—Es terrible —comentó a mitad de la visita, negando con la cabeza en signo de impotencia.
—Hay algo que está matando sus glóbulos blancos —explicó el doctor Sato— Quemados o no, las infecciones los asaltan sin piedad. Muchos de ellos incluso orinan sangre. Y luego están esas hemorragias internas que afloran por todos sus poros.
—Nuestros colegas del hospital del barrio alto están probando un tratamiento con aceite blanco de zinc —dijo el señor Nishimura con aire esperanzador.
El doctor Sato le dedicó una mirada de recelo.
—«Habla del pigmento que usan los acuarelistas?
—También fue utilizado como ungüento en la antigua China.
—Lo sé, pero esto no es... Esperemos que dé resultado. —Suspiró sin ninguna convicción.
—Nunca he visto una sinergia semejante —añadió, categórico, el señor Nishimura—. La radiación ha infectado las heridas que causó el estallido, ha debilitado a los heridos y los ha sometido a otras enfermedades surgidas de las insalubres condiciones provocadas por la destrucción de las infraestructuras de emergencia.
—La radiación... —murmuró el doctor Sato, confirmando sus peores suposiciones.
—Es un plan maligno —siguió el otro.
—Lo peor es que a la mayoría de mis pacientes no les queda nada por lo que vivir —se lamentó el doctor Sato—. Lo único que me piden es que les calme la sed.
Acercó un cuenco al que tenía más próximo, el cual logró tragar unas gotas a duras penas.
—Lo superaremos —afirmó, rotundo, el señor Nishimura—. ¡Siempre lo hemos hecho.
—Lo que más me preocupa...
—¿Qué quiere decirme?
—Han empezado a llegar algunos infectados cuyas casas se encuentran en las laderas de la montaña.
—¿Y? —le instó a seguir el oficial médico, percatándose de que tras aquella anotación había algo que valía la pena comentar.
El doctor Sato le condujo a un rincón apartado. Kazuo los siguió.
—Tengo una teoría.
—¿Una teoría? ¿Sobre qué?
—Sobre la forma en la que se está extendiendo la infección.
—Le ruego que me la cuente —le requirió el señor Nishimura, adoptando de pronto un acentuado tono castrense.
El doctor Sato miró a Kazuo, que a su vez le observaba con expectación, y habló por fin:
—Creo que estamos siendo engullidos por los círculos de la muerte.
—¿Qué quiere decir con eso? —exclamó el señor Nishimura.
—Me desconcierta el hecho de que no todos los supervivientes enfermen al mismo tiempo. Primero llegaron los que fueron consumidos por la infección en el momento mismo del estallido; pero poco a poco se han ido incorporando otros que en un primer momento parecían estar indemnes. Después de darle muchas vueltas creo haber encontrado un patrón.
—¿Cuál es?
—La radiación afectó primero a aquellos que estaban en el fondo del valle y desde entonces va ascendiendo, lenta pero implacable, infectando a los que vivimos en las colinas.
—En forma de ondas...
—Así es, círculos concéntricos de radiación que, nacidos en el epicentro, en lugar de extinguirse van haciéndose cada vez más amplios, abarcando más y más extensión y altura.
Kazuo sintió enmudecer la clínica durante un segundo. Notó un escalofrío subiéndole por las piernas, como las ondas por la ladera.
—¿Tiene noticias de si en Hiroshima ha ocurrido lo mismo? —preguntó muy serio el señor Nishimura.
—Allí el terreno es plano y toda la ciudad fue barrida sin remisión en tres segundos —dijo, recordando lo que le había contado Kazuo tras su visita al hospital vecino—. La peculiaridad de Nagasaki está en su orografía. Nuestras montañas protegieron del estallido a los barrios altos, pero ahora no pueden detener a los despiadados círculos de la muerte encargados de terminar el trabajo.
—¿Cuándo llegarán aquí esos círculos? —intervino Kazuo.
—No lo sé, hijo. Y no deja de ser una teoría. Todavía es pronto para...
—Es irónico —le cortó el señor Nishimura—. Creer que has sido uno de los pocos que han sobrevivido al horror para luego acabar cayendo como todos.
—No es irónico. Es sádico.
El chico pensó que el primer círculo pudo infectar al doctor durante las horas que permaneció en las ruinas de su casa cogido a la mano de su esposa. Ya él mismo; se horrorizó.
—Estamos condenados... —murmuró.
—Para cuando los círculos lleguen aquí, mis colegas del hospital ya habrán encontrado una cura —le prometió el doctor inundando la estancia de una momentánea luz, como si una subida de tensión hubiera sobresaturado las bombillas.
Acompañaron al señor Nishimura hasta la entrada y observaron cómo se alejaba por el sendero hacia el cuartel general que, construido en lo alto de la montaña, mantenía un ojo vigilante en el valle cubierto de humo.
El día transcurrió para Kazuo como el anterior. Trabajaba hasta la extenuación, intentando concentrarse en todo menos en su trágica situación. Bien entrada la noche, fue a cambiar la venda de un hombre mayor a quien nadie había reclamado. Le daba mucha pena; ni siquiera recordaba su propio nombre. Cuando estaba a media tarea, la fina capa de piel de las ampollas de su abdomen reventó dejando un hueco por el que afloró una legión de gusanos blancos. Kazuo saltó hacia atrás con repulsión y se fijó en otros pacientes. El calor incesante de agosto y la falta de higiene habían favorecido que aquellas asquerosas larvas anidasen en las quemaduras. No podía más. Tenía que descansar de inmediato, aunque sabía que cuando lo hiciera su cabeza comenzaría a hervir como el agua de los emplastos...
Fue hacia el despacho y cerró la puerta. La luz estaba apagada. Escuchó algo. Era la radio del doctor. Detrás de los zumbidos por la precaria sintonización se adivinaba un dueto de música tradicional. Permaneció quieto unos segundos, dejando que le poseyeran la obstinada flauta y el koto de trece cuerdas que plañía con cada pellizco de las uñas de marfil. Se sintió raro. Era como si la música no tuviera cabida en aquel infierno. Recordó el día que conoció a Junko, durante la representación colegial de teatro No. ¡Qué distinta sonaba la música entonces! Creyó escuchar los tambores taiko y los laúdes que engrandecían como una precisa banda sonora el momento en el que la vio por primera vez, sonriendo y cuchicheando con sus amigas. Apagó la radio con rapidez.
El doctor, que estaba recostado en su sillón al otro lado de la mesa del despacho, dio un respingo. Kazuo se sobresaltó. No se había dado cuenta de que estaba allí. Fue despacio hacia él, escudriñando en la oscuridad. Seguía dormido. Le extrañó que no estuviese trabajando —las noches anteriores apenas se había echado un par de horas—. Pero entonces vio aquel charco a sus pies. Y sintió el hedor.
—No...
Se llevó las manos a la cabeza y le contempló aterrado. Tenía la barbilla manchada por un reguero verdusco que le salía por un extremo de la boca y terminaba en la bata. Se acercó un poco más, lo más despacio que fue capaz para no despertarlo. Por encima del cuello de la camisa brotaba un tallo de marcas púrpura que se extendía hasta la oreja.
No lo dudó. Corrió hacia el armario de las medicinas en el que guardaba lo único que en aquel momento podía darle fuerzas: el haiku de su princesa. Lo sacó de la caja de metal con nerviosismo y salió disparado al exterior de la clínica, cruzando el porche y parándose en el borde del barranco.
Había llegado el momento de leerlo.
Lo desenrolló despacio.
Tres versos, diecisiete sílabas, un instante de belleza retenido, como le había explicado Junko...
Gotas de lluvia
,disueltas en la tierra
nos abrazamos.
Era la voz de su princesa.
Sintió cómo aquellas palabras se juntaban en el cielo en perfecta armonía, como los pétalos de una orquídea.
Durante unos segundos la notó dentro de sí.
Era feliz.
Pero al poco comenzó a formularse preguntas: ¿Qué quería decir Junko con «disueltas en la tierra»? ¿Acaso adivinaba que iba a morir? ¿Eran ellos dos las gotas de lluvia del poema? Parecía hablarle de un amor más allá de la muerte. Eso podía ser algo bello, pero él quería un amor en vida. Seguro que estaba interpretándolo de forma equivocada. El Apocalipsis jugaba a capricho con el sentido de las palabras. Desde el estallido sólo se veía muerte, sólo se leía muerte.
—Tengo que ir a buscarla.
Y sin pensarlo dos veces echó a correr sendero abajo. Sin mirar atrás. Sabía que no podía despedirse del doctor. Si lo hubiera hecho, le habría abrazado y convencido de que se quedase. Sabía que estaba haciendo una locura lanzándose al foco de la infección, pero fue el mismo doctor Sato quien escogió su nombre japonés, hacía ya mucho tiempo. Se llamaba Kazuo, hombre de paz, por lo que no debía tener miedo de enfrentarse a la peor de las guerras esgrimiendo como única arma el fiero corazón de un samurai enamorado.
Tokio, 28 de febrero de 2011
O
yó un ruido que provenía de la entrada. Giró la cabeza y vio el papel en el suelo. Era otra vez la encargada de la limpieza. Estaba indignada porque el cartel de «no molestar» seguía colgando del pomo y no podía hacer su trabajo. Emilian aprovechó para frotarse los ojos y estirar los brazos. Desde que Mei le dejó plantado en el santuario del parque dos días antes, no había dejado de trabajar en un informe para disipar la confusión y el miedo que Yozo, ¡el traidor de Yozo!, había generado en el gobernador en torno al Carbon Neutral Japan Project. Lo había explicado todo de forma tan didáctica que no dejaba lugar a dudas sobre la absoluta fiabilidad del reactor nuclear que había propuesto como fuente energética para su isla sin emisiones. Estaba seguro de que cuando el gobernador lo leyese retomaría de inmediato la concesión de las licencias. Era cuestión de no rendirse.
Las piedras del jardín zen tenían razón: debía actuar, levantarse y seguir adelante, dar siempre un paso más, a pesar de los golpes y las decepciones.
Se volvió hacia el ventanal. Aún faltaba un rato para que la noche se cerniese sobre Tokio prendiendo los neones. Lanzó una mirada furtiva al móvil, que seguía desterrado en la mesita auxiliar. Tomomi había dejado de insistir. El primer día, cuando regresó de la galería, tenía trece llamadas perdidas suyas. Al siguiente se redujeron a cinco. Aquel último, ninguna. Quizá ella y Yozo habían decidido que no necesitaban su perdón. Les habían bastado cuarenta y ocho malditas horas para autorredimirse. Decidió que había llegado el momento de dar por terminado el informe y regresar a Ginebra. Adjuntó el archivo a un mail tallado con sumo protocolo y pulsó el icono de «enviar» mientras cerraba los ojos y lanzaba un ruego a cualquiera de los ocho millones de dioses del sintoísmo que anduviese en aquel momento por allí.
Tenía el paladar como cubierto por una rugosa capa de goma. Se dio cuenta de que había sobrevivido dos días a base de agua y chocolatinas del minibar, por lo que bien se había ganado una ración de pescado frío y té caliente. Salió a buscarla de inmediato. A un paso del hotel, al final de la pasarela que lo unía con el núcleo lúdico de Shibuya, se escondía un pequeño restaurante de madera de arce y banderolas con símbolos kanji.
Se dirigió hacia allí sin pensarlo dos veces.
Antes de entrar se detuvo un instante en la puerta. Siguió con la vista el curso de la calle hacia la zona donde se ubicaba la galería de Mei. En algún momento había llegado a creer que aquella mujer y todo lo que le rodeaba eran meros desvaríos fruto de su estado de ánimo —o de las pastillas para conciliar el sueño que la víspera había comprado en una tienda de remedios naturales—. Pero lo cierto era que no podía quitársela de la cabeza. Cuando intuía que una zona del río albergaba una pepita de oro solía cribar hasta encontrarla, y desde el momento en que Mei le habló por primera vez supo que escondía una veta por descubrir. Pensó con cierta lástima que no era el mejor momento para lanzarse a descubrimientos de ese tipo, pero lo menos que podía hacer era darle las gracias. Por alguna razón, la visita al santuario sintoísta del parque Yoyogi le había servido de revulsivo en el peor trance de su vida.
Soltó la manilla de la puerta del restaurante y se encaminó con paso firme hacia la galería de arte. Dark&Light, iba pensando, un nombre inmejorable para bautizar la luz que le había ayudado a sacar la cabeza del hoyo. No tardó mucho en encontrarse frente a la gran cristalera junto a la que vio a Mei por primera vez. En el interior se adivinaban salpicaduras de color sobre blanco: los lienzos de Kisho dispuestos en las impecables paredes de pintura plástica, una pareja de hombres comentando la exposición mientras trazaban brochazos en el aire, una empleada con falda tubo ordenando con precisión obsesiva los folletos sobre una mesa de mármol negro...
Entró y preguntó por ella.
—No está —contestó la chica de los folletos.
—¿Podría avisarle?
—¿Cómo?
—Le ruego que la llame y le diga que he venido a buscarla.
La empleada sostuvo durante unos segundos un gesto entre risueño y sorprendido similar al de las muñecas. Aun cuando trataba de vestir con sobriedad centroeuropea, no podía evitar llevar los cómics Anime en las venas.
—¿Quién es usted?
—Emilian Zách. La señorita Morimoto me conoce —afirmó, recordando su apellido.
De nuevo la mueca.
La empleada cogió el teléfono, marcó un número preseleccionado y comenzó a hablar agachando la cabeza. Al poco, estiró el brazo y le ofreció el auricular a Emilian, el cual lo tomó al tiempo que le dedicaba un asentimiento. Se alejó unos pasos hacia el cuadro de Kisho que había contemplado con ella el primer día, como un modo de sentirla más próxima mientras hablaban.
—Hola.
—¿Por qué has vuelto a la galería? —sonó su voz al otro lado, más firme que agresiva.
—Sólo quería darte las gracias —respondió Emilian.
—¿Las gracias? ¿Por qué?
—Es una larga historia. Quizá la próxima vez que nos veamos me des tiempo para explicártelo. —Ella permaneció callada. Emilian se arrepintió de haber dicho esa última frase. Había sonado a reproche por su repentina huida del primer día—.
Sólo quiero que sepas que me hubiese encantado ayudarte en lo que fuera.
—Te ruego que no seas condescendiente.
—No lo pretendía.
—¿Sigues ahí? —preguntó Emilian.
—Pídele un papel y un lápiz.