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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (24 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—Está todo patas arriba —se excusó él.

—Me gusta.

—No tiene mucho que ver con tu casa de Tokio.

—El barrio es precioso, tan cerca del lago.

—¿Y el vino? ¿Te gusta el vino?

Hizo un gesto de extrañeza.

—Sí.

—Abriré una botella de bienvenida.

Mei pasó al baño. Al poco salió soltándose el moño y casi chocó con Emilian, que volvía de la cocina con una botella en una mano y dos copas grandes en la otra. El ondulante tintineo que producía el finísimo cristal permaneció unos segundos suspendido en el aire como la campanilla de un hipnotizador. Eso parecía la escena: un instante arrancado de un truco de magia, una alucinación.

Emilian dejó las copas sobre la mesa y repasó la etiqueta.

—Fue Taro quien se encargó —dijo ella.

—¿Cómo?

—Lo de localizar tu domicilio. Fue cosa de él. A pesar de sus limitaciones se defiende muy bien en internet.

—Es curioso tu hermano Taro —comento, diplomático,

Emilian mientras introducía el descorchador.

—Mi abuela siempre ha pensado que sus problemas mentales provienen de las malformaciones genéticas que la bomba provocó en ella —le confió suspirando—. Quería habértelo contado el día que estuviste en mi casa.

—No creo que sea debido a eso —la desengañó él—. Los estudios realizados en supervivientes no han acreditado consecuencias genéticas. Distinto sería que Taro hubiera estado expuesto a la radiación durante su gestación.

—¿Por qué dices eso?

El corcho provocó un ruido seco al ser arrancado de la botella.

—Porque la verdadera incidencia sobre el sistema nervioso central se producía en los fetos y es obvio que no es el caso. Tu abuela era una niña y tu madre ni siquiera había nacido.

—¿Cómo es que sabes tanto del tema? —se asombró Mei.

Podría haberle explicado que, precisamente por ser un defensor de la energía nuclear, había estudiado a fondo la incidencia que la radiación tenía en el ser humano y en el medio ambiente. Pero decidió que no era el momento de entrar en polémicas.

—Curiosidad científica —mintió.

Sirvió un poco de vino en una copa. Lo balanceó liberando matices de color y textura y contempló la lágrima que dejaba en el cristal. Era una suerte disponer de un ritual tan preciso mientras seguía ganando tiempo para asimilar la situación. Todavía se preguntaba si no estaría soñando.

—Pruébalo —le pidió a Mei.

—¿Yo?

—Es un Rioja de 2004, una joya española. Lo compré allí hace unos años, en un tour que organizó la Politécnica de Zurich por unas bodegas proyectadas por Gehry, Hadid, Calatrava... Ya sabes, esos arquitectos estrella a los que yo no me parezco.

—Y lo guardabas para una ocasión especial —sonrió ella.

—Has tenido suerte de que haya aguantado hasta ahora —ironizó él. Mei dio un sorbo breve, tanto que pareció hacerlo por cortesía—. ¿Nos sentamos?

Señaló al sofá, pero ella buscó una alternativa.

—¿Podemos salir afuera? —preguntó decidiéndose por la terraza—. Todavía estoy un poco sofocada de ir con la maleta de aquí para allá.

El sol de media tarde pintaba el cielo de un azul tan límpido que parecía transparente. El emblemático chorro que proyectaba agua a presión desde el lago Leman sobrepasaba la altura de los tejados. Mei se apoyó en la barandilla.

—Tienes que recomendarme un hotel. Salí de Tokio sin tiempo de reservar nada.

—Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras.

—No es necesario...

—Yo dormiré en el sofá —aclaró.

Ella le miró un par de segundos.

—Gracias. Pero sólo por esta noche —resolvió tomando otro sorbo de vino.

Le sorprendió que aceptase. Había llegado el momento de ir al grano.

—¿Por qué has venido?

—No voy a parar hasta encontrar a Kazuo. Y comprendí que necesitaba estar aquí si quería que alguien me hiciera caso.

Emilian retuvo una sonrisa. La bella mujer de la galería de arte estaba en su terraza. Le gustaba aquella redondeada cara de porcelana, el melancólico arqueo de cejas que contrastaba con sus labios sensuales. Se fijó en que su piel blanca estaba un tanto sonrosada, quizá por la fatiga del viaje. Aunque ella se esforzaba en aparentar lo contrario, fuera de su medio se la veía menos segura.

—Me refería a cómo te has presentado aquí teniendo en cuenta que te dejé plantada.

—Tú mismo lo has dicho antes: se notaba que no era tu mejor momento. Pero no te preocupes —se atropello—. Quería aprovechar para saludarte y hacerte un par de preguntas sobre la estructura y los sistemas de financiación de la OIEA —dijo, denominando por sus siglas oficiales a la Agencia de Energía Atómica—. Y ni siquiera hace falta que me contestes. Sólo trato de hacer lo que esté en mi mano. Al menos no pasaré el resto de mi vida recriminándome por no haberlo intentado.

—Mei, en realidad...

Se detuvo unos instante a pensar cómo contarle que había iniciado motu proprio las averiguaciones. Ni siquiera había tenido tiempo de preguntarse a sí mismo por qué lo había hecho.

Entretanto, Mei concentró la mirada en la cúspide del chorro de agua y tomó aire para decir algo que parecía tener guardado.

—Mi abuela va a morir.

Morir...

La anciana Junko, con su máscara de Nagasaki, la superviviente de una bomba atómica, tanto padecimiento, la memoria incandescente... Incluso los que son como ella mueren, pensó Emilian; primero salen disparados hacia el cielo como el agua a presión del chorro, pero llega un día en el que regresan al lago, al agua calma.

—Lo siento mucho.

—Es por sus cánceres. Al principio superó el de tiroides, después ha vivido muchos años con un linfoma, pero ahora...

—¿Qué tiene?

—Cáncer de páncreas con metástasis hepática.

—Vaya... ¿Cuánto tiempo le queda?

—No lo sabemos exactamente, muy poco.

—¿Y cómo se encuentra?

—De puertas afuera muy bien, ya viste cómo es. Los médicos nos dicen que este tipo de tumores deberían estar produciéndole una depresión aguda, pero si es así ni siquiera se le nota. Si no fuera por aquel beso no dado...

—¿De verdad crees que lo necesita para marchar tranquila al otro mundo?

Ella negó con la cabeza como enojada y volvió a entrar en el apartamento. Emilian suspiró profundamente, como si necesitase coger reservas de aire puro antes de ir tras ella. La encontró pensativa junto a la estantería.

—La serenidad de mi abuela es sólo apariencia —declaró mientras él se acercaba—. Está presa en el interior del reloj de la catedral.

—¿Qué?

Dejó la copa en el único hueco libre de un anaquel repleto de libros y se hizo una coleta. Aún nerviosa, cada uno de sus movimientos parecía sacado de una coreografía de ballet, delicado y seguro como el arranque de una garza lanzándose al vuelo.

—Cuando cayó la bomba —explicó—, las manecillas del reloj de la catedral de Urakami quedaron detenidas a las once horas y dos minutos. Y mi abuela, al igual que esas manecillas, jamás ha pasado al siguiente minuto. La bomba le partió la vida, Emilian, y su reacción fue idealizar a aquel chico holandés. Ni siquiera tenían edad para vivir una pasión verdadera y quizá incluso sus destinos les hubiesen llevado por caminos diferentes pero, al pasar lo que pasó, aquel amor adolescente se convirtió en el reflejo de todas sus aspiraciones perdidas. Durante mucho tiempo trató de convencerse de que no necesitaba buscarle, de que el amor que sintieron el uno por el otro durante aquel breve período fue más de lo que la mayoría de los amantes llegan a sentir en toda una vida. Pero... Si conocieras toda la historia lo entenderías.

—¿Por qué no me la cuentas?

—Sé que necesita encontrarlo y darle ese beso antes de morir —reiteró, eludiendo su petición—. Sólo así podrá partir libre de ataduras. No quiero que permanezca vagando entre nosotros como un alma en pena, no se lo merece... He de liberarla del reloj.

En la mente de Emilian retumbó el eco intenso del minutero, arrastrado por los engranajes del carillón hacia la hora fatídica.

—He movido algunos hilos —dijo por fin.

Mei le miró sorprendida.

—¿Quieres decir que...?

—Que he hecho alguna indagación por mi cuenta.

—¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora? —consiguió articular con una mueca de intensa emoción.

—Todo es un poco extraño. Y no tengo muy buenas noticias.

—No estará...

—Deja que me cambie y te invite a cenar —propuso—. Así te contaré todo despacio.

Enfilaron el puente hacia el otro lado del lago, dejando atrás el selecto Bar des Bergues y los lujosos restaurantes del Muelle de Mont-Blanc para encaminarse hacia una plazoleta situada entre el ayuntamiento y la catedral de San Pedro. Era el rincón que Emilian escogía para leer un buen libro cuando quería olvidarse de todo. Se decidieron por un acogedor café que olía a tarta de manzana. Se sentaron en la terraza, caldeada por unas estufas exteriores de queroseno, y pidieron una botella de blanco y una raclette de queso. A partir de ese momento conversaron con la naturalidad de dos viejos amigos de la universidad que se encuentran en el veinticinco aniversario de la graduación, con mil cosas de las que ponerse al día pero con la sensación de que no ha pasado el tiempo.

Emilian comenzó por el principio. Le explicó que su estancia en Tokio se debió a un proyecto profesional fallido, y no tuvo reparo en confesarle que su calvario se agravó con la expulsión del IPCC. Después le contó con todo detalle lo que había averiguado su amigo Marek Baunmann: la existencia de Concentric Circles, la empresa que Kazuo, convertido en mecenas, utilizaba para canalizar las donaciones para los concursos de la OIEA y que a su vez era propietaria de aquella misteriosa bodega abandonada en la que tenía su domicilio social. No olvidó el capítulo de los dos hombres que le sorprendieron curioseando en el interior de sus instalaciones.

—¿Lo has hecho por ella o por mí? —le preguntó Mei.

Emilian maduró la respuesta con paciencia. No se trataba sólo de que le atrajera su cara, su forma de hablar un tanto mística o, en general, su toque inusual. Analizando el tema con seriedad, debía remontarse a alcobas mucho más recónditas de su alma.

—Supongo que lo que menos importa es el destinatario de mis acciones —se aventuró a confesar—. Lo cierto es que llevaba demasiado tiempo dedicado a un mundo mejor en abstracto y necesitaba poder decir: al menos por una vez, he ayudado a alguien en concreto.

—Estoy segura de que eres de los que ayudan a la gente a menudo.

—No te equivoques —le corrigió—. Estás delante de un auténtico egoísta que durante años ha apartado de su vida todo lo que no servía a su maldito proyecto. Apenas me conoces, Mei.

—Conozco lo que vas a ser.

—¿Qué quieres decir?

—Lo dice Buda, no yo: Si quieres saber lo que fuiste en el pasado, mira lo que eres ahora; pero si quieres saber lo que serás en el futuro, mira lo que haces ahora. El que te hayas decidido a dar ese paso por nosotras me hace muy feliz. Y mi felicidad te convierte en mejor persona. —Desplegó una abierta sonrisa—. Ya no eres tan malo como crees.

Emilian se estremeció. Mei acababa de recitarle las palabras que le regalaron las piedras de jardín zen el día de su primera cita. Seguro que en aquel momento, dijo para sí, lo que oí fueron sus pensamientos. La contempló fascinado. Aquella mujer rezumaba Japón por cada poro. Así debió de ser también su abuela. Trató de imaginar lo que el joven Kazuo sentía cada tarde cuando la veía acercarse por la colina hacia su rincón secreto, y cuando después rozaba su brazo mientras contemplaban juntos el ocaso que estallaba en la bahía. Él también levantó la vista al cielo. Ni siquiera se había dado cuenta de que se había hecho de noche. Las velas encendidas sobre las mesitas de la plazoleta formaban una tela de araña en la que quedaban atrapadas charlas y risas.

—¿Nos vamos? —propuso—. Mañana a primera hora podemos ir a ver a Marek Baunmann a la Agencia de Energía Atómica.

—¿Vas a seguir ayudándome?

—¿De verdad se te ha pasado por la cabeza que te voy a dejar sola? —preguntó él a su vez sonriendo.

—Como antes has dicho que ya no formas parte del IPCC...

—Todavía me quedan amigos en la ONU. Y Marek es uno de ellos. Lo menos que puedo hacer es contarle que su mecenas tiene el domicilio social en una bodega abandonada custodiada por sicarios del Este —concluyó, medio en serio y medio riéndose de sí mismo tras lo que había ocurrido—. Y de paso le preguntaremos si ha averiguado algo más sobre Kazuo.

Un viento frío se filtró entre la ropa y la piel advirtiéndole que se había embarcado en aquella aventura sin billete de vuelta. Se levantaron y volvieron a casa escuchando sus pisadas sobre los adoquines. Entraron en el portal en silencio, roto por la maquinaria del viejo ascensor, cruzaron el umbral con el sosiego de una pareja acostumbrada a hacerlo cada día y se despidieron con un adorable «hasta mañana» que de verdad implicaba el deseo de volver a verse.

Emilian siguió con la mirada la curva de la puerta del dormitorio mientras se cerraba. Respiró hondo y encendió el portátil para ponerse a hacer cualquier cosa. No tenía sueño, por lo que era mejor mantenerse ocupado para no dar vueltas por el apartamento o, lo que aún sería peor, caer en la tentación de cruzar aquella maldita puerta y lanzarse sobre la cama para besarla...

Las contraventanas estaban abiertas. El sol de la mañana se liberó de unas nubes bajas y estalló en el interior del apartamento. Emilian tardó unos segundos en darse cuenta de que había amanecido en el sofá por una razón diferente de la habitual, la pereza que le daba desplazarse hasta la cama cuando le entraba el sueño leyendo informes.

Oyó un ruido. Se incorporó, apartó los documentos que tenía caídos sobre el pecho como el periódico que sirve de sábana a un mendigo y se asomó por encima del respaldo. La puerta del baño se abrió despacio. Centímetro a centímetro, fue dejando ver el cuerpo de Mei, ligeramente arqueado con la sensualidad que había aprendido de los cuadros del Japón clásico. Emilian se quedó mirándola con descaro, en parte porque ni siquiera estaba seguro de estar despierto y, sobre todo, por el incontrolable deseo que sintió al enfrentarse a aquella porcelana que ocultaba los pezones y el pubis con infalibles brazos de bailarina. Sobre su cuerpo brillaban gotas sin secar.

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