—¿Una asociación de Nagasaki? —repitió Emilian en voz alta para que Mei le oyera. Ella se estremeció al darse cuenta de que sus pesquisas los conducían de vuelta al lugar en el que Kazuo y su abuela habían sido arrancados el uno del otro—. ¿Sabe algo más? El nombre de la asociación, el de algún responsable...
—Alégrese de que recuerde lo que le he contado. Ni yo mismo me explico de qué parte de mi dañado cerebro lo he extraído.
Emilian se despidió transmitiéndole el sincero agradecimiento de Mei y el suyo propio por haberlos atendido de forma tan amable a pesar de aquel abordaje. Por su parte, Oleksander se ofreció a seguir ayudándolos del único modo que podía hacerlo: enviándoles desde Ucrania todo el amor que sentía por aquel hombre con el rostro escondido tras una máscara antigás, confiando que el universo confabulase para encontrarlo.
Colgó.
Dio un sorbo largo al capuchino. Se arrepintió al momento. Demasiado café. Apartó el tazón para hacer hueco y dejó el móvil sobre la mesita.
—Se trata de seguir investigando —resopló—. No está mal.
—Tienes que contarme con detalle todo lo que te ha dicho —le pidió ella.
El móvil vibró sobre la mesa.
—Un momento —se excusó.
Quizá Oleksander se había acordado de algo más.
No era el ucraniano, sino Marek Baunmann, su amigo de la Agencia Internacional de Energía Atómica. Le extrañó ver su nombre en la pantalla. En la conversación que mantuvieron en el Palacio de las Naciones había dejado claro que no podía implicarse más en aquel asunto. Pulsó el botón verde.
—Hola, Marek.
—¿Qué tal, Emilian?
Su tono de voz no se correspondía con el del último día.
—Te noto contento.
—Es por ti. Tengo buenas noticias.
—¿Sobre lo que hablamos?
—No sé en qué estás pensando. Yo me refiero al IPCC.
—Aguarda un momento. —Tapó el auricular, se disculpó con Mei y salió a hablar a la calle. ¿Por qué había hecho eso? No le importaba que ella escuchase la conversación y allí fuera hacía frío y escuchaba peor. Debió tratarse de un movimiento reflejo—. Perdona, ya está —dijo mientras se apoyaba en el cristal del escaparate de la librería—. Sigue por favor.
—Ya sabes que dentro de tres días se reúne el WG3. Así era como llamaban al Grupo de Trabajo III, un comité del IPCC encargado de evaluar las posibilidades de mitigar el cambio climático limitando las emisiones de gases de efecto invernadero.
—La verdad es que no tenía presente esa fecha. Después de lo ocurrido...
—Pues vuelve a tenerla presente.
—¿Qué quieres decir?
—He hablado con el presidente y han accedido a que vuelvas a incorporarte al panel de expertos en representación de Suiza.
—Vaya, sí que es una sorpresa...
—Me da la sensación de que no te hace ilusión.
—Desde luego que estoy contento, Marek. Es sólo que no lo esperaba.
—Sólo hay una cosa más. Tendrás que disculparte públicamente.
—¿Por lo del artículo?
—Si te soy sincero, creo que han accedido a readmitirte sólo para poder ofrecer a los medios una disculpa oficial tuya. Sabes mejor que yo que, hoy en día, la influencia de los informes del IPCC sobre los gobiernos depende tanto del conocimiento científico de los equipos como de la certeza de su integridad y transparencia. No puedes ir por ahí publicando que la mitad de tus compañeros aceptarían sobornos de las petroleras.
—Quizá me pasé un poco, pero todo lo que dije...
—Todo lo que dijiste era cierto —le cortó Marek, adelantándose—. ¿Crees que no lo sé? Pero hay cosas que no se pueden pregonar así como así.
—Estaba en mi peor momento.
—Déjalo ya. Por fortuna todo está volviendo poco a poco a su cauce.
—¿Dónde se celebrará la asamblea el viernes?
—En la sala de conferencias de la OMM —le informó Marek refiriéndose a la Organización Meteorológica Mundial, un organismo dependiente de Naciones Unidas pero con sede propia, ubicada en un moderno edificio construido según criterios de sostenibilidad medioambiental—. Pero tienes que estar allí desde mañana.
—¿Desde mañana? ¿Para qué?
—Han decidido que, para que tu disculpa tenga más repercusión, participes de forma activa en una de las ponencias. Mañana llega el resto de los expertos del comité que van a tener intervención en la jornada.
Emilian se quedó helado. Eso le obligaba a dejar sola a Mei con la investigación. Ella podrá hacerlo, se dijo. Sin duda que podrá. ¿Quién mejor que una japonesa para indagar en las asociaciones de víctimas de Nagasaki? En ese momento, como advirtiendo el peligro, el pájaro de la clavícula de Mei echó a volar, salió de la librería y aleteó como un colibrí frente a los ojos de Emilian. Quizá lo que ella necesitaba en esos momentos no era otra cosa que tenerlo a su lado. Eso es lo que le venía pidiendo desde el primer día, cuando accedió a dormir en su casa en lugar de irse a un hotel...
—De acuerdo —dijo no obstante, apartando de su mente todo conflicto; como decía Marek, todo estaba volviendo a su cauce—. Allí estaré.
Volvió a entrar en la librería. Mei permanecía sentada en la mesita del Café Littéraire, con la pantalla del iPad en las manos y la mirada perdida al frente. Su rostro había perdido el brillo.
—¿Qué ocurre?
—Acabo de recibir un correo de mi madre.
—¿Algo va mal?
—Es el cáncer de páncreas de mi abuela. La metástasis le ha causado una encefalopatía hepática.
—¿Qué es eso?
—Ni siquiera me lo ha explicado.
Toda la emoción contenida se le concentró en los ojos.
—Pero ¿es muy malo?
—Según los médicos, no pasará de una semana.
—Oh, Dios... ¿Cómo está ella?
—No lo sé, supongo que bien, como siempre. Eso es lo que más pena me da...
Rompió por fin a llorar. Emilian fue a abrazarla.
Mei temblaba como un cachorro desvalido.
Le aterraba no encontrar a tiempo a Kazuo, tener que soportar esa condena el resto de su vida.
Como su abuela Junko.
Nagasaki, 16 de agosto de 1945
K
azuo sintió el traqueteo en el pecho, luego en lo alto de la cabeza, trepando como una legión de hormigas desde la planta de los pies. El chirrido que las ruedas arrancaban a los raíles le taladraba los oídos. Pegó la nariz al sucio cristal de la ventanilla para mirar. Le pareció mentira que pudieran girar llevando todo aquel peso encima. Aquél era su primer viaje en tren: desde Nagasaki hasta Fukuoka, donde habría de enlazar con la línea que llevaba a Hiroshima y luego de estación en estación hasta Karuizawa. Se disponía a atravesar el país como una serpiente reptando entre los boquetes de los misiles, cargada con todo su veneno. Los pasajeros infectados eran el veneno.
Apretó con fuerza el tíquet que había comprado tras soportar horas de cola entre empujones, chillidos de los soldados y lamentos de aquellos que, como un magma lento, se acercaban a la estación buscando cualquier vestigio de sus familiares perdidos.
Del mar a las montañas. Del agua cubierta de polvo de cadáver a las cumbres limpias donde no se escuchaban bombas sino el graznido de las aves rapaces. Las culturas del Japón antiguo equiparaban el mar con la muerte. Los finados, cuando llegaba la hora de iniciar el gran viaje, se internaban en el océano convertidos en pájaros blancos y no dejaban de aletear hasta perderse para siempre entre el agua y la bruma y las miradas de los peces. Las montañas, en cambio, eran la morada de los dioses. Nacidos del sol, permanecían en las cimas más altas contemplando el devenir de los mortales. Sí, se arengó, ¡rumbo a las montañas!
—¡Aparta! —le empujó alguien, arrancándole de súbito de la ensoñación.
Se volvió, asustado. Era un joven de unos veinte años. Llevaba una camisa militar desabotonada. Detrás de él, otros tres igual de flacos y con el pelo rapado se disputaban el premio al rictus más desagradable mientras esperaban de pie a que les cediera su sitio. Debían de ser soldados liberados del servicio.
—¿No me has oído, maldito extranjero?
Agarró al chico del hombro con violencia y tiró de él hacia fuera.
—¡Suéltame! —se defendió Kazuo sin calibrar las consecuencias de su gallardía.
—¡Si habla nuestro idioma! —exclamó uno de ellos.
—Olvidadlo —pidió otro—. Hagamos como el emperador y agachemos la cabeza ante cualquier comemierda occidental.
—¡He dicho que salgas del compartimiento! —gritó iracundo el líder del grupo mientras Kazuo se aferraba a un hierro del asiento. Las venas de su cuello se hincharon como si estuvieran conectadas a una bomba para bicicletas. Sus compinches rieron, encendiéndole aún más—. Si tuviera un arma te pegaría un tiro y esparciría tus sesos por la pared.
Le dio una bofetada que pilló a Kazuo desprevenido. Éste se llevó la mano a la cara y pensó en saltar del vagón y regresar a la clínica para abrazarse al doctor, pero vio a través de la ventanilla cómo la estación, cada vez más pequeña, se perdía entre el humo. No había vuelta atrás. Se abrió paso entre aquellos indeseables arrastrando la mirada por el suelo. El jefe calzaba botas de militar, desabrochadas como la camisa. Sus secuaces, diferentes tipos de chanclas, uno de ellos sandalias de paja como las que se colocaban a los cadáveres en los entierros para que surcasen los senderos del otro lado sin dañarse los pies.
Caminó de vagón en vagón buscando un hueco en el que pasar desapercibido. Era un tren robusto que carecía de toda comodidad, un antiguo blindado de la invasión de Manchuria al que le habían arrancado las protecciones para utilizarlo en el área devastada, aprovechando que se trataba de una máquina dura y espartana que podía sortear sin dificultad los daños que la onda expansiva había producido en las vías. Cuando llegó al final, abrió la portezuela que comunicaba con la locomotora. El aire removido volvió a abofetearle, el ruido era atroz, hierro, piezas rozando, grasa, humo. Cerró dando un golpe y se acurrucó en un rincón, cubriéndose la cabeza con los brazos.
Junko, ¿por qué me has dejado solo?
Un rato después entreabrió los ojos. ¿Se había quedado dormido? Sin llegar a espabilarse —era como si tuviera fiebre—, vio de pie frente a él a una pareja de niños que le contemplaban ladeando la cabeza como quien mira a un insecto raro sobre una hoja. Tendrían unos nueve años. El chico llevaba una gorra y ella, el pelo recogido en un moño. Cuchichearon y se arrodillaron a su lado. Al poco llegó una mujer que les increpó por haberse acercado al occidental y los obligó a levantarse dándoles cachetes en el cogote. Kazuo hubiera querido decir algo, pero pronunciar cada palabra era como ascender una montaña, por lo que se rindió de nuevo a las pesadillas de cuerpos quemados y gusanos que, por desgracia, no sólo eran personajes de los malos sueños...
—Hijo... —le arrancó otra voz de su letargo.
¿Había pasado un minuto o varias horas? Se había hecho de noche, el vagón estaba oscuro, salvo por un candil que se balanceaba dispersando sombras cambiantes por las paredes.
¿Hijo, había dicho la voz?
Pronto supo que sólo era una forma como cualquier otra de dirigirse a él. Un hombre de mediana edad, con bigote fino y cubierto con una capa, le dedicaba una mirada tranquila. Estaba en cuclillas. Kazuo llevó la mano al bolsillo para comprobar que el papel del haiku todavía seguía allí y se aferró a su bolsa con la fiereza de un león, apretando la espalda contra la pared del vagón.
—No tengas miedo. ¿Estás bien?
—Sí —contestó apaciguado—. ¿Quién es usted?
—Pertenezco al ejército del imperio.
Se fijó en el uniforme que vestía bajo la capa.
—Un soldado...
—Más bien un oficial.
—No soy un enemigo —se justificó el chico—, le juro que no soy de los que han tirado esa bomba, soy holandés pero mis padres...
—He leído la carta que llevabas en el jubón —le cortó. Se refería a una especie de salvoconducto que el doctor había dejado junto con su documentación, los certificados de la patente de su padre y el dinero que, por alguna clase de milagro, todavía seguían en el bolsillo lateral de su zurrón, el único que cerraba con hebilla—. ¿Hacia dónde te diriges?
—A Karuizawa.
—¡Eso está en el otro extremo del país!
—He de llegar como sea.
El oficial rió.
—Estoy seguro de que lo lograrás. —Le contempló durante unos segundos, como si calibrase si debía hacerle o no la siguiente pregunta—. ¿Te gustaría trabajar para mí?
—¿Cómo?
—Hablas mi idioma como si hubieras nacido aquí.
—Nací en Nagasaki.
—Ahora lo entiendo. ¿También hablas inglés?
—Un poco —respondió Kazuo con reserva—. Mis padres dominaban el inglés debido a su trabajo. Tenían libros en ambos idiomas y yo los he leído todos, varias veces —terminó por puntualizar orgulloso.
—Inmejorable. Serás mi traductor.
—Pero yo no...
—¿Qué ocurre?
—Ya le he dicho que tengo que llegar a Karuizawa cuanto antes.
—Y lo harás, pero sólo si confías en mí. ¿Sabes dónde estamos? ¿Has visto alguna vez un mapa del imperio? Cuando lleguemos a Fukuoka habrás de tomar la línea que lleva a Hiroshima, seguir hacia Okayama, Kioto, Nagoya... y de ahí buscar una forma de desplazamiento que te lleve a la montaña. Tienes un largo camino por delante y no sé si dispondrás de suficiente dinero. Me he molestado en contar lo que tienes guardado en tu bolsa y... —Negó con la cabeza, haciendo un gesto condescendiente—. Ya sabes cómo están las cosas en nuestro país, la escasez ha multiplicado por diez los precios de todo.
—Pero...
—Yo te ayudaría.
Kazuo examinó su rostro con reserva, pero no apreció ninguna mueca que le produjera desconfianza.
—¿Qué tendría que traducir?
El oficial permaneció un buen rato sin responder. El chico le contemplaba expectante, acurrucado en el suelo tras su expresión de pillo y un candor inaudito que lograba sobresalir entre la suciedad de la cara y los jirones en los que se estaba convirtiendo su ropa.
—Me dirijo a una localidad cercana a Hiroshima —reveló por fin con calma, paladeando aquella confesión como una bocanada de opio—. He de entrevistarme con el comandante de un campo de pows antes de que los aliados envíen a los equipos de recuperación de prisioneros.
Kazuo pensó en el Campo 14. ¿Por qué no me esperaste. Kramer? ¿Por qué me obligas a pasar por todo esto?