—La rendición es buena para todos, hijo.
—Ya... —asintió Kazuo, doblegado.
Kramer recordó las palabras de Groot. El chico le había salvado la vida, merecía un futuro, tenía que decírselo en voz alta, comprometerse por completo.
—Sabes que puedes venir conmigo si quieres.
Por fin lo había hecho.
Kazuo reaccionó de forma muy diferente de la que esperaba el holandés. Le contempló como aquel que mira a través de una ventana hacia un sendero vacío, sólo deseando caminar hacia atrás en el tiempo.
—No quiero ir solo —explicó por fin—. No puedo ir a ninguna parte sin Junko.
—Pero...
—No va a seguir ayudándome a buscarla, ¿verdad?
Kramer tomó aire.
—Lo siento mucho, chico, pero en algún momento habrás de rendirte a la evidencia.
Kazuo se encaramó despacio al montón de cascotes que les servía de parapeto. Permaneció unos segundos quieto, como un vigía, y de pronto echó a correr por el páramo quemado. El comandante le rogó que esperase, que se convenciera de que lo mejor para él era acompañarle a Karuizawa, que lo pensase mejor. Pero Kazuo no tenía nada que pensar. Su héroe holandés le había fallado cuando más lo necesitaba, como el resto del mundo a lo largo de su vida: sus padres, su madrastra japonesa y, para entonces, seguro que también el doctor Sato. Siempre terminaban dejándole solo.
Solo.
Ginebra, 7 de marzo de 2011
M
ei se alejó por un pasillo decorado con fotos de antiguos presidentes y programas humanitarios. Al poco se había confundido entre los grupos de turistas y los diplomáticos que entraban y salían de las salas de conferencias.
Emilian agachó la cabeza.
¿Qué podía esperar? Pertenecían a dos mundos diferentes.
Todo lo que rodeaba a Mei, y ella misma, parecía formar parte de un universo de fantasía. Se apoyó en el alféizar de mármol del ventanal para dejarle tiempo a que abandonase por completo el recinto. Habría resultado incómodo salir y encontrarla esperando el tranvía o un taxi. Sacó el móvil de forma inconsciente. Cuando Mei apareció en su puerta el día anterior, estaba a punto de llamar a Veronique. ¿Para qué dar más vueltas a las cosas? Era ella la que le había tendido la mano cuando se encontraron en el Ginebra Arena. No estaba todo perdido. Ambos habían comprendido que merecían una última oportunidad. Aún podía recuperar su vida. La real.
Será mejor empezar por un sms, decidió.
Tecleó a gran velocidad:
Podríamos acabar nuestra última conversación en algún lugar sin tenis. Parece que el peloteo no nos sienta bien.
Pulsó «enviar».
Antes de que lo hubiera guardado de nuevo en el bolsillo, el móvil comenzó a vibrar.
Era ella.
—Hola, Veronique.
—No esperaba tu mensaje.
—¿Te interrumpo?
—Al contrario, me alegro de que me hayas escrito. Cuando el otro día te vi en el Ginebra Arena, sentado al otro lado de la pista como un desconocido, me sentí muy mal. Pensé que después de todo lo que habíamos vivido juntos no nos merecíamos terminar así. Y, la verdad, no sé si estuve muy afortunada cuando hablamos en el bar. —Hizo una breve pausa pero Emilian no intervino. No quería quebrar aquella forma de sincerarse tan poco habitual en ella, y menos aún cuando estaba escuchando de su boca exactamente lo mismo que él había pensado un minuto antes. Veronique suspiró—. Ya ves, me estoy ablandando.
—Me gustas más así.
—¿A qué te refieres?
—Te invito a almorzar.
—Prefiero cenar. Por la mañana no se puede hablar de cosas serias. De hecho, no te imaginas lo que me está costando decir todo esto. No quiero otro encuentro como los últimos, superficial y destructivo.
—Estoy de acuerdo.
—¿En mi casa? —propuso ella.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Iré sobre las siete.
—Perfecto.
Recordó con nostalgia alguno de sus mejores momentos juntos. Si no me hubiera vuelto loco con mi maldito proyecto esto no habría ocurrido, se dijo, y pensó de nuevo en la piel de los muslos de Veronique. Siempre hay un punto exacto en el cuerpo del otro que genera la excitación sexual o incluso, trascendiendo lo sensorial, recuerda por qué amamos...
Abandonó el edificio, dejó a un lado la imponente calzada flanqueada por las banderas de los países miembros y caminó hacia el centro del parque. Decidió regresar a casa a pie. Ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que dio un paseo. Durante el trayecto circularon por su mente un sinfín de pensamientos que analizó desprovisto de la ansiedad que le carcomía desde hacía meses. Se detuvo a almorzar un café y un sándwich en un local griego cuya televisión retransmitía a todo volumen las noticias de la CNN. Después visitó Fahrenheit 451, una librería anarquista y alternativa —como rezaba el rótulo— de la calle Voltaire, que disponía de una peculiar colección relacionada con la ecología. Ya de vuelta a casa, respiró el olor que salía de la panadería abierta al otro lado de la calle y entró a comprar un par de bollos.
Todo aquello era su vida.
Llegó a su cita cinco minutos antes de la hora prevista. Veronique vivía en un edificio moderno del centro. A Emilian le parecía frío, salvo por unas vigas de hierro a la vista que le daban un aire industrial a las zonas comunes. Se plantó ante su puerta con una botella de vino en la mano y llamó al timbre. Veronique abrió al momento. Exhibía su madurez y exuberancia a través de una blusa negra semitransparente y una falda corta. No llevaba reloj ni pulseras.
Descorchó la botella y se sentaron en dos sofás colocados en forma de ele en un extremo del salón. Sonaba As time goes by, la misma versión de Bryan Ferry que escucharon en el Park Hyatt de Tokio en el primer viaje que hicieron juntos a Japón. Sin duda lo tenía preparado. Era como si buscase homenajearle, o recuperar un tiempo pasado. Dejaron que fluyera la charla, evitando con tino los vericuetos complicados. Él se sintió cómodo y le contó en toda su crudeza la traición de su amigo Yozo y el consiguiente fracaso del Carbon Neutral Japan Project. Ella le escuchó sin valorar lo ocurrido, ayudándole a profundizar de forma natural en los posibles errores cometidos, llegando juntos al origen, porque ella formaba parte de aquellos errores, aunque también de muchos aciertos.
Desviaron la charla hacia temas más prosaicos y, antes de sacar a la mesa el plato que se gratinaba en el horno, picaron unos entrantes que Veronique había comprado en una tienda de
delicatessen
. Las copas vacías. Abrieron otra botella, esta vez fue Veronique la encargada de elegirlo. Se la había regalado un recién llegado a la Comisión de Derecho Internacional que rondaba los treinta, sin duda buscando una cita con su jefa que, según le dejó claro Veronique a Emilian, nunca iba a producirse. Insistió en esto último, no llegando a afirmar que llevara mes guardando ausencias pero sí confesando que, por alguna oscura razón, desde su ruptura no había sido capaz de dar rienda suelta a su sexualidad.
Comentaron las diferencias entre los dos vinos y, de la forma más natural, se levantaron, fueron hacia el dormitorio y ella se arrojó a la cama que en un tiempo fue para ambos una cárcel y un altar.
Por la mañana encontró abierto el portal de su edificio. Una pareja de operarios hacían reparaciones en la vieja maquinaria del ascensor. Subió por la escalera perseguido por la vibración del taladro. Al llegar a su rellano, vio a una persona acurrucada en una esquina del damero de baldosas verdes y blancas.
Era Mei.
Parecía aún más joven, con la cabeza apoyada sobre la puerta del apartamento y la expresión arrepentida de una adolescente a la que han expulsado de clase. Abrazada a sus piernas enfundadas en las medias tupidas. Envuelta como podía en la gabardina de corte militar.
Emilian se sentó en el último escalón, a un par de metros de ella. El suelo estaba frío. Se contemplaron en silencio durante un rato. Mei le miraba como una gatita a la que se le ha cerrado la puerta.
—¿Has pasado aquí la noche? —le preguntó él por fin.
Mei asintió.
—No puedo encontrar a Kazuo sola.
—Lo sé.
—Tienes mala cara —le dijo con suavidad, haciendo que sonase a disculpa.
—Ayer bebí demasiado.
—Lo siento.
—No lo sientas —le corrigió él, apoyando la espalda en la pared—, no fue por tu culpa. En realidad me ayudaste mucho.
—¿Has dicho que te ayudé?
Emilian reprimió unas inoportunas ganas de estirarse. No era el mejor día para tener resaca.
—Einstein se convirtió sin querer en el artífice del horror de Hiroshima y Nagasaki —comentó de forma sosegada, como si trajera una lección aprendida—, pero decía que el problema del hombre no estaba en la bomba atómica, sino en su corazón. Antes de actuar deberíamos mirar un poco más hacia nuestro interior. No podemos acertar con los demás si no somos honestos con nosotros mismos.
Mei asintió complacida. Sin duda no esperaba aquella reacción.
—¿Quieres agua? —le preguntó.
—¿Tienes?
Sacó del bolso un botellín empezado de agua mineral y se lo lanzó. Emilian lo cogió al vuelo, lo abrió y bebió lo que quedaba de un trago.
—Sí que tenías sed —dijo Mei sonriendo.
—Cuando te fuiste del palacio le mandé un mensaje a mi ex —le confesó Emilian, jugueteando con el botellín vacío.
—No hace falta que me lo cuentes.
—Quiero hacerlo. Quedé con Veronique para cenar, fui a su casa y nos bebimos casi dos botellas de vino.
—Así que fue ella la culpable de tu borrachera...
—Y pasamos al dormitorio.
Mei aguantó el tipo sin hacer ningún comentario. Casi sin hacer ningún gesto. Al poco se incorporó con solemnidad a pesar del entumecimiento de sus piernas y se dispuso a bajar por la escalera. Emilian también se levantó y le cortó el paso apoyando la mano sobre la reja del ascensor.
—Déjame, por favor —le rogó ella.
—Nos tumbamos en la cama —prosiguió él—, y al momento comprendí que no era mi sitio. —El rostro de Mei sufrió una completa transformación—. Y lo mejor de todo es que a Veronique le pasaba lo mismo. Fue emocionante. No es ésa la palabra... Fue franco, con nosotros mismos, con el mundo. A partir de entonces todo cambió. Permanecimos echados uno al lado del otro sin decir nada durante horas. Y en un momento dado me fui. Convencido. Tampoco es ésa la palabra... Tranquilo. Sí, me fui tranquilo. Mei, no sabes cuánto tiempo he estado dándole vueltas de forma obsesiva a mi ruptura con Veronique.
—Me alegro de que te hayas liberado de esa obsesión —comentó ella de forma escueta, como si mantuviera una prudente distancia hasta ver cómo terminaba la historia.
Emilian apoyó la otra mano sobre la reja, aprisionándola entre sus dos brazos estirados.
—Antes de irte del palacio me acusaste de no saber lo que quería —le dijo—. En ese momento tuve miedo de replicarte.
—Ya lo estás haciendo otra vez —susurró ella, venciéndose paso a paso.
—¿El qué?
—Lo que nunca haría un japonés.
—¿Qué no haría? —preguntó él conociendo la respuesta.
—Desvelarme tus dudas.
Sus palabras eran de aire.
Fue a besarla. Ella cerró los ojos para recibirlo, pero en el último momento, cuando sus labios ya habían llegado a rozarse, se liberó de los brazos que la apresaban y echó a correr escaleras abajo.
—¡Mei!
—¡No me sigas, por favor! —gritó ella.
Emilian no le hizo caso. La alcanzó en el portal, saltando el último tramo y estirándose para sujetarla del brazo.
—Espera, te lo ruego...
Uno de los operarios de mantenimiento del ascensor se asomó a curiosear. La linterna de su gorra los alumbró como el foco de un teatro. Mei entornó los ojos y se quitó de encima a Emilian con un movimiento brusco.
—¡Necesito respirar!
Fue a salir a la calle, pero en ese momento entraba el otro operario con una carretilla llena de material, haciendo maniobras para no rozar las jambas. Mei miró a ambos lados y cruzó una portezuela lateral, con un ventanuco enrejado, que conectaba con el patio interior del edificio.
Emilian fue tras ella con parsimonia. La encontró apoyada en el contenedor de las basuras, que a esa hora todavía estaba vacío, junto a los tiestos con abundantes plantas que la encargada de la limpieza arreglaba todos los martes como si se tratase de su propio jardín. Miró hacia arriba. Por los canalones pintados de color crema bajaban murmullos. De alguna de las ventanas salía una música suave. Creyó reconocer la banda sonora de Inception, la película de Christopher Nolan. Mei se cubrió la cara con las manos. Emilian se preguntó si de verdad tenía delante a la misma arrolladora mujer que conoció en la galería de Tokio. Se acercó para abrazarla. Era la primera vez que lo hacía. Permanecieron así un rato. Le desconcertó el contraste entre sus pezones endurecidos, libres bajo la lana, y aquel cándido temblor que iba apagándose al sentirse protegida.
—Es como si me persiguiera el influjo de ese haiku —confesó ella de pronto, sin apartar la cabeza del hombro de Emilian—, el eco de las palabras perdidas de mi abuela.
—Tranquila... —le susurró él al oído.
—Un eco repetido —siguió, como si hubiera abierto una espita—, torturador, resonando en mi mente desde el día que me contó su historia. Sé que me estoy volviendo loca, Emilian, pero no puedo hacer nada para evitarlo. Me siento culpable por ser feliz, tanto que dudo que alguna vez pueda entregarme a alguien.
Él la abrazó con más fuerza.
—No mereces tanto sufrimiento.
—Claro que lo merezco. Yo no sería capaz de aguantar seis décadas de espera. ¿Cómo puedo reclamar entonces mi derecho a amar?
Quizá lo que de verdad le aterraba era no llegar a sentir nunca un amor tan intenso como el que aquellos dos adolescentes desplegaban en cada gesto sobre la colina de Nagasaki. Quizá Emilian, occidental como Kazuo, sólo era un melancólico reflejo de aquella otra historia imposible, propia de una tragedia del teatro kabuki. Poco a poco fue tranquilizándose entre los brazos que la abrazaban firmes y al mismo tiempo con tanta delicadeza. Y quiso darle las gracias, pero antes de hacerlo le asaltó otra pregunta más.
—¿Crees que estaré buscando a Kazuo no para ayudar a mi abuela, sino para liberarme de mi propio sufrimiento?
Y un último temblor le recorrió el cuerpo como un rayo que se ensaña con un tronco reseco y solitario.