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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (27 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—¡Sí!

Abrazó al chico con fuerza, conteniéndose para no descubrir su posición.

—Por eso están tan alterados. El Globo no hace más que repetir que no soporta semejante deshonra.

—Alabado Hiroito —agradeció Kramer cerrando los ojos, celebrando que el emperador, sin duda harto del errático actuar de su gabinete, hubiera decidido asumir la gestión de la crisis y cortar por lo sano antes de que no quedase un solo japonés al que salvar.

En el hangar, el Globo seguía lamentándose con las manos en alto y el rostro morado de rabia mientras esperaba el mensaje oficial.

—¡Estaba claro que esto iba a pasar! —gritaba.

—Pues claro que iba a pasar —repuso el que sostenía la radio—. Nuestro error ha sido no habernos rendido hace un mes.

—¿Tú también eres de los que agachan la cabeza antes de morir con honor?

—¡Mira a tu alrededor! ¿Crees que el pueblo japonés está dispuesto a pasar otra vez por algo así? Esto no es morir con honor.

—¡Traidor!

—¿Traidor? —Rió, lo que enfureció aún más al Globo—. ¿A qué bando se supone que estaría traicionando? Dicen que el propio ministro de la Armada ha llegado a insinuarle al emperador que las bombas atómicas han sido un regalo caído del cielo. ¿Qué mejor excusa para no reconocer la ineficacia del pueblo japonés para superar esta guerra? Está claro que nos metimos en esto sin calcular ni los riesgos ni nuestras posibilidades.

El Globo, incapaz de digerir aquellas afirmaciones que unos días antes hubieran sido consideradas una afrenta penada con la cárcel, se lanzó contra él de forma burda y trató de propinarle un puñetazo con movimientos en aspa de sus robustos brazos. Su contrincante se desembarazó de él con facilidad, pero la radio se le escapó de la mano y tuvo que agacharse en una pirueta de felino para cogerla al vuelo antes de que se estrellase contra el suelo.

—¡Dejadlo ya! —gritó el del muñón—. ¡Al final nos vamos a quedar sin escuchar el discurso!

Kramer seguía sin creerlo. Se había apoyado en el pilar con una expresión de gozo que también dejaba traslucir la agonía vivida en aquella maldita guerra. Fue reaccionando poco a poco. Ahora que todo había terminado, no quería poner en peligro sin necesidad su propia seguridad o la del chico. Repasó cada rincón del hangar, el rostro de los miembros de aquella patrulla de civiles armados —que le inspiraban bastante más recelo que los militares—, la marabunta al fondo, separada de ellos tan sólo por una valla endeble y unas cuantas cajas. Cada vez le parecía más imprudente estar allí. Una cosa era haber optado por permanecer en el Campo 14 en lugar de huir de forma infructuosa a la montaña y otra muy distinta introducirse en un foco de tensión política que podía reventar en cualquier momento alcanzándolos de pleno y convirtiéndolos en dos apetecibles muñecos a los que linchar.

—No puedo esperar más —oyó decir a Kazuo a su lado.

Para cuando reaccionó, el chico ya había salido de detrás del pilar y se exponía a las miradas de la patrulla.

—Espera...

Kazuo se detuvo.

—¿A qué?

No sabía qué contestar. El Globo, que a pesar de haberse tranquilizado seguía refunfuñando, ahora porque el otro no le dejaba acercar la oreja a la radio que se afanaba en sintonizar sin éxito, se volvió hacia ellos y los contempló perplejo. Kramer se dio cuenta de que no tenían vuelta atrás, por lo que acompañó al chico a paso lento hacia el centro del hangar.

—¿Quiénes sois? —les preguntó el Globo cuando los tuvo encima.

Kramer levantó oportunamente las manos en gesto de paz y dejó que fuera Kazuo quien hablase.

—Perdóneme por interrumpir su tarea, señor, pero hay algo muy importante que sólo usted puede hacer —dijo en perfecto japonés, arrinconando su impaciencia y exhibiendo un aprendido protocolo que pasaba por no reclamar la ayuda de su interlocutor en primera persona, sino dándole a entender que la acción suplicada era legítima en sí misma.

—¿De dónde has salido tú? ¿Y por qué hablas tan bien mi idioma?

—Al morir mis padres fui adoptado por un ciudadano de Nagasaki.

—¿Por quién?

—Por el doctor Sato.

—Hum... ¿El médico que tiene una clínica en la ladera?

—Kazuo asintió—. ¿Y ese que va contigo quién es?

Señaló a Kramer de forma despectiva.

—Desde que estalló la bomba no ha dejado de ayudar a nuestros vecinos. Si no fuera por él yo no estaría vivo.

—¿Es un prisionero del Campo 14?

Sí.

—Este país no tiene remedio —rezongó, dedicándole una mirada de odio—; el enemigo campa a sus anchas entre nosotros como si ya hubiera acabado todo. Lo extraño es que no me exija que le entregue mi arma.

Pasó la mano por la culata que sobresalía por encima del cinturón, casi oculta entre los michelines.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kramer por lo bajo.

—Déjeme a mí —le cortó Kazuo con determinación.

El Globo siguió taladrando al holandés. Los demás miembros de la patrulla de salvamento permanecían congelados; algunos, encaramados al camión; el resto, alrededor de su jefe, como esperando su siguiente movimiento.

—Y ¿qué necesitas de mí? —concedió por fin, lanzando una última mueca de desprecio a Kramer.

Kazuo controló como pudo la ansiedad y siguió con el mismo tono cortés.

—Mi novia se convertiría en la mujer más afortunada del mundo si usted me ayudase a encontrarla.

—¿Tu novia? —exclamó el Globo con mofa. El mismo Kazuo se sorprendió de haberla denominado así, pero en lugar de avergonzarse se sintió aún más fuerte—. ¿Y cómo puedo ayudarte a encontrar a tu novia?

—Sé que ha estado aquí.

—Mira al fondo del hangar. —Señaló a la marabunta con aire cansino—. Ha estado así de abarrotado desde el primer día.

—Ella es diferente.

—¡Es normal que a ti te lo parezca! —dijo riendo.

—Vestía un kimono rojo —disparó el chico.

Aquello produjo una reacción plausible en el japonés.

—¿Como una pequeña geisha?

—Está prohibido vestir kimonos de seda —intervino el del muñón.

—¡Calla! Creo que ya sé quién dice.

—¿De verdad la ha visto? —exclamó Kazuo, emocionado.

El Globo aparcó más aún la hostilidad, se secó el sudor de la frente y murmuró algo para sí.

—¿Cuándo fue...?

—¡Jefe! —le reclamó el de la radio.

—Ahora lo recuerdo, sí, el kimono... —siguió pensativo.

—¡Escuchad! —insistió el otro—. ¡Va a comenzar el discurso!

—¿Cuándo la vio? —se desesperó Kazuo—. ¿Le dijo algo?

El Globo hizo un gesto con la mano pidiéndole paciencia y se concentró de nuevo en el pequeño aparato de radio. Kazuo quiso arrodillarse a sus pies para suplicarle que le hiciera caso unos segundos más, sólo necesitaba una frase, sólo una, pero Kramer le sujetó desde atrás.

—¿Qué hace? ¡Déjeme!

—Vas a estropearlo todo.

—¡Que me suelte!

—Espera a que termine el maldito discurso —le rogó al oído mientras le sujetaba pegado a su pecho—. ¿Qué importan ya unos minutos más?

Kazuo apretó los dientes para no gritar de pura rabia mientras el del muñón le pedía al dueño de la radio que subiera el volumen. Al poco se adivinó la voz de Hiroito entre el nefasto zumbido del transistor:

«A pesar de que todos han dado lo mejor, la lucha valiente del ejército y de las fuerzas navales, la diligencia y dedicación de nuestros servidores del Estado y el servicio devoto de nuestros cien millones de súbditos, la situación de la guerra no se ha desarrollado en provecho de Japón y las tendencias generales del mundo se han vuelto contra su interés...».

Se trataba de una grabación de mala calidad en la que, además, el emperador había optado por utilizar un japonés arcaico propio de la corte, por lo que a los miembros de la patrulla de salvamento les costaba seguir el escrito.

«Además, el enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y cruel de incalculable capacidad para provocar daños y terminar con vidas inocentes. Si continuáramos luchando, no sólo obtendríamos como resultado el colapso y la destrucción de la nación japonesa, sino que conduciríamos a la civilización humana hada su completa extinción...

Mientras estrechaban el corro alrededor de la radio, el más erudito del grupo se afanaba en contestar a las preguntas de sus ansiosos compañeros e interpretar cada palabra como si se tratase de un traductor simultáneo, formando una maraña de voces que, sumadas al patético mensaje, fueron caldeando el ambiente de forma casi física.

«
Siendo así las cosas, ¿cómo vamos a salvar a nuestros millones de súbditos o a expiarnos ante los espíritus benditos de nuestros ancestros imperiales?
», seguía Hiroito con su afectado plural mayestático. «
Ésta es la razón por la que hemos ordenado la aceptación de las disposiciones de la Declaración Conjunta de las Potencias
».

—¡No! —protestó el Globo.

—¡Silencio!

—¿Para qué queréis oír esto? ¡Es el fin!

—¡Shhh! —se oyó por el hangar.

«
Es cierto que las dificultades y sufrimientos a los que nuestra nación quedará sujeta de ahora en adelante serán enormes
», fue concluyendo. «
Somos plenamente conscientes de los sentimientos más profundos de todos vosotros, nuestros súbditos. Sin embargo, de acuerdo a los dictados del tiempo y del destino, hemos resuelto preparar el terreno con vistas a una gran paz para todas las generaciones que están por llegar, soportando lo insoportable, sufriendo lo insufrible.
»

—¡Ya era hora! —celebró el dueño de la radio—. ¡Viva el emperador!

—¡Soportar lo insoportable, qué vergüenza! —se desgañitó el Globo, dando un manotazo al aire que casi alcanzó a Kazuo en la cabeza.

—¡Márchate de este país si no estás contento! —se le encaró el del muñón—. ¡Nos tienes a todos más que hartos con tanta queja!

—¿Y no tengo razón?

—¡Es una falta de respeto a los caídos!

—¿Qué quieres decir? ¡En esas pilas de cadáveres también hay amigos míos!

—¡Tú nunca has tenido amigos!

Aquello fue demasiado. El Globo se agachó, levantó sobre su cabeza uno de los sacos con la pose del macho dominante de una familia de gorilas y lo lanzó contra su compañero, quien apenas tuvo tiempo de apartarse, desparramando el arroz por el suelo y provocando un revuelo en el gentío que esperaba su ración al otro lado del parapeto de cajas. Sus propios subordinados se le echaron encima, parecía haber perdido la cabeza, apenas podían sujetarle. Junko..., susurraba Kazuo con la incredulidad estampada en el rostro, viendo que se le terminaban las opciones mientras la marabunta bullía, preguntando a gritos qué había dicho el emperador, encaramándose a las vallas e incluso, algo insólito, desafiando la autoridad de los soldados que desde el otro lado controlaban las filas. Los miembros de la patrulla de salvamento comenzaron a inquietarse, soltaron a su jefe rogándole que se tranquilizara y los ayudara a apaciguar a la masa antes de que se abalanzase sobre ellos, pero el Globo aprovechó el desconcierto para echar a correr hacia uno de los camiones de cuya cabina extrajo una daga que colocó con decisión en su barriga. Se arrodilló en el suelo sentado sobre sus talones y comenzó a recitar unos versos previos al harakiri.

Kramer estaba más preocupado por la marabunta que comenzaba a encaramarse a las cajas. Tenían que irse de allí a toda prisa, pero Kazuo seguía clavado al suelo a un par de metros del Globo, cuyas manos temblaban al saber que en unos segundos tendría que presionar el filo hacia sus entrañas.

En ese momento, ante la estupefacción general, el propietario del aparato de radio decidió interrumpir el suicidio ritual —de haber considerado que su jefe estaba en su sano juicio jamás hubiera interferido—, sacó una herramienta de la trasera del camión y le golpeó en la cabeza haciendo que su morada cara se estrellase contra el suelo cubierto de arroz.

—¡No! —gritó el chico.

Se lanzó sobre el cuerpo del Globo, casi subiéndose encima. No se movía, tal vez al que le había dado el golpe se le había ido la mano. Le preguntó por Junko una y otra vez. Los demás no comprendían nada. Los ciudadanos hambrientos pasaron por encima de las cajas y se desparramaron por el hangar como el arroz del saco. Kramer arrancó a Kazuo del cuerpo seboso de la única persona que recordaba haber visto el kimono rojo después del estallido. ¡Suélteme de una vez!, le gritaba volviendo a aferrarse a aquella masa inerte. ¡Quiero estar aquí cuando despierte! Pero el holandés insistía en que ya no podían hacer nada. ¡Está muerto!, trataba de convencerle señalando el reguero de sangre que fluía de la cabeza. Quizá alguno de los otros recuerde a Junko, sollozaba Kazuo. Pero ya no había tiempo. Las fauces de la marabunta rasgaban la tela basta de los costales y se oían los silbatos de los soldados que hacían turnos de control en la estación.

—¡Los dos occidentales tienen la culpa de todo! —gritó el del muñón.

Eso es justo lo que había temido Kramer, que alguien los señalase y calentase los ánimos del resto. Tiró de los brazos de Kazuo, de su ropa. No podía con él, se revolvía como un animal para seguir aferrado al Globo. ¿Qué podía hacer? No era capaz de abandonarlo... No lo pensó dos veces. Le dio una fuerte bofetada que lo dejó turbado durante unos segundos que aprovechó para agarrarlo por la cintura, subirlo al hombro como un fardo y echar a correr hacia la puerta metálica, después hacia as vagones abandonados en la vía muerta y de ahí a cualquier sitio alejado de la estación, sintiendo a su espalda la desesperación de quienes lo han perdido todo.

Tras correr un buen rato con el chico a cuestas, a Kramer se le tensaron los músculos de las piernas y tuvo que parar. Decidió ocultarse entre las ruinas de lo que debió de ser un pequeño mercado de alimentos, a juzgar por los restos reconocibles de un toldo y unas cajas de fruta carbonizada que emergían de entre los cascotes. Se aseguró de que nadie los seguía y dejó caer a Kazuo, el cual quedó clavado de rodillas con la cara hundida en sus propias manos.

—Sabes que no podíamos hacer otra cosa aparte de salir de allí —se justificó el comandante.

Kazuo le acuchilló con sus ojos entornados.

—¿Para qué iba a arriesgarse? Usted ya tiene lo que quería.

—¿Qué estás diciendo?

—Japón se ha rendido. Ahora los aliados rescatarán a sus hombres y podrá irse a Karuizawa a buscar a su novia.

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