado anclada en la estación de Nagasaki. Por un instante creyó que se le echaba encima, pero el enfermo se abalanzó hacia la portezuela con el tiempo justo para abrirla y vomitar sobre los engranajes el mismo fluido verdoso que Kazuo había tenido que fregar tantas veces del suelo de la clínica. Se levantó de un salto, cruzó su bolsa a modo de bandolera y enfiló el corredor en busca de su protector dejando atrás un remolino de estruendo y humo.

A través del ventanuco del primer compartimiento vio a un grupo de mujeres aferradas a unos sacos que les servían de almohada; el siguiente lo compartían dos parejas de ancianos con unos monjes; en el tercero, una madre con un bebé inquieto —Kazuo se percató de que llevaba horas escuchando su llanto mortecino— respiraban a duras penas en el poco sitio que les dejaban los otros ocupantes. Siguió avanzando vagón tras vagón hasta que llegó al último, que sólo tenía un par de compartimientos. Tenía que estar en uno de ellos. Antes de asomarse se relamió imaginando al oficial con un cuenco de arroz y encurtidos de pepino y apio, pero al pegar la cara al cristal se dio de bruces con algo bien distinto: la mueca rota del animal que al poco de subir al tren le había dado la bofetada. Se echó hacia atrás, pero ya era tarde. El soldado salió disparado a por él. Kazuo trató de huir, pero el otro le agarró por el cuello a mitad del pasillo y le tapó la boca. Sus manos callosas olían a grasa de pescado. Soltó una risita mientras improvisaba qué hacer con el chico rubio aprovechando la oscuridad de la noche, el ruido ensordecedor y el vaivén que mantenía en letargo a los demás pasajeros. Sus secuaces fueron saliendo al pasillo en procesión, esperando el siguiente movimiento de su jefe mientras contemplaban con sádica pasividad los ojos de pánico del chico.

—Tíralo abajo —le propuso el de las sandalias de paja. Kazuo dio un ,grito que no logró sobrepasar la mano que le tapaba la boca.

—Eso, tíralo —le incitó otro.

—Antes mirad qué lleva en la bolsa —les ordenó el jefe.

Kazuo intentó revolverse y a cambio recibió una patada en los genitales que casi le provocó un desmayo.

—Maldito occidental —sermoneó el jefe al ver cómo su compinche arrancaba la hebilla del bolsillo lateral y extraía el fajo de billetes—, así que llevas dinero japonés. Seguro que lo has conseguido saqueando las casas de los muertos.

—¡No! —consiguió por fin gritar por una rendija entre los dedos, pero el otro apretó aún más ahogando cualquier explicación.

—¡Abrid el portón antes de que venga alguien!

—¿De verdad vas a tirarlo? —cuestionó uno de ellos.

—¿Tú qué crees?

—¡A volar! —dijo riendo el de las sandalias de paja.

Kazuo siguió chillando en vano mientras le cogían de las piernas, como un cerdo con el hocico atado en plena matanza. Y tras unos zarándeos desordenados de pronto se notó libre y su grito por fin rompió en la noche, pero sólo un par de segundos, hasta que se estampó contra el suelo y comenzó a rodar por una superficie de piedras dentadas que le rajaron el cuerpo mientras el tren se perdía en la lejanía, dejando tras de sí borbotones de humo entreverado de carcajadas.

Cri-cri.

Cri-cri.

Cri-cri.

Los grillos...

El silencio de la noche tan sólo horadado por los grillos; y por una luciérnaga que dibujaba líneas como un avión de reconocimiento sobre su cuerpo, que más parecía una roca inerte despeñada por un barranco.

Le vino a la mente el poema que le canturreaba su madre, la señora Van der Veer, los días que subían al acantilado para contemplar la bahía desde lo alto:

Hormigas sobre un

grillo inerte. Recuerdo

de Gulliver en Liliput.

Así suena Japón, pensó mientras el cri-cri tiraba de su mano hacia el submundo de los bichos y las plantas que hablaban. Al menos los grillos siguen aquí, aún ha de quedar alguna razón para cantar...

Le despertó el sol rojo que servía de emblema al imperio. Un recuerdo efímero de las risas de sus agresores, que parecía haber esperado durante horas suspendido en el aire con la única misión de seguir atormentándole, se desvaneció como una pompa de jabón que explota dejando un minúsculo charquito. Estaba solo en medio de la nada. Por todo el cuerpo tenía magulladuras y sangre seca de los cortes. Había perdido un zapato. Se levantó para buscarlo mientras rogaba que no se hubiera quedado en el tren. Lo encontró pegado a uno de los raíles, metió el pie con ansiedad y dio una vuelta sobre sí mismo.

El largo verano de la region meridional estaba en su cénit.

A pesar de la hora temprana hacía mucho calor y los montes que se agolpaban a ambos lados de la vía comenzaban a cubrirse de un velo vibrante. Kazuo sólo conocía esa abrupta orografía por los mapas de la escuela. Había aprendido que las islas japonesas eran las cimas de una inmensa cordillera que nacía en las fosas del Pacífico, nueve mil metros más abajo, y aún sobresalía por encima de la superficie. Le aturdió imaginar su cuerpo flacucho en la punta de esa desmesurada montaña, de pie sobre sus zapatos ajados junto a una vía desierta.

Tenía que regresar a Nagasaki. Se sentía un estúpido por haber pensado que podía llegar por sus propios medios a Karuizawa, al otro extremo de un país en pleno derrumbe de sus valores milenarios, sumido en la incertidumbre tras haber perdido una guerra. Le habían robado el poco dinero que tenía... Además, ¿qué habría ganado aun llegando a su meta? Había estado alimentándose de vagas ilusiones nacidas de los miedos del doctor Sato. ¿Cómo iba a convencer al comandante Kramer o a cualquier otro occidental de que lo llevasen a Europa? Tenía ganas de llorar y necesitaba que alguien le abrazase.

Recordaba haber recorrido un largo tramo desde el último pueblo que divisó desde el tren, por lo que decidió seguir hacia delante. Tiene que haber otro muy cerca, se animó, y echó a andar siguiendo los raíles.

El velo vibrante sobre la ladera de los montes, una constante sensación de vértigo...

Pasó varias horas caminando bajo el sol. Le parecía increíble no encontrar a nadie por el camino. ¡Si siempre había oído que en Japón no quedaban zonas deshabitadas! Cuando estaba a punto de hincar las rodillas vio, un poco más adelante, un cañón umbrío poblado de cedros. Gastó sus últimas fuerzas en una carrera para llegar cuanto antes. En el interior de la garganta se respiraba tal humedad que sacó la lengua pensando que se podría beber el aire. Deambuló como ebrio entre los árboles, se llevó las manos a la cara para lavar el sudor y chupó el musgo de un tronco. Se adentró en el bosque. Era consciente de que cada vez estaba más lejos de la vía, pero algo le atraía hacia lo más profundo, allí donde no había diferencia entre las ramas y las sombras.

Un sendero se abrió en la espesura.

Estaba flanqueado por una interminable hilera de budas de piedra.

Tras la conmoción inicial supuso que aquellas pequeñas estatuas eran deidades budistas protectoras de los viajeros. Había docenas de ellas, una tras otra hasta donde alcanzaba la vista.

Eran prácticamente iguales, todas con la misma sonrisa leve, intrigante y serena. Sólo cambiaba la posición de las manos. Echó a andar hipnotizado por sus voces milenarias. ¿Hacia dónde conducirían? Al rato se paró frente a una que, por alguna razón, se le antojó diferente del resto. Era por su expresión risueña y sus ojos inclinados de diablillo.

—¿Te sorprende que se ría de ti? —sonó una voz rugosa a su espalda.

Se giró, sobresaltado. Era una anciana con aspecto de hechicera.

—¿Quién es usted?

—Ese pequeño bodhisattva se burla de los viajeros que intentáis contar todas las estatuas del camino —siguió ella sin contestarle, soltando una carcajada que le heló la sangre—. ¡Cuándo aprenderéis que son incontables!

Kazuo la observó bien. Quizá no fuera tan vieja; sin duda las penurias le habían echado encima un par de décadas. Tampoco le favorecían el pantalón bombacho sucio como una cuadra, la camisola de hombre y la pipa aferrada a la saliva seca que se le acumulaba en el extremo de la boca.

—¿Dónde estamos? —le preguntó tras decidir que no se trataba de ningún demonio.

—En el bosque.

—¿Cerca de Hiroshima?

—Hiroshima ya no existe.

Aquella frase le estremeció más aún que la presencia de la mujer.

—En realidad me dirijo a Nagasaki —le explicó, y sintió una punzada al pronunciar en voz alta aquella frase que confirmaba su marcha atrás.

—¿A Nagasaki? ¿Quién quiere ir allí después de lo ocurrido?

—¿Y qué hace usted en este bosque? —se defendió Kazuo.

—¡Ja —dijo ella riendo—, eso debería preguntártelo yo a ti! Estaba buscando bayas de shii para engordar una sopa, pero creo que en vez de eso he encontrado a la persona que se la va a comer en cuanto lleguemos a casa.

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