Subieron al apartamento. Las contraventanas parecían querer estallar de tanta luz que presionaba desde fuera. Emilian dejó las llaves en una mesa y la chaqueta en el respaldo de una silla.
Se dirigió a la cocina para servirse un vaso de agua.
—¿Quieres algo? —le preguntó desde allí.
—No, gracias.
La bebió de un trago, como había hecho con la del botellín. Fue al baño y se lavó la cara para despejarse. Salió secándose con una toalla. Mei se había quitado la gabardina. Parada junto a la estantería, pasaba el índice por los lomos de las revistas y las memorias. Se detuvo en el informe del Protocolo de Kioto que la víspera había tenido en las manos. Emilian rogó para que no reiniciase el debate nuclear. Ella se volvió y cogió aire como para hablar un par de veces.
—¿Te gustaría que te hiciera la ceremonia del té? —dijo al tercer intento.
—¿Cómo? —se extrañó Emilian, arrojando la toalla a un cesto que tenía junto a la lavadora.
—¿Tienes tetera y todo lo demás?
Emilian asintió y se agachó para sacar de un armarito una tetera de hierro y un juego de tazas que había traído de uno de sus viajes a Japón. Los dejó sobre la encimera de la cocina.
—¿De verdad te apetece hacer esto ahora?
—Voy a contarte la historia completa de mi abuela —le desveló de golpe—, y la ceremonia será un buen modo de generar la atmósfera adecuada. La ceremonia del té estaba inspirada en el budismo zen, al igual que el arte floral del ikebana o incluso el tiro con arco; y sus movimientos hieráticos —hasta los más insignificantes— favorecían un estado de concentración en el que las prisiones del pasado y del futuro se deshacían como castillos de arena, llevados por las olas de un presente libre de ataduras. El aquí y el ahora. Eso era lo que necesitaba Mei: liberarse de la condena del reloj de la catedral, de las manecillas marcando las 11.02 que apresaron a su abuela Junko, y sumergirse ambas en un tiempo nuevo, un tiempo como siempre había sido en el imperio del sol naciente, sin principio ni fin.
Cuando hubo recopilado todo el instrumental necesario pidió a Emilian que se sentase en el suelo del salón, sobre la tarima de madera. Ella se quitó los zapatos, se arrodilló frente a él y fue presentándole uno a uno a los protagonistas del ritual como si no los hubiera visto antes: el recipiente de agua fresca, el cuenco, las cucharas, el té verde en polvo, la tetera hirviendo y otro recipiente para lavar el resto. Emilian contemplaba fascinado cómo Mei arrastraba las rodillas entre los haces de luz que lograban atravesar la contraventana. Limpió las cucharas y destapó la tetera, de la que extrajo un poco de agua caliente que depositó en el cuenco del té para mezclarlo con el batidor de bambú. Sin dárselo a probar lo lavó todo y volvió a empezar, incorporando breves degustaciones precedidas de reverencias, sin ninguna prisa, concentrándose en disfrutar y comprender el instante que ambos compartían...
Cuando terminó la ceremonia colocó todo lo que había utilizado en una bandeja, la apartó con cuidado hacia un lado, se acomodó en el suelo sentándose con las piernas cruzadas y comenzó su relato. Emilian no podía dejar de mirarla. Le tendió la mano y viajó a Nagasaki encaramado en su voz, inspirada por una flor de loto marchita que traspasaba el umbral de los recuerdos y revivía en aquel apartamento aislado del resto del mundo...
La pequeña Junko salió a hurtadillas de casa de su madre, la maestra de ikebana, con el kimono de seda rojo recién enfundado y un par de agujas para hacerse un moño. Se alejó repicando con sus sandalias de madera, dejándola con un arreglo floral en las manos y sin saber que jamás volvería a verla.
Quería estar guapa para Kazuo, era el día que terminaba el juego de los haikus que ideó creyendo necesitar artificios para conquistarlo, por fin se iban a besar. Quería vivir aquel encuentro como el principio de algo importante, de toda una vida juntos. Amaba al chico occidental, tan diferente de los demás por sus cabellos rubios y aquellos ojos que la subyugaban incluso cuando dejaban de mirarla para perderse en los confines de la geografía y las utopías.
No podía ir al colegio con el kimono, sabía que la reprenderían y la enviarían de vuelta a casa. Así que buscó un rincón apartado en el que esconderse sin que nadie la viera y se sentó a esperar. Cuando llegó la hora y echó a andar para ir a encontrarse con él, recordó una señal que le venía preocupando desde la noche anterior. El firmamento se había poblado de estrellas fugaces... Miró al cielo, atenazada por un mal presentimiento. Estaba cubierto de nubes, salvo algún hueco intermitente por el que el sol colaba sus rayos de profecía. Tantas estrellas fugaces surcando la oscuridad, repetía Junko para sí, ¿qué pudieron significar? ¿Acaso eran almas vagando por el más allá? No le gustaban las señales que no alcanzaba a comprender, por lo que decidió ir al santuario sintoísta y dedicar una plegaria a sus dioses para que velasen por su destino compartido a partir de ese beso en el que Kazuo y ella se convertirían en una misma persona. En especial quería orar por él, no fuera a ser que la guerra continuase muchos años y lo llamasen a filas.
Así que de camino a la colina se detuvo en un templete del centro y susurró una oración que se fundió con el ruido de las campanillas y el humo de los inciensos. Se quedó mucho más tranquila, pero cuando salía de nuevo a la calle pisando los pétalos caídos de las bandejas de ofrendas se le ocurrió que aún podía hacer algo más. ¿Por qué no pedir su bendición también al dios de los cristianos que se alzaba tras el altar de la catedral de Urakami? Era el dios de los padres holandeses de Kazuo, por lo que era posible que incluso le hiciera más caso que cualquier otro. Por eso aquella mañana de agosto, antes de subir a su rincón secreto en la colina, pasó por la catedral; y por eso ocurrió lo que la mente de una adolescente enamorada ni siquiera alcanzaba a imaginar.
Corrió hacia el barrio de Urakami por callejones solitarios de la zona obrera, evitando pasar por el bullicioso mercado del puerto para no llamar la atención. Los tullidos y las viudas sentados a las puertas de sus casas la veían pasar con el sol restallando en el hilo de oro del kimono y creían que se trataba de algún tipo de hada. Al poco se plantó ante el portón de la catedral, bajo el enorme reloj y vio que faltaba poco para las once de la mañana. Llegaba tarde a su cita, así que allí mismo cerró los ojos, sin haber cruzado siquiera el umbral, comenzó a rezar y pidió desde lo más profundo de su corazón que ninguna bala atravesase el de Kazuo, que ninguna bayoneta le hiriese, que ninguna granada lo alcanzase...
Aún no había terminado cuando escuchó ruido y voces a su espalda, cada vez más presentes, adulterando el hálito somnoliento del templo. Se volvió despacio. Eran dos soldados parados sobre una motocicleta. Se bajaron a un tiempo dejándola caer al suelo. Uno de ellos llevaba una mano vendada; el otro, los ojos hinchados. Las cuatro botas renqueantes, como si fueran ebrios, arrastrando polvo mientras las cintas del pequeño motor de la moto tumbada seguían girando produciendo un chirrido hiriente. Le preguntaron qué hacía una geisha rezando al dios de los americanos, farfullaron que era guapa, una geisha guapa y joven como las que había en Nagasaki antes de la guerra, y con un kimono rojo de árboles dorados de los que ya no se veían ni en los clubes de los oficiales, mucho más sensual que la barata desnudez de las prostitutas del puerto. Junko recordó aterrada las advertencias de su madre: no te pongas el kimono de seda, es un gesto irrespetuoso y prohibido... prohibido... prohibido... Estaba paralizada. Uno de los soldados sacó la lengua y le ordenó que se lo quitase, no se fuera a impregnar del hedor de los cristianos yanquis. «Quítaselo tú mismo», le propuso su compinche. Ella echó a correr, pero el otro la sujetó a tiempo, la amordazó y la arrastró hacia la moto. «¡Vamos!», gritó mientras el de la mano vendada tiraba hacia arriba del manillar y se colocaba de forma que cupieran los tres en el sillín.
Junko apenas ofreció resistencia, tal era el pánico que sentía apresada entre aquellos dos cuerpos sudorosos que olían a pólvora húmeda y a leche cortada. El soldado de atrás le rozaba los pequeños pechos con una mano mientras con la otra le tapaba la boca muda y desencajada como la de una muñeca rota; el que conducía también echaba la mano vendada hacia atrás buscando su entrepierna entre los pliegues de la seda. Atravesaron un erial alejado de la ribera del río, reseco y solitario, la moto no dejaba de dar brincos y Junko sólo intentaba fijar la vista en las montañas, esperando que se cruzase ante sus ojos la colina, su rincón secreto, en la que Kazuo ya estaría esperándola dando vueltas sobre sí mismo para contener los nervios.
Pusieron rumbo hacia una construcción que se divisaba al final de lo que antes de la guerra debió de ser un campo de arroz. Cuando llegaron arrojaron a Junko al suelo. Rodó y se levantó deprisa, miró a ambos lados pero no vio a nadie. ¿Qué podía hacer? No había nada a su alrededor salvo una caseta de guardar aperos hundida y los restos de un murete. Los soldados apagaron la moto y fueron hacia ella con una repentina parsimonia que se reveló más aterradora que los espasmos etílicos que hasta entonces habían regido sus movimientos. El de la mano vendada se quitó la camisa. No trates de escapar o te pegaré un tiro, dijo sacando un arma que tenía sujeta en la parte de atrás del cinturón. ¿Cómo podía escapar si ni siquiera era capaz de moverse? Se acercaron despacio y la sobaron por todo el cuerpo, manos en su cuello blanco, no le quitaban el kimono, les excitaba más así, dedos en su boca, uñas negras arañándole la cara; había perdido las sandalias, el darse cuenta de esa nimiedad la destruyó por completo, estaba allí descalza mientras el soldado sin camisa se tiraba al suelo para chuparle los tobillos y estiraba el brazo hasta más allá de los muslos...
«¡Baila para nosotros!», gritó el otro; «¿qué dices?», le replicó su compinche; «no hay prisa, tenemos todo el día para gozar de ella, ¡que baile!»; «¡Sí, que baile!», se convenció aquél, «¡muévete!», le obligó a punta de pistola, «¡y hazlo bien!». Junko bajó la mirada aterrada y trató de imitar los movimientos de las geishas, ¿cómo hacerlo si nunca había bailado como ellas?, intentó imaginarse en el salón de una casa del hanamachi, el barrio de las flores, y compuso unas alas con sus brazos llenos de rozaduras y cardenales, controlando el temblor de la mandíbula y las rodillas frente a los dos hombres que la contemplaban de pie. «¡No vales para nada!», le gritó el descamisado, y la empujó al suelo con tanta fuerza que fue a caer al otro lado del murete. Junko creía que se había roto la cadera, trató de incorporarse y justo entonces escuchó un chasquido en la lejanía,
seguido de la luz,
más intensa que el sol,
toda la luz...
Permaneció acurrucada entre los cascotes mientras el hongo inmenso se creaba y ascendía cubriendo de polvo y ceniza hasta donde alcanzaba la vista. En la conmoción llegó a creer que aquello era una consecuencia de su impureza, de su afrenta al enfundarse el kimono y dar lugar a lo que le habían hecho los soldados. Pero al poco su mente se bloqueó por completo, obstruida por la imagen del reloj de la catedral cristiana recordándole que llegaba tarde a su cita. Ni siquiera se dio cuenta de que tenía abrasada la mitad de la cara, la única parte de su cuerpo que asomaba por encima del murete en el momento del estallido. Bajo la lluvia de hollín, descalza y aterida por un frío repentino que le salía de dentro, pasó varias horas con la mirada clavada en los dos cuerpos quemados que por alguna razón seguían de pie, como esperando a que reanudase el baile.
¿Dónde estás, Kazuo?, repetía para sí esperando verle aparecer de repente. Y miraba a las colinas, pero no podía ver nada porque el humo y el polvo lo cubrían todo. ¿Dónde estás? Y llegó un momento en el que, para no morir de amor y de pena, olvidó incluso quién era. O quizá sí lo sabía, pero no quería admitir que su madre estaba en casa cuando el barrio fue arrasado por el fuego. A partir de entonces todo transcurrió al indeterminado ritmo de la derrota. Vagaba por los campos y montañas que circundaban la ciudad buscando sin tino la colina en la que había acordado verse con Kazuo, muchas veces dando un paso tras otro con el único fin de no pararse a pensar. Una mañana se atrevió a acercase a la zona próxima al epicentro tratando de conseguir un vale de racionamiento, pero sin tan siquiera haber recibido su ración se marchó corriendo presa de la ansiedad que le generaba el aterrador aspecto de la multitud que se aglomeraba en las largas colas de espera. A partir de entonces se dedicó a mendigar por las aldeas de los alrededores —de forma casi siempre infructuosa dada la cantidad de desamparados que suplicaban algo que echarse a la boca y la precaria situación, debido a la guerra, de aquellos a quienes no les había afectado la bomba— o, con el tiempo, a robar comida. A pesar de las dificultades, siempre relucía algún brote de solidaridad. Un matrimonio de campesinos que la sorprendieron en su granero hurgando en un saco de patatas dulces se compadecieron de ella, le dieron de comer y beber, le ofrecieron un hueco en su casa para que se recuperase e incluso le aplicaron un emplasto de hierbas en el rostro quemado, que frenó la infección pero también le hizo percatarse de que iba a estar marcada para siempre con la máscara de Nagasaki. Eran buenas personas y no tenían hijos, por lo que no les habría importado mantenerla durante el tiempo que hubiera sido necesario. Pero la primera noche Junko despertó de una pesadilla sobre un bebé con dos madres, una de las cuales lloraba mientras la otra reía a carcajadas; apartó la estera que la cubría y abandonó la casa haciendo coincidir el crujido de la tarima con los ronquidos del señor.
A partir de entonces vivió en cuevas, integrada en un grupo de huérfanos que sobrevivían a base de pequeños hurtos. La llamaban «la geisha» por su kimono —o más bien por los jirones que quedaban de él—, un apodo que rezumaba tragedia a la vista de su media cara quemada, que habría sido imposible de disimular ni con el maquillaje de plomo que utilizaban en las casas de acompañantes más selectas de Kioto. Siguió así un par de meses, hasta que un día se presentaron en la cueva unos agentes de policía, o quizá fueran del Kempeitai o inspectores de la prefectura —ella no lo sabía, sólo que tenían uniforme si bien no armas, prohibidas para los japoneses desde la ocupación de las tropas de MacArthur— y la llevaron a un orfanato cercano a Kokura.