El haiku de las palabras perdidas (39 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—Eso está muy bien —repuso Mei conteniendo su impaciencia.

—Pues verá, una de las últimas iniciativas de la junta de asociaciones fue escoger a los más ancianos para que nos contasen sus experiencias, a fin de reunirías en un libro que conseguimos que publicase una editorial vinculada al museo. Y entre los seleccionados estaba una viejecita muy agradable que en el cuarenta y cinco trabajaba de enfermera en una clínica privada de la ciudad.

—No me diga que está hablando de la enfermera del doctor Sato... —Mei se emocionó—. ¿Está viva?

—No lo sé. Pero sí recuerdo cómo me impactó su historia. Contaba que los quemados y los infectados acudían a la clínica por docenas, y que sólo tenía como ayudante a un adolescente rubio que se encargaba de limpiar y preparar los emplastos para las curas.

—¡Sí, rubio! —exclamó Mei muy nerviosa—. ¡Es él! ¡Seguro que es él! ¿Puede ponerme en contacto con esa mujer? Por favor, se lo ruego...

—Tranquila —dijo. Se notaba que estaba sonriendo abiertamente—. Eso sí que puedo hacerlo. Llámeme dentro de una hora y le diré algo.

—Gracias, gracias. ¡Un momento! —le retuvo—. ¿Cómo se llama usted?

—Rio Miyakawa. Diga que le pasen conmigo y le daré el nombre y el teléfono de esa mujer. Esperemos que siga bien —advirtió ante la emoción de Mei—. Ha pasado algún tiempo desde lo del libro y ya sabe. Es posible que, con esa edad...

Mei se dedicó a dar vueltas por el apartamento. Intentó distraerse con una revista de diseño de interiores, abrió una lata de Coca-Cola que encontró en la nevera, se asomó a la ventana para bebería contemplando el chorro del lago sobre los tejados, encendió la televisión. Cuando faltaban diez minutos para que cumpliese la hora volvió a llamar. No podía esperar más.

—No está —le informó la telefonista cuando preguntó por él.

—No puede ser.

—Lo siento.

—¿Puede asegurarse?

—Yo misma le he visto salir.

—¿Sabe cuándo volverá?

—No.

—Me llamo Mei Morimoto. ¿Ha dejado algún mensaje para mí?

—Un momento. —Dejó el auricular sobre la mesa—. Sí, aquí está. Ha dicho que le llame a su móvil.

Le dio el número. Mei tomó nota y marcó sin perder un segundo. Sonó una canción del último disco de Linkin Park. Quizá aquel chico era aún más joven de lo que había supuesto.

—Aló —contestó.

—¿Rio?

—¿Eres Mei? —le preguntó de forma mucho más desenfadada que antes.

—Sí. ¿Has conseguido hablar con...?

—He venido a casa de la señora Suzume —le cortó él—. No cogía el teléfono y he aprovechado para hacerle una visita.

—¿Está bien?

—Sí, sí. ¡Sólo un poco sorda, ¿verdad?! —gritó.

Mei se estremeció al darse cuenta de que se estaba dirigiendo a la anciana.

—¿Estás ahora con ella?

—Tomando un té excelente que acaba de prepararme. ¡Muy rico, señora!

—¿Se encuentra bien?

—Mejor que bien. Hemos estado recordando cosas de aquel chico rubio.

—Se llamaba Kazuo —apuntó la anciana con su débil voz.

—Eso es, Kazuo era su nombre japonés —confirmó Mei, que lo había escuchado, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—También recuerda la historia de sus padres —comentó Rio—, los comerciantes de Dejima. Dice que era un chico extraordinario. Pero no sabe nada que tú no sepas —le desilusionó.

—¿Nada? ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Aquellos días posteriores a la bomba, los que narraba en su testimonio. —Volvió a dirigirse a la anciana elevando la voz—. ¡Señora Suzume, no ha vuelto a ver a ese chico, ¿verdad?!

Hubo unos segundos de silencio, como si la anciana se estuviera tomando un tiempo para pensar. Mei aguzó el oído. —Recuerdo el repiqueteo de las sandalias de madera —oyó que comenzaba a decir—. Y también el chirrido de las ruedas de las carretas. Sandalias y carretas por el sendero de Isahaya.

Los pocos que quedaban vivos se marchaban. En Nagasaki sólo había muerte. Kazuo también...

Añadió algunas frases más que Mei no alcanzó a entender.

—Nada —confirmó Rio al poco—. Insiste en que la última vez que lo vio fue el día que se marchó de la clínica, poco antes de que muriera el doctor Sato. Se fue a Karuizawa y ya nunca volvió.

—¿Has dicho hacia Karuizawa?

—Eso es lo que ha dicho ella. —De nuevo se apartó del auricular y elevó la voz para confirmar el dato—. ¡Señora Suzume. ¿ha dicho que se fue a Karuizawa?! —Esperó un par de segundos—. Dice que sí. ¿Te aclara algo?

—Todo lo contrario. Karuizawa está en el otro lado del país. ¿Puedes preguntarle por qué viajó hasta allí?

—Un momento —accedió solícito. Cambió otro par de frases con la anciana—. Se limita a repetir que ha pasado mucho tiempo. No sé si no se acuerda o si nunca lo ha sabido.

—Vaya... Tenía que haber algún motivo.

—Si quieres vuelvo a preguntarle.

—No quiero presionarla, pero si ves que puede darle otra vuelta a su memoria... Haz lo que consideres oportuno. —Un sonido metálico invadió el apartamento. Mei advirtió que se trataba del portero automático—. Perdona, están llamando.

—Espero.

Fue hacia el telefonillo de la pared. Traían un paquete para Emilian.

—Disculpa. Si te cuenta algo más te ruego que me lo hagas saber. Supongo que mi número se te habrá quedado grabado en el móvil.

—Sí, aquí lo tengo.

—O mejor hazme una llamada perdida y yo me pondré en contacto contigo. Bastante estás haciendo ya por mí para que encima te cueste dinero.

—Te aseguro que no ha sido ninguna molestia. A nuestra asistente social pronto le hubiese tocado venir por esta casa. Así le he ahorrado la visita.

—Te debo una, Rio.

Colgó. Mientras esperaba a que subieran el paquete aprovechó para darle unas cuantas vueltas al comentario sobre Karuizawa. ¿Para qué demonios viajó allí? Lo lógico hubiera sido esperar en la clínica del doctor Sato la llegada de los americanos. Karuizawa, repetía para sí, en los Alpes japoneses... Había visto alguna película que se localizaba en esa atípica ciudad, intrigas de contraespionaje durante la guerra. ¿Qué ibas a buscar tan lejos, Kazuo?

Llamaron al timbre.

Mei recolocó la manta que tenía echada sobre los hombros y fue a abrir. Apenas había girado la manilla, empujaron la puerta de forma desmedida haciendo que cayese al suelo en medio del salón. Dos hombres, uno grande como un búfalo y el otro con aspecto de áspid, entraron y cerraron tras asegurarse que no había vecinos asomados.

—¿Qué quieren? —gritó Mei, gateando hacia atrás.

—¿Dónde está Zách? —preguntó el más delgado con un acento extraño.

—¡No está! —contestó nerviosa—. ¿Quiénes son?

El asaltante se asomó a la cocina mientras su compinche irrumpía en el dormitorio entre bufidos. Mei se estiró para coger la manta y cubrir su cuerpo semidesnudo. El áspid zigzagueó con rapidez, agarró la manta de una esquina y la lanzó contra la pared. Al bajar la mano aprovechó para propinarle una fuerte bofetada. Todas las defensas de Mei se desplomaron de golpe.

—No me hagan nada... —sollozó, acurrucándose sobre la tarima mientras notaba cómo se le inflamaba el labio.

El asaltante permaneció de pie frente a ella. En su rostro se abrió paso un gesto de excitación, como si el contemplar la piel trémula le produjera un morboso deleite. Levantó despacio la pernera del pantalón y desenfundó un revólver negro. Era pequeño; en otras circunstancias podría haber parecido un juguete. Se agachó a un palmo de Mei y comenzó a pasar el tambor por sus piernas, haciéndolo girar. El ruidito que producía el eje le atravesaba los oídos. El roce progresivo del acero por la pantorrilla, la rodilla y por fin por el muslo fue incrementando sus temblores hasta parecer que estaba sufriendo sacudidas epilépticas.

—No hemos venido a por ti —susurró el asaltante—, pero si Zách no deja de entrometerse no tendremos más remedio que ocuparnos de este cuerpo de zorra que tienes.

—¿Entrometerse en qué? —se atrevió a preguntar sin levantar la mirada. Se le ocurrió que quizá fueran los mismos hombres que descubrieron a Emilian husmeando en la bodega de Rolle.

—¿Acaso creía que no íbamos a enterarnos de sus burdas indagaciones en el sistema de contabilidad de la OIEA?

Mei sintió un escalofrío, como si un escape radiactivo hubiera inundado la habitación. ¡Se refería al favor que Emilian le había pedido a su amiga Sabrina, la guía del Palacio de las Naciones! Le asustó sentirse tan vulnerable. Habían estado controlándolos en todo momento. Pero al mismo tiempo celebró constatar que se trataba de los dos sicarios de Kazuo. Le revolvió el estómago confirmar que las palabras «Kazuo» y «sicarios» cabían en la misma frase. ¿Era conveniente desvelarles los motivos por los que estaban buscando a su jefe? El corazón le latía a toda velocidad, no era capaz de hablar, como si le hubiesen introducido un calcetín en la boca. Tenía que tranquilizarse y hacer algo.

—Aquí no hay nadie —confirmó el búfalo regresando al salón.

Se detuvo en la estantería. Inclinó la cabeza para leer los lomos de los archivadores en los que Emilian clasificaba sus informes y comenzó a sacarlos uno a uno, dejándolos caer al suelo.

—¿Qué son? —preguntó el áspid.

—Basura nuclear —escupió el otro sin dejar de arrojar cuadernos y carpetas al montón que iba formándose a sus pies.

Mei decidió explicárselo todo. Cuando Kazuo conociese la verdad, incluso se alegraría de que hubiesen hecho todas esas indagaciones. Logró coger aire a duras penas.

—Necesito que me llevéis ante vuestro jef...

El asaltante le agarró de la mandíbula sin dejarle terminar la frase y le introdujo medio revólver en la boca.

—La próxima vez nos entretendremos contigo mientras esperamos a tu amigo —le advirtió—, y cuando aparezca le pegaremos un tiro en la cabeza. El último círculo concéntrico que verá será el cañón de mi pistola.

Extrajo el arma cubierta de saliva.

Mei comenzó a toser entre arcadas.

El asaltante secó el revólver en su propia camisa. Después acarició el pelo de Mei como un padre que consuela a su hija. Pero al llegar a las puntas de la melena siguió bajando, aplastando uno de sus pechos por encima del fino algodón. Ella permaneció inmóvil. El sabor del hierro en la lengua. Rozaduras en el paladar. Ni siquiera se dio cuenta de que el sicario se había levantado.

Cuando cerraron la puerta pareció que se hubiera hecho el vacío en el apartamento. Recordó la vejación de los dos soldados que raptaron a su abuela frente a la catedral de Urakami y comenzó a temblar de nuevo.

Emilian la sorprendió sentada sobre la tapa del inodoro. Desnuda, callada y fría. El pelo mojado. Sus pestañas negras recababan todo el protagonismo, como las de una muñeca desvestida. Los labios cortados por un reguero de sangre seca. En el muslo, un moratón y la rozadura que se hizo cuando los sicarios empujaron la puerta y se estampó contra la tarima. Se había duchado. Llevaba una hora en aquella postura, con las manos apoyadas sobre las rodillas.

—Dios mío, Mei... —La cubrió con una toalla. Estaba aterida. Cogió otra más pequeña y le frotó el pelo—. ¿Qué ha pasado?

Examinó todo su cuerpo rogando no encontrar otros indicios de violencia.

Por fin le habló, pero desde otra dimensión.

—He tenido a sus hombres a mi lado y no he sido capaz de decirles nada.

—¿Qué hombres? ¿Quién te ha hecho esto?

—Los hombres de Kazuo. Los sicarios de la bodega de Rolle. O eso supongo.

—¿Han estado aquí?

—No fui capaz de explicarles lo que buscamos —volvió con lo suyo—. Me metieron la pistola en la boca.

—Oh, Dios...

A Emilian se le ocurrió pensar que tal vez Kazuo, cuya vida —y era lógico que también sus negocios— giraba en torno a la política antinuclear, viese en él una amenaza. Todo el mundo en el IPCC conocía su tendencia. Pero ¿qué podía temer hasta el punto de enviarle aquellos dos matones? Su activismo pasaba por el respeto a los que no compartían sus tesis, era una persona moderada... ¿O quizá no tanto como creía? Tal vez Kazuo sólo intentase preservar su privacidad. Aquello casaba perfectamente con la actitud obsesiva que Marek le puso de manifiesto desde el principio. De pronto se dio cuenta de que estaba dando por hecho que era Kazuo quien estaba detrás de aquel ataque. Podría tratarse de cualquier petrolero que se la tuviera jurada; o alguien que, afectado por las declaraciones que hizo en su temerario artículo, no hubiera encajado bien su readmisión en el IPCC.

—¿Te han llegado a decir que trabajan para él? —le preguntó a Mei para salir de dudas.

—Saben que el amigo de Sabrina estuvo curioseando en los registros de transferencias.

—¡Mierda!

Mei levantó por fin sus largas pestañas y le miró. Emilian sintió que de aquellos ojos emergía una música de chelos. Más bien el lamento solitario de una viola de gamba. Le limpió el labio con un algodón impregnado de agua oxigenada, la cogió en brazos y la llevó al dormitorio. Le ayudó a vestirse y la recostó.

Se sentó en la cama a su lado.

—¿Por qué has vuelto tan pronto? —preguntó ella con los ojos cerrados.

—Les he pedido que me excusen. No voy a asistir a la reunión del Grupo de Trabajo.

Se incorporó.

—¿Por qué?

—No quería dejarte sola.

—No ha sido culpa tuya. No podías saber que esos dos fueran a presentarse aquí.

Emilian le acarició la cara.

—No se trata de ellos.

—Tienes que volver ahora mismo —dispuso ella con energía—. ¿Dónde era la reunión?

—Todo está bien, de verdad. Un periodista de La Libérteme hará una entrevista extensa la semana que viene. Daré todas las explicaciones necesarias y pediré disculpas por las acusaciones que vertí en el artículo. Aparecerá también en las televisiones del grupo para que otros medios puedan utilizar las imágenes. Está todo hablado.

—No se trata sólo de disculparte —insistió ella de forma atropellada—. Tienes que asistir a esa reunión y reivindicar tu posición. Es tu oportunidad de empezar de nuevo.

—Es justo lo que estoy haciendo.

—¿Qué quieres decir?

—Acabamos de empezar y ya siento que te estoy fallando a cada momento. No se trata sólo de hacer esa entrevista o de volver a trabajar. No podemos arreglar los problemas pensando de la misma forma que cuando se produjeron. He de modificar algo más profundo, y sé que el cambio radica en mí mismo. Y además...

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