Fue hacia el exterior de la clínica. En el suelo del porche había un grupo numeroso que esperaban su turno para ser atendidos. Era conmovedor ver la paciencia y la serenidad que mostraban a pesar de su pavoroso estado. Algunos estaban acompañados de sus familiares. Otros habían acudido solos, quizá porque habían perdido a todos sus seres queridos. Caminó hasta el borde del barranco con pasos cautelosos y permaneció un rato contemplando el valle con la expresión congelada. Persistían muchos incendios. Los cúmulos de humo vagaban huérfanos entre los cascotes y los troncos carbonizados... Y entre la gente. Veinticuatro horas antes, el valle estaba desierto salvo por los muertos vivientes que reptaban hasta el agua. Ahora, muchos vecinos de los barrios más alejados del epicentro, atenazados por la sensación de culpa que les generaba el haber sobrevivido, circulaban como hormigas haciendo lo único que estaba en su mano: recoger los cadáveres imposibles de identificar y amontonarlos en enormes pirámides.
Kazuo pensó en Junko. ¿Sería alguna de aquellas personas que iban de aquí para allá? La imaginó ayudando a su madre a recomponer su casa. También pensó en los pows holandeses. El Campo 14 estaba muy cerca del epicentro, junto a las fábricas de la Mitsubishi. ¿Qué habría sido de ellos? El comandante aliado, los soldados flacos... Se notó extraño. Rebuscó en su interior algún brote de odio, de desconcierto, pero su alma callaba. Era como si lo ocurrido le hubiera provisto de una nueva coraza, intacta, reparadas las grietas que Junko había logrado abrir en el acero. De nuevo cerrado al mundo. De nuevo su corazón hermético.
El doctor salió al poco, se le acercó por la espalda y lo apretó con sumo cariño contra su pecho. Antes de la bomba nunca se había mostrado tan afectuoso. O tal vez sí, pero de diferente forma, menos física. Escuchó sus latidos a través de la bata blanca y se sintió bien. Apenas reconocía aquella sensación de amparo, el saberse protegido como cuando el doctor y su esposa le abrieron por primera vez su casa y su vida. ¿Qué había pasado? ¿Por qué aquel buen hombre se había convertido en un extraño? La mera idea de volver a querer a alguien le provocaba un profundo desasosiego.
—No sabes cuánto me alegro de que estés bien —dijo el doctor con su nipona contención verbal.
—¿Vas a volver al valle? —le preguntó Kazuo directo.
—¿Me preguntas si voy a sacar a mi esposa de debajo de las vigas?
—Sí.
—¿De verdad crees que a ella le gustaría formar parte de uno de esos montones de cadáveres?
—No.
—Yo tampoco creo que le gustase.
—Y ¿qué vamos a hacer?
—Mira nuestro barrio.
Señaló hacia una zona que en aquel momento estaba siendo arrasada por uno de los incendios más activos.
—Está ardiendo... —murmuró el chico.
—Dejaremos que su cuerpo se consuma con el que fue nuestro hogar, con los cuencos y los tatamis. Y no pienses que estamos haciendo nada malo. Dentro de un rato, cuando se incineren sus últimas partículas y deje de tener conexión con este mundo, se incorporará a otra dimensión en la que todo es posible. Por fin será libre para elegir, y sin duda decidirá convertirse en un puñado de recuerdos que nos acompañarán allá donde vayamos.
—Me regañaba porque no masticaba el arroz del desayuno. —A mí también me reñía por eso —sonrió el doctor. —Un momento... —¿Qué pasa?
—La campana de hierro. La vi caída en un extremo del jardín. Es imposible que esa enorme campana se consuma por el fuego.
—¡Pesaba una tonelada! —El doctor le abrazó con más fuerza aún. Kazuo no opuso resistencia—. La subiremos hasta aquí en cuanto podamos. Servirá para adornar la entrada de la clínica.
Kazuo permaneció unos segundos con la mirada perdida sobre el valle.
—Podría bajar a ayudar. —Es una mala idea —objetó el doctor. —¿Recoger los cadáveres es una mala idea? —Me refiero a caminar por la zona arrasada.
—Por qué?
—Creo que el suelo está envenenado —reveló sin eufemismos, pensando en los infectados que se vaciaban por momentos. —¿El suelo? —exclamó Kazuo, separándose de él.
El suelo y todo lo demás, pensó el doctor, desviando la mirada hacia una lluvia negruzca que no había dejado de ir y venir a merced del viento desde el primer minuto y de nuevo salpicaba el valle, lenta pero implacable. No era agua, era como si lloviera hollín, cubriéndolo todo como una mortaja. Se fijó en sus brazos, en su ropa, se tocó el pelo.
—Volvamos dentro —dispuso.
—Espera —le retuvo Kazuo, entornando él también los ojos hacia arriba—. ¿Qué es lo que cae?
—Supongo que los residuos del hongo. Pongámonos a cubierto cuanto antes —le apremió.
Presentía que no era bueno inhalar aquella carbonilla que condensaba tanto las virutas del arma como partículas de todo el material orgánico volatilizado en el momento del estallido. No dejaba de ser un mero presentimiento, aunque quizá fuera mejor así. De haber tenido medios para constatar que cada una de aquellas motas arrastraba el mismo tipo de radiactividad que había matado a Marie Curie en su laboratorio y que la mera exposición sobre la piel podría ser letal, se habría vuelto loco de impotencia.
Kazuo extendió la mano con la palma hacia arriba y permaneció unos segundos mirando cómo iba cubriéndose de aquella materia extraña. Su boca dibujó un gesto de repulsión.
—Es polvo de los muertos...
—¡He dicho que volvamos dentro!
Trató de tirar de Kazuo, pero éste se desembarazó violentamente.
—¿Cuándo vas a acompañarme a buscar a Junko?
—¿A quién? —preguntó el doctor. Al momento detectó una expresión inclasificable en el rostro de su hijo—. Claro que te acompañaré —corrigió—. Pero ahora no podemos ir a ningún sitio. Y menos aún bajar al valle. Es arriesgado. Hasta que no sepamos exactamente qué está ocurriendo no...
—¿Cuándo podremos? —le cortó.
—Todavía no lo sé.
Kazuo miró la lluvia negra y pensó en su princesa. La imaginó caminando sola por las ruinas envenenadas, muerta de hambre, buscando algo que echarse a la boca entre los escombros. Tenía que encontrarla y sacarla de allí cuanto antes. Se dirigió de nuevo al doctor.
—Nunca, desde que murieron mis padres, te he pedido nada.
El doctor sintió que todo atisbo de reconciliación estaba a punto de esfumarse. Comprendía la tortura que supondría para su hijo el saber que su primer amor estaba expuesta a infecciones letales a un paso de donde él se encontraba sano y salvo. Se le rompía el alma, pero no podía ayudarle. ¿Cuántas pruebas más les quedarían por superar?, se desesperó. Hubiera querido llorar, gritar, arrojarse al suelo. Llevaba deseando hacerlo desde que murió su esposa, pero no podía permitírselo.
—Aprovecha que esta clínica nos brinda la oportunidad de encontrar un sentido a la tortuosa tarea de vivir tras lo ocurrido —dijo aparentando serenidad—. Considera a los pacientes un regalo y trata de estar a su altura.
—Si no me acompañas, iré solo —sentenció el chico haciendo oídos sordos al sermón del médico.
—No te lo permitiré.
—¿Cómo lo harás?
El médico respiró hondo.
—Si mueres, no podré soportarlo.
Kazuo caminó unos pasos por el borde del barranco y perdió la mirada en el valle sobre el que seguía cayendo, cada vez con más fuerza, la lluvia negra.
—¿De verdad crees que la zona del epicentro está envenenada, o se trata de una excusa para retenerme aquí?
—Estoy seguro de que bajar allí es jugarse la vida.
—No tengo miedo —resolvió sin volverse.
El doctor sintió un estremecimiento. Habría querido compadecerse de Kazuo por su ingenuidad, pero en realidad envidiaba la pasión que empujaba a su hijo a lanzarse a ciegas contra pantallas de fuego y humo envenenado. Sentía que lo había perdido todo: a su esposa bajo las vigas y ahora también a aquel chico maravilloso. ¡Su hijo! ¿Qué esperaba? ¿Por qué seguía llamándose padre? Sólo era un médico provinciano a cargo de un joven occidental que, subyugado por sus genes, pronto querría irse con aquellos —de cabellos rubios como él— que habían sido capaces de doblegar a todo el pueblo nipón con sólo dos bombas.
—Dame un poco de tiempo y bajaré contigo —salió de su boca sin haberlo pensado.
Aquellas palabras retumbaron en el suelo como la espada caída de un samurái que, herido de muerte, ni siquiera puede sujetar el peso de su acero.
Kazuo fue a buscar a Suzume. No quería estar con el doctor, y mucho menos pararse a pensar en todo lo que había hablado con él. Subió a la planta superior. La enfermera seguía repartiendo el calor de sus alas entre los pacientes. La encontró arrodillada junto a un hombre tapado hasta el cuello con una manta.
Tras comprobar que no respiraba, le cubrió la cabeza y versó una oración sobre él como si se tratase de un óleo sagrado. Kazuo se fijó en que había otros dos cuerpos igualmente envueltos. Uno de ellos no mediría más de medio metro.
Al verle, Suzume se le acercó y le pidió que le acompañase a una ventana para tomarse un respiro. En el alféizar tenía un plato con un par de bolas de arroz. Debían de llevar horas esperando. Le ofreció una a Kazuo y cogió la otra.
—Estoy a punto de tocar fondo —confesó ella mientras la mordisqueaba. Aquello no era precisamente lo que Kazuo esperaba oír, pero le gustó que le hablase con tanta franqueza—. Fíjate en esa coreana, con lo guapa que es...
Señaló a una joven inmigrante que reposaba de lado sobre una estera dejando al aire la espalda marcada con unos extraños cuadros.
—¿De qué son esas rayas?
—Las telas de colores ardieron con más rapidez que las blancas, dejando una especie de tatuaje en la piel con el dibujo del estampado —le informó—. Las heridas dependen mucho del tejido que cada uno llevaba puesto cuando fueron alcanzados por la ola de fuego. Los que vestían prendas de lana están menos graves que los que llevaban ropajes de algodón o lino.
—Suzume...
—¿Qué quieres preguntarme?
Dudó durante unos segundos, pero al final se decidió.
—¿Tú no tienes a nadie?
Suzume negó con la cabeza.
—Bueno sí —corrigió a tiempo—, te tengo a ti.
Kazuo pensó que, de haber tenido una hermana mayor, habría querido que fuese como ella. Sentía la necesidad de lanzarse a abrazarla. Nunca lo habían hecho, ni siquiera se habían cogido de la mano. No era necesario ese tipo de contacto según la forma nipona de entender las emociones. Se contemplaron en silencio durante un rato, terminaron de comer su arroz y, desplegando sus alas, siguieron atendiendo a los quemados más graves con el poco material que les quedaba.
Al día siguiente Kazuo despertó más lúcido, pero pronto se sumió en aquella desesperanza que parecía destinada a convertirse en algo crónico. Nada más salir del despacho se dio de bruces con el hedor, los sollozos de los quemados y el chasquido que producían los vómitos de los infectados al caer al suelo. Dispuesto a ponerse de inmediato manos a la obra, buscó a Suzanne para que le encomendase alguna tarea. Se asomó a la antigua sala de espera que ocupaban los terminales. Tal y como había anunciado el doctor, empeoraban a una velocidad pasmosa. Se retorcían como espeluznantes larvas mudando su piel viscosa, dejando a la vista una salpicadura de pústulas y marcas rojas. Aferrado al marco de la puerta, se fijó en un paciente de unos cincuenta años que se llevaba una mano a la cabeza y tiraba sin hacer fuerza de su propio cabello. Se le desprendió un mechón abundante. Kazuo frunció el ceño. Antes de que hubiera podido reaccionar, vio cómo otro enfermo repetía la misma acción. Se colocó de lado y tiró de su cabello hasta que se quedó con un mechón en la mano.
Con movimientos lentos, él también agarró su pelo rubio y estiró. No pasó nada. Quizá lo estaba haciendo con demasiada suavidad. Tragó saliva y dio otro tirón, mucho más enérgico. Los ojos cerrados, la boca abierta...
Respiró aliviado al ver que no le ocurría lo que a ellos. Dio media vuelta de forma apresurada y fue a chocar contra el pecho del doctor, que en ese momento se acercaba por detrás. Soltó un chillido agudo.
—No quería asustarte —dijo él.
Kazuo se fijó bien en su rostro. No tenía buen aspecto. Le pareció que, de forma leve, su piel estaba adquiriendo el tono púrpura de los infectados. Quizá fuera puro abotargamiento, por pasar agachado tanto tiempo tratando a los pacientes. Pero el desvanecimiento del día anterior... Buscó en sus labios quemaduras de ácidos expulsados o cualquier otro síntoma que le delatase. Quizá se estaba obsesionando.
—¿Por qué me miras así?
Tras reunir el valor que precisaba, el chico avanzó un paso hacia él, se puso de puntillas y le dio un tirón en la parte alta del cuero cabelludo. El doctor le dejó hacer sin rechistar.
—Ya ves que estoy bien, no te preocupes.
—¡Doctor Sato! —se oyó en la entrada.
Era la voz de Suzume. Salieron a toda prisa. Estaba en el porche, acompañada de un militar.
—¿Qué ocurre? —dijo el doctor sin intimidarse por el uniforme.
—Es el señor Nishimura, oficial médico.
Era un hombre alto y de hombros estrechos. Su imagen estirada parecía el reflejo de un espejo deformante. A pesar del hollín y del humo aún era capaz de mantener las uñas limpias, aquel detalle bastó para que el doctor Sato lo considerase un colega de confianza.
—Me envía el general de división Tanikoetjie —se adelantó a explicar cordial, refiriéndose al oficial que estaba al mando del distrito—. Debo informar sobre el estado de su clínica y de los heridos. Y también transmitirle el agradecimiento del general. Sabemos el gran trabajo que está haciendo aquí. La armada imperial habría sido afortunada de haber contado con un médico como usted.
—Gracias —asintió cordial el doctor sin hacer ningún comentario.
—Confiamos en que muy pronto podremos aprovisionarle de medicinas.
—Las necesito con urgencia.
—Estamos rehabilitando los accesos tan rápido como podemos. Esta mañana han conseguido entrar los primeros vehículos militares a la zona destruida. Nuestros soldados están prestando ayuda en la incineración de los cadáveres y en breve se montarán los primeros hospitales de campaña.
—Venga conmigo —le invitó el doctor Sato, señalando hacia el interior de la clínica.
Caminaron con lentitud entre los pacientes. Kazuo los acompañó en silencio, como un especialista en prácticas. El oficial médico sabía lo que iba a encontrar, pero no podía evitar que sus labios se apretasen con fuerza una y otra vez a la vista de las escenas más horrendas.