—Karuizawa es un lugar paradisíaco cuyos hoteles y residencias de verano fueron convertidos en prisión para diplomáticos. Un vergel de bosques y cascadas —redundó, como si le oxigenase pensar en aquel paisaje—. Cuando Japón entró en guerra, el Servicio Secreto confinó allí a todos los miembros de las legaciones consulares y a los pocos empresarios europeos que se resistieron a abandonar el país.
—¿Como si fueran cárceles de lujo?
—Algo así. Pero ahora vayamos al barracón. Esta maldita lluvia de polvo...
Groot se sacudió el pelo. Kazuo ni siquiera se había dado cuenta de que desde hacía un rato estaban cubriéndose de aquel hollín corrupto. ¿Cuándo iba a dejar de caer? Cogió del brazo al teniente y le acompañó al barracón. Al entrar, sintió de nuevo el puñetazo de la putrefacción. Muchos de los soldados yacían dormidos formando una masa única de brazos ulcerados, piernas escuálidas y cabezas sin pelo. Por no hablar de los que sufrían quemaduras graves, que se consumían en un rincón en el que nunca daba la luz. Recostó a Groot en un hueco libre de la pared y salió a toda prisa con cuidado de no pisar a nadie.
Una mano fuerte le sujetó el tobillo. Miró hacia abajo sobresaltado. Era el comandante Kramer, que se había echado cubriéndose la cara con el brazo.
—¿Adónde vas?
—No se preocupe por mí.
El comandante se tomó unos segundos para pensar su siguiente frase.
—Yo te ayudaré a encontrar a esa chica.
—¿Lo dice de verdad? —le preguntó Kazuo, emocionado.
—Soy un soldado. ¿Qué esperabas?
Kazuo salió al exterior y caminó hasta el centro del patio. Kramer apareció al poco.
—¿Sabes llegar hasta el barrio donde vivía tu amiga? —le preguntó con decisión, obviando su enfado de un rato antes.
Kazuo asintió. No podía evitar sonreír de pura alegría—. Lo primero que tenemos que hacer es preguntar a los vecinos si la han visto por allí tras la explosión. No hay tiempo que perder. Ésa era justo la frase que quería oír. Se encaramaron a unas piedras caídas para sortear el ancho muro que, paradójicamente, había protegido el Campo 14 de la devastación y se internaron en las ruinas próximas al epicentro.
Por el camino se cruzaron con los escuadrones militares enviados para echar una mano con las tareas humanitarias, las primeras unidades de salvamento y los camiones de bomberos venidos de otras poblaciones de la prefectura. La voracidad de la bomba y los cuatro días posteriores de incendios hacían que apenas quedase algo que salvar.
Llegaron al barrio donde estaba el humilde hogar de madera y papel que Junko ocupaba con su madre. Había sido barrido por completo por el estallido. Kazuo tuvo la sensación de encontrarse en un cementerio nipón, plagado de estrechas lápidas verticales. En realidad se trataba de precarios carteles que los supervivientes iban clavando en el lugar donde antes se ubicaban sus casas. Se acercó a uno y lo leyó con cierto reparo: «Padres: Aomame y Ayumi seguimos vivas; intentaremos llegar a Shimabara». Lo más probable era que los familiares a los que iba dirigido el mensaje estuvieran sepultados bajo los cascotes. Pero pensó que, de haber tenido padres o hermanos desaparecidos, también él habría preferido no excavar y seguir viviendo en la creencia de que vagaban perdidos por la ciudad fantasma.
Kramer le alentó a que interrogase a las personas que había por allí. Apenas se adivinaba entre los carteles un puñado de figuras con la espalda encorvada, rastreando el suelo como perros en busca de un zapato, de un fetiche familiar, de cualquier cosa reconocible que arrancase a los suyos de las fauces del olvido. Se acercó a los que estaban más próximos y les preguntó por la maestra de ikebana y su hija Junko. Tenían que conocerlas, desde luego que sí, contestaban todos dejando por un momento lo que estaban haciendo, la reina de las flores, esa mujer de largos silencios y su niña, la que cuando sonreía parecía hacerlo desde el fondo del río, como un pez sagrado separado del resto de los mortales por un velo de agua cristalina. ¿Dónde están? ¿Quién lo sabe? ¿Nadie las ha visto? Sólo vemos sombras, decía uno de los monjes que rebuscaban entre los cascotes pequeñas piedras del santuario del barrio. Mira allí, y señalaba hacia una nube de ceniza removida por el viento. Eso es todo lo que nos queda: la memoria de nuestro pueblo teñida de hollín.
¿Qué podían esperar?
Pasaron varias horas llenando con las mismas preguntas un círculo cada vez mayor pero igual de estéril. Tan sólo obtenían miradas de compasión, miradas perturbadas, algunas de desprecio, muchas extraviadas, abrasadas, tan sólo miradas vacías como cráteres lunares.
Ya por la tarde, mientras decidían hacia dónde encaminarse, pasó junto a ellos un camión del ejército. El remolque estaba cargado con cuerpos quemados, arrojados unos encima de otros como si fueran maderos. Kazuo, llevado por un impulso repentino, corrió tras él.
—¿Adónde vas? —gritó Kramer.
Soltó un improperio pero terminó siguiéndole, tragando a borbotones la ceniza que levantaba el camión. Parecía dirigirse a la bahía. Se desvió por un sendero que ascendía una loma próxima al mar. Kramer maldijo la cuesta, sobre todo el último tramo más empinado. Había otro camión parado con el remolque inclinado, cubierto por una tormenta de moscas.
A Kazuo le resultó familiar el sitio. Enseguida reconoció el acantilado al que su madre le traía algunas tardes para contemplar la puesta de sol. Hacía un calor insoportable, no sólo por estar en pleno agosto. Se asomó y vio que los cuerpos que arrojaban desde el camión iban a parar a una cala en la que un grupo de soldados les prendían fuego. Contempló absorto la enorme hoguera con el mar al fondo. Kramer llegó al momento y le abrazó por detrás, como hubiera hecho con un compañero aturdido tras el estallido cercano de una granada. Pero el chico se revolvió y se acercó al camión llevado por una morbosa atracción. Algunos cuerpos no llegaban a caer. Se quedaban en el borde y los soldados tenían que empujarlos al vacío con unos palos que terminaban en un gancho de hierro. El primer día habían recogido los cadáveres con las manos, pero luego fabricaron aquellas herramientas porque temían infectarse al tocarlos. Y así también evitaban quedarse con la piel quemada del muerto.
Kazuo se fijó en un cuerpo que se había enganchado en un hierro del remolque. Le pareció que se estaba moviendo, pero decidió que se trataba de una alucinación. Aun así las piernas comenzaron a temblarle. Era un cuerpo menudo, sin pelo, seguro que de mujer por los pequeños pechos, abrasado. Junko, podía ser Junko... ¡Sí que se mueve! ¡Trataba de levantar un brazo y abría la mandíbula como para decir algo!
—¡Está viva! —gritó.
Se encaramó al lateral del remolque y la señaló, escandalizado. Uno de los soldados se acercó a toda prisa, pero en lugar de ayudar a aquella chica, lanzó su gancho con una inusitada pericia y de un solo tirón la despeñó por el acantilado.
—¡No! —se horrorizó Kazuo. Fue hasta el borde y vio cómo el cuerpo era engullido por las llamas—. ¿Por qué ha hecho eso?
Se lanzó enloquecido contra el soldado.
—¡Kazuo, no! —gritó el comandante Kramer.
El japonés se lo quitó de encima de un manotazo que estuvo a punto de hacer que Kazuo se despeñara tras el cuerpo.
—Sucios occidentales...
—¡Ni siquiera sabes quién era! —se desgañitó el chico.
El soldado se le encaró mientras mantenía alzado el palo hacia el comandante, como para contenerlo.
—¿Crees que le habría hecho un favor dejándola aquí para que muriese despacio? —gritó. Kramer sabía que no tenía intención de hacerles daño. Hizo un gesto pidiéndole calma, tanto a él como a otros soldados que se les acercaron a toda prisa para ver qué ocurría—. ¡He perdido a toda mi familia, ni siquiera he llegado a ver sus cadáveres, y te aseguro que esto es exactamente lo que querría para ellos! —Señaló un instante al fondo del barranco y volvió a clavarles su mirada de loco—. El fuego purificador.
Arrojó el palo al suelo y se dirigió a la cabina del camión para recoger el remolque. Los demás también se dispersaron, volviendo a concentrarse en su trabajo. El comandante respiró hondo.
El fuego purificador... Kazuo tuvo ganas de saltar y terminar de una vez, pero aquella chica no era Junko. Aún no había llegado la hora de fundirse en la tierra, como dos gotas de lluvia, y darse el abrazo eterno que profetizaba el haiku.
Dio media vuelta y enfiló el sendero hacia abajo.
—Pero ¿adónde vas ahora? —se quejó Kramer, agotado por una desacostumbrada sensación de impotencia que no acertaba a canalizar.
—A seguir buscando.
—Pues hazlo tú solo —murmuró hastiado, sentándose en el suelo con la mirada puesta en la bahía.
Kazuo volvió sobre sus pasos y se plantó frente al holandés en actitud desafiante.
—¿Qué le pasa?
—Estoy cansado, chico.
—Los soldados lo soportáis todo.
—¡Calla, maldita sea!
—¿Por qué me grita?
—Ni siquiera me siento un verdadero soldado —confesó pausado. Kazuo se quedó mudo—. ¿De verdad crees que nací con este casco sobre la cabeza?
—Ya sé que no.
—¿Cómo que lo sabes?
—Groot me lo contó. Lo de que usted era representante de artistas.
Kramer se secó con la manga el sudor ennegrecido de la frente.
—Maldito Groot... —masculló.
—Tengo una idea —saltó Kazuo con aire renovado mientras el camión arrancaba y volvía a envolverlos en una nueva nube de ceniza removida. A Kramer le fascinó su energía, más bien su indestructible ilusión—. Podríamos ir a las oficinas de la NKB para que emitieran un mensaje en el programa de personas desaparecidas.
—¿Qué es la NKB?
—La radio del gobierno.
—No creo que estos días emitan ese programa. Supongo que ni siquiera estará operativa la emisora.
—Sí que lo está. El doctor la escucha en su despacho todos los días alas...
—Déjalo, Kazuo. No estamos hablando de alguien que se ha perdido en una excursión escolar.
—Entonces, ¿ya está? —preguntó el chico sin tono de reproche—. ¿Aquí acaba todo?
El holandés le observó con una expresión carente de alma. Cuando iba a asentir, algo le impidió hacerlo: percibió claro y rotundo el aroma de su prometida. Una sofisticada fragancia llamada «el bosque después de una tormenta». ¿Acaso la pasión de aquel muchacho le hacía evocar lo mejor de su propio pasado? Creyó olería de verdad y se empapó del agua limpia sobre el musgo, un aroma fresco que, durante un instante, logró imponerse sobre el hedor de la putrefacción.
—Elizabeth —murmuró—, ¿adónde irías tú?
—¿Con quién habla?
—Desde luego que no ha acabado todo —exclamó con una resolución que le hizo levantarse como si le hubieran accionado con un resorte—. Hemos de variar el escenario de la búsqueda.
El chico, complacido, miró a su alrededor.
—Todo está igual.
Kramer caviló unos instantes.
—¿Dónde me dijiste que habíais quedado?
—La colina...
—Sí, la colina desde la que tu amiga y tú nos observabais con los prismáticos. ¿Cómo se llega hasta allí?
Kazuo pensó que no había regresado a su rincón secreto desde el estallido. Era allí donde había sido golpeado por la luz, le daba pánico recordarlo, pero también era el lugar donde habían acordado encontrarse. Quizá Junko llegó poco después de que él se fuera y aún estaba esperándole. Se estremeció al imaginarla en cuclillas sobre la piedra, contemplando el valle desde lo alto, muerta de hambre y sed.
Envuelta en su ajado kimono rojo.
Ginebra, 6 de marzo de 2011
M
ei, en la puerta.
Emilian no podía creer que fuera ella. Le daba miedo tocarla, temía que se desvaneciera como una imagen reflejada en un lago. Le hizo un gesto invitándola a pasar y entró envuelta en el viento de hojas que la acompañaba, tomando posesión del apartamento como si lo conociera.
—Vaya una sorpresa... —acertó a decir por fin—. ¿Estás bien?
Ella asintió, aunque estaba claro que algo había ocurrido. De no ser así, conociendo la mentalidad japonesa, nunca hubiese vuelto a la carga después de cómo se despidieron en Tokio. Habría sido un buen espaldarazo para su ego escucharle decir que había viajado a Suiza sólo para verle, pero aquella visita sin duda tendría que ver con su abuela. Aflojó la mano con la que aún sujetaba la maleta. Emilian la recogió con caballerosidad y la dejó junto al sofá.
—Gracias.
De nuevo su balsámica voz. El aire de sus pulmones parecía no rozar las cuerdas vocales. La siguió con la mirada mientras apoyaba sobre el respaldo de una silla giratoria un bolso grande y la gabardina con doble botonadura de estilo militar. Tenía un aspecto espléndido. Vestía un jersey de cachemir negro que cubría por completo su cuello de bailarina —que aún parecía más regio al llevar el pelo azabache recogido en un moño improvisado— y un vaquero ajustado por dentro de unas botas negras de montar que le llegaban hasta la rodilla. Los complementos también resaltaban su belleza sin hacerle parecer la típica fashion-victim nipona: gafas de sol retro y pendientes vintage de botón con cristales verdes. A su lado, Emilian se vio más descuidado que nunca, con las deportivas Múnich y los pantalones llenos de polvo tras su incursión en la bodega y la huida entre las viñas que había protagonizado como un burdo delincuente. Se alisó de forma instintiva la camisa que llevaba por fuera.
—Perdona la cara de alucinado que se me debe de haber puesto. Es que...
—Si te importuno prefiero marcharme —saltó ella un tanto brusca.
—No, no. Sólo estoy sorprendido. ¿Cómo has sabido dónde vivo?
—Siento haberme presentado así —volvió a excusarse.
—Te lo preguntaba por curiosidad. Me alegro de verte.
—Yo también —repuso más relajada.
Emilian arqueó las cejas y sonrió cordial.
—Además puedo aprovechar para decirte que estoy arrepentido de cómo me comporté en Tokio. Nos conocimos en un mal momento.
—¿Van mejor las cosas?
—Aún es pronto.
—Yo tampoco lo estoy pasando bien —dijo Mei en tono cómplice—. No debí comprometerte en algo tan personal.
Parecía ir recuperando su porte. Parada en mitad del apartamento, recorría cada rincón con la mirada. La puerta de entrada se abría directamente al salón. Estaba rodeado de estanterías atestadas de libros y carpetas, con varias fotos enmarcadas en cristal apoyadas en el suelo y, en una esquina, la mesa de proyectar bajo la que se apelotonaba un engranaje de tubos para guardar planos. Tenía el aspecto de una buhardilla bohemia cuyo desorden se convierte en la clave de su encanto. Desde allí se accedía a otros tres huecos: un baño alicatado con gresite gris, una cocina con una ventana por la que entraba el sol y un dormitorio con la cama sin hacer.