El haiku de las palabras perdidas (21 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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Corrió hacia la entrada y subió los escalones de tres en tres para salir cuanto antes de allí, pero cuando llegó arriba se encontró con un hombre flaco que lo miraba de forma desafiante. Vestía un polo y unos pantalones de pinzas. Estaba claro que no era un agricultor de la zona.

—¿Qué demonios hace aquí? —le preguntó con un acento de dudosa procedencia.

No cabía otra pregunta, ni existía una respuesta acertada.

—Tranquilo —Emilian hizo un gesto apaciguador con las manos—, no estoy robando ni nada por el estilo. Sólo estaba ojeando la bodega. Supongo que estará en venta.

—¿En venta?

—Me envía un viticultor de la zona —improvisó—. Perdone que no le dé su nombre, entenderá que no puedo hacerlo por mera discreción...

—¿Qué hacía abajo? —le cortó.

—Ya le he dicho, echando un vistazo al calado. ¡Es impresionante! Y he comprobado que tienen ustedes muchas barricas en buen estado. ¿Es roble francés o americano?

—¿Por dónde ha entrado?

Recorrió el almacén con la vista buscando otra posible entrada más digna que la que había utilizado, pero no encontró ninguna.

—Me avergüenza decir esto, pero me he colado por esa trampilla —confesó señalando la pasarela de hierro—. Aunque le aseguro que sólo quería curiosear...

El hombre lanzó una mirada a una herramienta puntiaguda que colgaba de una pared. Emilian temió que fuera a hacerle daño y no lo dudó. Aprovechó para darle un empujón antes de que tuviera tiempo de cogerla y echó a correr hacia fuera. El otro trató de mantenerse en pie, pero tropezó con el tubo de uno de los depósitos y cayó al suelo golpeándose la cabeza con una llave de paso. Emilian se quedó clavado temiendo haberle causado alguna lesión grave.

Comprobó que no sangraba y que incluso se movía y, entonces sí, siguió hacia su coche como alma que lleva el diablo. Cuando creía haber salido de aquel absurdo atolladero, vio un todoterreno negro detenido junto a su Golf y otro hombre bastante más fornido que el anterior curioseando en el interior a través del cristal de la ventanilla. Dejó de correr antes de que se diera cuenta y se acercó con aparente tranquilidad.

—Lo siento de veras —se excusó Emilian, azorado, haciéndole creer que el temblor en su voz provenía del hecho de estar obstruyéndole el paso—. Lo apartaré ahora mismo.

—¿Es suyo este coche?

El mismo acento. ¿De dónde provenían? Del Este, eso estaba claro.

—Enseguida le dejo el camino libre —insistió.

El otro miró hacia la bodega sin separar la mano del cristal, como impidiéndole montar mientras buscaba a su compinche.

Emilian se fijó en el Rolex de acero y oro.

—¿De dónde sale usted?

—Estoy buscando viñedos para comprar —afirmó estirando la misma versión improvisada un poco antes. Respiró hondo tratando de conservar la calma—. ¿No será usted por causalidad el propietario?

—No.

—Estaba examinando esas cepas abandonadas. Es una pena que estén así, ¿verdad? Bueno, voy a seguir dando una vuelta por la zona. —Hizo un gesto sutil indicándole que se apartase—. ¿Le importa que...?

El otro se movió lo justo para que Emilian pudiera entrar en su coche, pero asió la puerta por el marco sin terminar de dejarle ir. Emilian arrancó.

—Si me lo permite... —insistió, tratando de ser al máximo respetuoso al tiempo que se estiraba para cerrar de una vez por todas.

En ese momento, el hombre flaco apareció a lo lejos. Emilian lo vio antes que el otro, metió la marcha atrás y dio un aceleren que levantó una gran nube de polvo, recorrió gran parte del camino de tierra con el pedal pisado a fondo, la puerta abierta y el estómago en la boca, hizo un trompo arriesgado cuando pensó que se había alejado lo suficiente y, evitando in extremis caer a una zanja, siguió con las revoluciones al máximo hasta la autopista, jugándose la vida en un cruce que atravesó dejando tras de sí una estela de bocinazos de un camión cisterna y los insultos de una pareja de ciclistas.

Mientras volvía a Ginebra no podía creer lo que había hecho. Se daba un golpe tras otro contra el reposacabezas preguntándose en qué demonios estaba pensando, expulsando de su mente imágenes recurrentes de las misteriosas cajas de madera cuyo contenido le importaba menos que nada, temiendo sobre todo que se hubiesen quedado con su matrícula. ¿Qué podía temer? Era él quien se había metido en una propiedad ajena sin permiso y quien había golpeado al que debía de ser su dueño. Volvía a sentirse igual que cuando huyó del hermano de Mei a través del parque Yoyogi de Tokio: en una guerra ajena a la que se asomaba de forma desatinada.

Regresó directo a su apartamento, dio media vuelta a la llave por dentro, arrojó las del coche sobre una mesa y se tumbó en el sofá llevándose las manos a la cara.

Cogió el teléfono para llamar a Veronique. ¿No era eso lo que quería hacer? ¿Para qué resistirse más? Era preciso poner punto final a la sucesión de actos erráticos que venía acrecentándose de forma imparable desde que se separaron. ¿Qué iba a decirle? Se detuvo a pensar. ¿Acaso necesitaba prepararlo? Ya valía de situaciones forzadas. Comenzó a marcar su número, pero se detuvo a la mitad al tiempo que un pensamiento se abría paso en su mente: ¿tenía el valor suficiente para amarla? Nunca se había hecho esa pregunta; al menos no con aquella frialdad de terapeuta. Aún podía profundizar más: ¿alguna vez la había amado? Sintió un frío repentino en los dedos que sujetaban el móvil. Si fuera así no habría cambiado a Veronique por su proyecto, por su sueño. Si fuera así, ella habría sido su sueño.

En ese momento alguien llamó a la puerta.

Permaneció unos segundos como paralizado. ¡Le habían encontrado! Era imposible. Aun cuando tuvieran su matrícula tardarían bastante más en localizar dónde vivía. Trató de serenarse. Tenía que ser Veronique. Alguna vez les había ocurrido, cuando uno iba a llamar al otro, éste se adelantaba o incluso aparecía.

—¿Veronique? —dijo elevando la voz desde el sofá.

No hubo respuesta.

De nuevo el timbre.

Se levantó despacio y fue hacia la entrada. Giró la llave y, mientras abría, un viento como el que agita las plantas en las orillas de los lagos inundó la casa.

Era Mei.

9. El fuego purificador

Nagasaki, 13 de agosto de 1945

K
azuo atravesaba el cielo a bordo de un Zero. Seguía siendo el mismo adolescente del día anterior, pero eso no le impedía pilotar un caza recién salido de la fábrica: las manos aferradas a los timones, absorbiendo todo su cuerpo la vibración de la hélice, la espalda adherida al respaldo de cuero, el hierro de la cabina caliente, descontroladas las agujas del panel. Las nubes se deshacían como espuma de jabón. Se volvió hacia atrás. La preciosa Junko, vestida con su kimono rojo, se acurrucaba en el asiento del copiloto y observaba el mundo a través del cristal. Samurái y princesa a velocidad de vértigo. Él también se asomó. Sobrevolaban la bahía de Nagasaki. Les saludaban desde abajo miles de personas. Viró y dejó caer en barrena el avión, probando una pirueta que le arrancó una risa nerviosa. Cuando parecía imposible evitar la colisión, retomó el control con maestría e inició un vuelo rasante sobre el mar de cabezas. Lo que vio entonces le produjo una turbación indescriptible, como si una bocanada de humo negro del motor se hubiese filtrado en la cabina y le anegase nariz, boca y orejas. Todos los que allí estaban eran cadáveres. ¿Cadáveres agitando los brazos? Cuerpos abrasados clamando ayuda. Gritó a Junko que conservase la calma. Tiró de la palanca y el caza ascendió en vertical, directo al sol. Entonces se dio cuenta. Los aviones Zero eran monoplazas. No se atrevía a mirar. Junko, dime que estás ahí... Se volvió despacio al tiempo que tensaba los brazos para aguantar la presión del ascenso y comprobó con horror que la mitad trasera del fuselaje se había desprendido. El motor prendió en llamas. Tenía que saltar, pero siguió tirando de la palanca hacia su cuerpo, ascendiendo, ascendiendo. De súbito, una mano se asió a su cuello desde atrás, y al momento otra hizo lo mismo con su cara. Era Junko, que había permanecido agarrada a las cinchas del asiento y ahora se aferraba a él con desesperación. Estuvo a punto de soltar la palanca y dejarse arrastrar al vacío abrazado a ella, pero vio que su princesa ya no llevaba el kimono, que su cara no era la suya, que era la muerte misma, como la de aquellos que gemían en la bahía: abrasada, desfigurada,

¡Tranquilo!

mutilada,

¡Tranquilo, chico!

el avión ascendía más de lo imaginable, insoportable la presión.

Abrió los ojos.

Calma. Calma.

¿Había llegado al cielo?

Una luz.

—Ha despertado —dijo alguien.

La luz de una fogata.

Lo primero que vio fue un reloj de pulsera. Un reloj nacarado con correa de cuero que marcaba la una y veinte minutos. Pertenecía a alguien que le estaba colocando algo en la cabeza. Una venda. Le estaban enrollando una venda en la frente. Recordó otro reloj. Aquél marcaba las once y dos minutos y estaba cubierto de cascotes en la catedral de Urakami. La catedral, el estallido, su madre japonesa, el bunker de la sirena...

—¿Dónde estoy? —acertó a decir.

Se llevó la mano a la sien.

—Tranquilo, ya ha pasado —le dijo el dueño del reloj.

—El agente del Kempeitai tenía un arma... Iba a disparar...

—Shhh.

Cuando volvió a abrir los ojos se llevó de forma instintiva la mano a la venda. Notó la sangre seca. Estaba tumbado en el suelo. Se incorporó hasta quedar sentado y, tras acumular fuerzas, se puso en pie. Estaba solo, en el centro de una gran estructura de hormigón. Los pilares estaban tan agrietados que parecía que fuera a derrumbarse en cualquier momento. A sus pies crepitaban los rescoldos de una fogata. Por los huecos de las ventanas se filtraba la luz mortecina del amanecer. Había pasado un día entero inconsciente... Echó a andar hacia fuera. A cada paso sentía que su cerebro se agitaba en el interior del cráneo. Salió a un gran patio. El mismo color gris. La misma peste hedionda. Al fondo había un enorme amasijo de hierros que pronto reconoció como los restos de la torre de vigilancia del Campo 14. Dio una vuelta sobre sí mismo y se dio cuenta. ¡Estaba en el interior del penal! Gran parte de sus gruesos muros aún permanecía en pie. Había dormido en uno de los barracones de los pows. No era el único que conservaba su estructura intacta. Las casas de los guardias japoneses, más endebles, habían corrido peor suerte. También vio restos de la verja que delimitaba las celdas de castigo, un montón de madera quemada que debió de ser la armería a la que entraban los guardias antes de comenzar las rondas, el foso... El saberse pisando aquel reducto que tantas veces había recorrido con los prismáticos le hizo sentirse como un antiguo conquistador desembarcando en territorio inexplorado.

—¡Chico! —le sorprendió una voz atiplada.

Era un pow. Salía de otro barracón y se acercaba a él con determinación. Fue a cogerle del brazo, pero Kazuo se apartó dando un brinco hacia atrás. Más que miedo, le daba repulsa. Estaba flaco hasta la extenuación, parecía que el pelo se le fuera a desprender de la cabeza, que era poco más que una calavera, con los ojos enterrados en un rostro carente de expresión.

—Déjame a mí —dijo otra voz rotunda saliendo del mismo barracón—. Es el chico del templo.

Era el comandante de los pows. Allí mismo, a un paso. Lo contempló de arriba abajo con cierta decepción. Cuando lo vio por primera vez en la catedral de Urakami le pareció más distinguido. Quizá fuera porque llegó envuelto en su halo de ángel salvador. De cualquier forma le abrumaba la anchura de sus hombros que, a pesar de la desnutrición, lo convertía en poco menos que un caballo comparado con el doctor Sato, frágil como su instrumental médico. Y era cierto que, pese a todo lo que aquel holandés habría sufrido, conservaba intacto su porte marcial, la poderosa atracción que le llevó a ser elegido para liderar a los prisioneros del campo. Vestía el uniforme completo: bombachos, botas de cordones hasta media pierna y una camisa desabrochada hasta la mitad de la botonera pero bien metida por el pantalón. Tenía bigote; las manos fuertes, como los antebrazos, marcadas las venas.

—Usted es el hombre que me salvó —le dijo Kazuo, hablándole en holandés de forma instintiva—. Le estoy muy agradecido.

Terminó con una leve inclinación. Su educación japonesa le impuso no revelar en público que había sido él quien primero salvó la vida al comandante. Temía que, dada su edad, éste lo considerase una humillación. Le enseñó las marcas que el agente del kempeitai le había dejado en el cuello, todavía presentes, como si fuera necesario recordarle su hazaña.

—¡El comandante Kramer es todo un héroe! —bromeó el pow.

Otros prisioneros fueron saliendo al patio. Formaron un corro alrededor del chico. Tenían las costillas tatuadas en el pecho y estaban cubiertos hasta las cejas de hollín negro, bajo el cual erupcionaba el rojo intenso de las quemaduras.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el comandante.

—Kazuo.

—¿Qué clase de nombre ese?

—Significa «hombre de paz».

—¡Podrían haberle llamado así al jodido Hiroito! —exclamó un soldado sin dientes.

—¡O a Hitler! —dijo otro—. ¡Malditos cabrones!

—Me lo puso el doctor Sato tras la muerte de mis padres —se justificó Kazuo.

—¿Has vivido con unos japos?

—Mi padre lo quiso así.

—¿Cuál es tu nombre real? —le preguntó serio el comandante. Kazuo fue a contestar, pero las palabras se detuvieron un instante en su boca. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lo pronunció? Tomó aire.

—Victor Van der Veer.

—Éste me gusta más. Así que eres un joven compatriota...

—Mis antepasados fueron comerciantes de Dejima, la antigua colonia de la bahía.

—¡Ahora estás en casa! —exclamó con sorna un recluta que tenía la pierna vendada—. Ya no tendrás que vivir más con esos jodidos japos.

—¡Tened un poco de respeto! —gritó alguien desde atrás.

El corro se abrió para dejarle paso. Era un pow alto y moreno que llegaba apoyándose en una estaca. Tenía una herida en la rodilla. Kazuo se dio cuenta de que sus ojos estaban quemados. Debía de estar completamente ciego, pero avanzaba sin miedo por el patio. El comandante Kramer se acercó para cogerle del brazo. No era sólo cordialidad. Desde el primer instante, el chico detectó que ambos mantenían entre sí una relación más estrecha que con el resto de los prisioneros.

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