—¿Un espía? —se sorprendió también el cristiano.
—¡Lleva semanas subiendo a la loma que hay junto a la fábrica de la Mitsubishi con unos prismáticos! —espetó el agente—. ¡Se dedica a informar a los suyos de lo que ocurre en el Campo 14!
Kazuo sintió un estremecimiento. Lo sabían... Le tenían controlado... Por un momento, de forma absurda, se sintió importante, un verdadero espía merecedor de cualquier castigo.
Hizo un último intento de zafarse que sólo consiguió acrecentar la sensación de mareo que iba apoderándose de él.
—No-es... cier-to, no...
El japonés que salió en su ayuda se limitaba a suplicar al kempeitai de forma sumisa, amedrentado por su tamaño o, más bien, por la aureola de terror que envolvía a todos los miembros del servicio secreto desde el comienzo de la guerra. ¿Qué poder inmenso habían tenido para que uno de ellos, medio abrasado y solo en aquel holocausto, siguiera imponiendo su autoridad sirviéndose de unos cuantos gritos afónicos? ¿De verdad iban a dejarle seguir hasta el final? Es muy joven, repetía el cristiano de forma cada vez más apagada. No lo soy, pensaba Kazuo sin llegar a pronunciar una palabra, con la lengua saliéndosele ya de la boca. Al menos quería morir como lo que era: un samurái en busca de su princesa. Sintió la llamada del haiku en su bolsillo, quiso acercar la mano y aferrarse a él pero no pudo siquiera moverla, aprisionada como estaba contra el suelo por la rodilla del agente. ¡Ella es japonesa!, hubiera querido gritar. ¿No os dais cuenta de que matándome a mí la matáis a ella?, pensó mientras perdía la conciencia...
De repente se sintió diferente. En un primer momento creyó haber muerto, pero pronto se dio cuenta de que seguía allí: el borde cortante de los cascotes, la atmósfera acida. Una brizna de aire volvía a correr por su garganta. El kempeitai se había incorporado, sin duda creyendo que había terminado con su vida. No se atrevía a mover un músculo. Abrió un ojo lo justo para ver que aquel animal estaba clavado en lo que fue la nave central del templo, con la mirada fija en la entrada. ¿Quién había llegado para que los otros cristianos también lo contemplasen absortos?
Entonces lo vio. Una silueta iluminada por los fuegos y el resplandor del sol recién salido. Lo reconoció al momento. Era el comandante holandés del Campo 14, aquel que le recordaba a su padre hasta el llanto. Vivo. ¡Vivo! Y libre. Con sus botas y sus polainas y la camisa desabotonada, negro de hollín como todo lo que los rodeaba. ¿Qué estaba haciendo allí? Habría ido a dar gracias a su dios.
El kempeitai echó mano a la parte de atrás de su cinturón y sacó una pistola. Kazuo se quedó frío. ¡Aquel hombre no podía morir así, no después de haber superado la bomba! Vio con terror cómo el japonés levantaba el arma, apuntaba al pecho del comandante aliado y echaba a andar hacia él.
Les separaban unos veinte metros.
—No lo haga —dijo con serenidad el holandés mientras levantaba las manos con movimientos pausados—. No soy un enemigo —añadió en un precario pero inteligible japonés—. Ya no...
Pero el kempeitai seguía avanzando, empuñando el arma con tensión, abriendo el ojo sano de forma desmedida, como si gozase con la visión del cañón alineado con el corazón del occidental.
—No lo haga... —repitió éste en voz baja, manteniendo las manos en alto al tiempo que buscaba de reojo alguna solución de urgencia.
—¡No lucho por mi propio honor, sino por el de mi señor! —gritó el kempeitai sin detenerse, iniciando lo que parecía un responso samurái—. ¡No lucho por mi propia gloria, sino por la de Su Majestad Imperial y los ancestros que me observan!
Estaba completamente enajenado.
Los ojos del comandante se clavaron en el gatillo, la mano del kempeitai comenzó a temblar, el percutor...
En ese mismo instante, Kazuo, que se había levantado sin que nadie reparase en él, se abalanzó sobre el kempeitai y le golpeó con todas sus fuerzas en la espalda con el respaldo astillado de uno de los bancos de la iglesia. El cuerpo del agente se arqueó, soltó un alarido de dolor e hincó las rodillas mientras el arma caía al suelo y se introducía entre los cascotes. Kazuo, llevado por el peso del madero, también se desplomó, yendo a golpearse en la sien con una piedra que sobresalía como la arista de un iceberg.
El mundo retumbó sordo en su cerebro. Escuchaba deformados y cada vez más lejanos los gritos nerviosos del comandante aliado, que aprovechó para abalanzarse sobre el kempeitai, coger una piedra y atizarle con saña brutal hasta aplastarle el cráneo. Le había salvado la vida... Él, Victor Van der Veer, después llamado Kazuo, era el héroe... Incluso sus propios pensamientos sonaban ya lejanos; era como si todo su ser estuviera siendo atraído fuera de su cuerpo de forma extraña: no hacia el exterior —como siempre había pensado que sería el tránsito— sino hacia dentro, por un pequeño canal que lo transportaba a un mundo desconocido que se abría en lo más profundo de su corazón.
Tal vez estés allí esperándome, Junko...
Tal vez pueda besarte por fin...
Ginebra, 4 de marzo de 2011
L
os nueve mil espectadores del Ginebra Arena saltaban de sus asientos y derrochaban cánticos guerreros cada vez que el número uno conseguía un punto. Estaban acostumbrados a verle en casi todas las finales de la ATP, pero esta vez vestía la camiseta de Suiza y no luchaba por afianzarse en el ranking, sino por conseguir la Copa Davis para un país ansioso de triunfos deportivos. Nadie había querido perderse el acontecimiento. Los reservados a pie de pista estaban repletos de caras conocidas, no sólo de la Federación de Tenis, sino de lo más granado de la política y la vida pública. En uno de ellos, situado junto al box en el que se apelotonaban los reporteros gráficos, vibró un móvil.
Emilian se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Lo encendió manteniendo un ojo en la pista, aunque en realidad no se encontraba allí porque le gustase el tenis, sino por hacerse el encontradizo con determinadas personas a las que le interesaba ver en aquel momento aciago, para al menos tratar de reconducir su vida profesional. Leyó el mensaje y su rostro se tornó más serio. Miró a ambos lados. Sus compañeros de palco estaban mudos. El marcador estaba cuarenta a cero. Si el suizo conseguía ese punto se pondría con un cinco a dos imposible de remontar. El saque salió fuera por unos centímetros. Se giró hacia atrás.
—¿Puedo salir? —preguntó en voz baja al asistente encorbatado que controlaba los accesos.
—Cuando termine el juego, señor —susurró aquél.
No fue necesario esperar mucho. El segundo servicio voló con osadía a la cruceta. Emilian se levantó como un resorte y salió de la pista inadvertido entre las palmas y el estruendo de los cencerros que hacían sonar unos animadores con gorras de cuernos de vaca. Estaban a un juego de la victoria.
Se introdujo por la puerta de los vip hacia los bajos de las gradas. Tomó el pasillo que llevaba al área de negocios donde se encontraban el bar y los comedores de los socios. Estaba desierto, salvo por alguno de los policías que custodiaban las entradas. Se dirigió hacia la zona del catering. Desde allí apenas se escuchaba un rumor que iba y venía al ritmo marcado por los aciertos y los errores de los tenistas. No tardó en localizar a la persona que le había enviado el mensaje, de pie junto a la barra.
—Hola, Veronique.
Al acercarse a besarla percibió un torrente de sensaciones conocidas: frío en la mirada, calor en sus piernas a pesar de la falda corta, elevadas sobre unos Louboutin —le perdían las suelas rojas— cuyos tacones remarcaban en sus gemelos una tensión que también reflejaba su rostro.
—Te veo bien —dijo ella.
—Eres muy oportuna. Está a punto de terminar la final.
—Pero si a ti no te gusta el tenis.
—Claro que me gusta. El que nunca hayamos ido juntos a un partido no quiere decir que no me guste.
—Vale, ahora recuerdo. Tus amigos de Tokio eran muy aficionados.
—Tomomi está federada —respondió, remarcando su nombre para combatir el desprecio que llevase acarreada la frase anterior.
No pudo evitar dejar caer la mirada unos segundos. No había pronunciado aquel nombre desde que se despidió de ella en su estudio, antes de salir corriendo hacia el despacho del gobernador y enterarse de la traición de su amigo Yozo. Veronique aprovechó para suspirar con calma.
—Parece mentira lo poco que sabíamos el uno del otro.
—¿Para qué me has llamado?
—Te he visto desde el otro lado de la pista. ¿Cómo has conseguido un palco? —Sonrió un tanto forzada.
—Todavía me queda algún contacto decente.
—Pues será mejor que los conserves bien —le espetó—. Me he enterado de lo del proyecto.
—De lo del
no
proyecto, querrás decir.
—Y de lo del IPCC. ¿Cómo has podido publicar ese artículo?
Han estado a punto de abrirte diligencias penales por difamación.
Un nuevo clamor llegó desde la pista. Emilian, sintiéndose salvado por la campana, desvió la mirada al monitor de televisión que, en un extremo de la sala, retransmitía el partido. Uno de los jueces de pista había cantado fuera una bola dudosa del suizo y el jugador se acercaba a la red mientras su contrincante marcaba en el suelo con la raqueta el lugar donde había golpeado.
—No tenía otra opción aparte del pataleo —contestó—. De todas formas todo lo que dije es cierto.
—Lo importante no es que sea cierto o no. Sí que había más opciones. Eres experto en encontrarlas donde nadie las ve. Si hubieras vuelto a Ginebra sin hacer tanto ruido quizá ahora podríamos encontrar la forma de convencer al gobernador de Tokio para que...
Emilian levantó la mano para cortarla al tiempo que fruncía el ceño.
—¿Incluso ahora vas a decirme lo que tengo que hacer?
—No te enfades.
—¿Cómo que no me enfade? —Cerró los ojos un instante y, recuperando la prestancia, le habló de forma calmada—. Dime ya por qué me has llamado y volvamos a la pista.
—No pretendo darte lecciones —insistió ella con el mismo tono apaciguado—. Nunca lo he pretendido.
—De acuerdo —cedió él un tanto condescendiente.
—Es sólo que estos días no dejo de acordarme de ti. Sufro por ti, aunque no lo creas.
—Sí lo creo. Gracias, Veronique.
—Sé mejor que nadie lo que significaba para ti el Carbon Neutral Japan Project. Sólo quería decírtelo.
—Podías habérmelo dicho tan claro un poco antes.
—Sí, podía haberlo hecho.
Permanecieron unos segundos mirándose en silencio, ajenos a los camareros que preparaban el catering. El ruido de copas golpeando unas con otras aprovechó para adueñarse de su espacio. Emilian aceptó un vino blanco que le acercó una joven rubia ataviada con un delantal negro y lo bebió de un trago antes de alejarse hacia una cristalera situada en el otro extremo de la sala. Desde allí se disfrutaba una vista panorámica del aeropuerto. Veronique le siguió al poco.
—Eso último no era un reproche —dijo él.
—No pasa nada.
—Bastantes dardos nos lanzamos ya en el pasado.
Aquella última palabra retumbó en su mente como si estuviera pronunciada en el interior de una cueva. El pasado... ¿Tan lejos quedaba la relación que los había zarandeado del tormento a la pasión, del ataque constante a una sexualidad adictiva? Emilian recordó su lengua lamiendo las gotas de sudor que se condensaban entre los omoplatos de Veronique; primeros planos de las marcas que le dejaban sus uñas en el cuello, cuando se aferraba a él para no caer al vacío tras alcanzar el clímax. Ella debió de adivinar lo que pensaba, ya que se acaloró de repente.
—Quizá no seas el único que actúa de forma impulsiva.
—¿Estás intentando decirme algo?
—A veces me pregunto si...
Vaciló. En ese momento las gradas del Ginebra Arena estallaron en una única y atronadora ovación. Vibraron el suelo del bar y la gran cristalera como si estuviera pasando por encima uno de los aviones que despegaban del aeropuerto. El partido había terminado.
—Te preguntas si... —repitió Emilian, instándole a que terminase la frase.
—Creo que debemos irnos. Llámame para cualquier cosa que necesites.
—Te agradezco el ofrecimiento.
—Vaya...
—¿Qué ocurre?
—Eso ha sonado muy protocolario.
Emilian le acarició la mano, apenas un instante, y se encaminó hacia la salida del estadio.
Fue directo a su casa. Vivía en un ático cerca del río, en pleno centro. El edificio era antiguo, con fachada de ladrillo mohoso y la madera de las jambas un tanto abombada por la humedad, pero tenía sabor. A Emilian le encantaba el ascensor, encerrado en una verja con puertas carcelarias y engranajes de la revolución industrial. Incluso le gustaba la moqueta de la caja de escalera. Los centroeuropeos somos así, bromeaba al respecto cuando venía a visitarle algún amigo extranjero.
Se tumbó en el sofá, arrojó los zapatos al suelo y se tapó la cara con el brazo. ¿Por qué demonios había reaparecido Veronique en su vida? ¿Y por qué había dicho aquello de que quizá ella también había actuado de forma impulsiva? ¿Se refería al hecho de dejarle? Le horrorizó pensar que aquellas palabras respondieran a un arrebato de lástima. A ella no podían irle mejor las cosas. Acababan de nombrarla directora de proyectos de la Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas y tenía a su disposición un cuadro de ejecutivos que la adoraban como si fuera la Gran Sacerdotisa del Tarot: una mujer madura, de estricta belleza, que se había hecho con los poderes en un mundo de hombres. Y además estaban sus piernas. Malditas rodillas y malditos muslos pálidos que ella exhibía sin medias, como un desafío al tiempo. Él también fue objeto de sus exigencias y desafíos, aquellos que no pudo satisfacer y terminaron con su relación. En aquel tiempo necesitaba dedicarse por entero al Carbon Neutral Japan Project... Qué irónico. El mero hecho de plantearse si Veronique todavía sentía algo por él le resultó humillante. Quizá su comentario en el catering del Ginebra Arena había sido una forma sutil de venganza, una delicada tortura. Maldita Veronique...
Se levantó y encendió el portátil. Desde su regreso a Ginebra, salvo ir a la final de la Copa Davis esperando cruzarse con alguien que pudiera abrirle una puerta, no había hecho otra cosa que enviar correos. Había escrito a toda su gente de confianza en el IPCC esperando reunir los suficientes apoyos para que los responsables del Panel se replanteasen su readmisión. Y también a todos los funcionarios y ejecutivos de Tokio que tenían alguna relación con su proyecto, en un intento desesperado de hacer reflotar algo que, como día tras día iba asimilando, se había hundido en las profundidades abisales del mar de Japón.