—Sígueme —le pidió, abriendo la puerta.
—¿Vamos a comprar algo?
—He visto a Stefan dentro.
Esquivaron a un par de mujeres y a sus hijas pequeñas, que jugaban con dos muñecas de porcelana ataviadas con los mismos bucles y lazos que ellas, y se acercaron a un chico con gesto aburrido que se apoyaba en el mostrador esperando ser atendido. Tendría más o menos la edad de Kazuo, misma estatura, también rubio aunque no tanto, nariz afilada, ojos color miel —que no azules como él— y piel un poco más morena, quizá tostada por el aire de la montaña. Se volvió a mirar quién entraba.
—Comandante Kramer...
—Hola, Stefan. Quiero presentarte a alguien.
Los dos chicos sabían quién era el otro, pero había que hacer los honores.
—Hola, soy... —se lanzó Kazuo, pero se detuvo al no saber qué nombre debía referirle.
—Es Victor Van der Veer —le socorrió de inmediato el holandés.
—El héroe —sonrió Stefan dándole la mano de forma protocolaria—. Yo soy Stefan Ulrich.
—Creo que lo de héroe es pasarse un poco —corrigió Kazuo con prudencia.
—Tienes razón —asintió Stefan—. Te imaginaba más fuerte.
—No seas maleducado —le regañó Kramer.
—Me refiero a que para levantar un tablón... —teatralizó la acción de Kazuo en la catedral, hinchando los mofletes y haciendo que cogía del suelo algo pesado. Estaba claro que el comandante se lo había contado con todo detalle—. Aunque, pensándolo bien —dijo, dirigiéndose a Kazuo con complicidad—, así aún tiene más mérito. ¿Te apetece algo realmente bueno?
—¿El qué?
—Ven.
Rodearon el mostrador y se introdujeron en el almacén trasero donde estaba el horno de piedra. Un empleado japonés accionaba una gran rueda para sacar la bandeja. Estaba llena de panecillos humeantes, dorados por encima como si los hubieran barnizado con yema de huevo. Se acercaron a coger un par sin que el panadero pusiera ningún impedimento y salieron haciéndolos saltar en las manos para no abrasarse. Kramer los esperaba en la calle, apoyado en la barandilla de madera con la pose de un anciano que busca el sol.
—Vamos al hotel —dispuso, recomponiéndose.
—¿A un hotel? —se extrañó Kazuo.
Stefan se apropió de la condición de anfitrión y le explicó que muchos legatarios estaban confinados en los lujosos hoteles de la ciudad. De hecho, algunas embajadas se instalaron en ellos de forma permanente. Al iniciarse el conflicto, las de la Unión Soviética y Turquía se trasladaron al hotel Mampei, un edificio sencillo pero de abundante historia que siempre había acogido a lo más granado de la alta sociedad nipona. Por su parte, algunos miembros de la legación suiza a la que pertenecía el señor Ulrich habían movido sus baúles en fechas más recientes al hotel Mikasa, otra joya arquitectónica de principios de siglo.
Mientras caminaban hacia allí, Kazuo seguía sin perder detalle del multicultural desfile que discurría entre la calle comercial y las adyacentes. Pero cuando el edificio apareció en todo su esplendor entre los árboles del jardín frontal, aún se le abrieron más los ojos. ¿De verdad vive aquí Stefan?, exclamó para sí. Tuvo la sensación de estar aproximándose a uno de los palacetes coloniales que había visto en el libro de ilustraciones de Indochina que su madre le mostraba cuando era pequeño. Sobre el fondo oscuro de madera resaltaban las celosías y los marcos de las ventanas, pintados de blanco impoluto. Los tejadillos tenían detalles en rosa, hermanando el edificio con el gran cerezo de la entrada.
—¡Les diré a mis padres que estás aquí! —gritó Stefan mientras echaba a correr hacia la puerta.
Kazuo y el comandante Kramer siguieron caminando a pasos más lentos por el jardín. Ninguno decía nada. Kazuo no sabía de qué hablarle, y Kramer no se sentía capaz de preguntarle por su viaje. En cierto modo, se sentía responsable de que lo hubiera tenido que hacer solo a pesar de su temprana edad. Se detuvieron a la vera de un estanque. Kazuo observó las carpas gordas de color naranja y se convenció de que ellas también le estaban mirando. Incluso llegó a pensar que se trataba de la nueva forma adoptada por algunos vecinos de Nagasaki muertos en la explosión, que le saludaban con las branquias descoloridas y trataban de hablarle con movimientos repetidos de sus bocas de pez.
Stefan apareció al poco con sus padres. Al verlos acercarse por el jardín marcando el paso en una composición tan armónica sintió un brote de envidia. El señor Ulrich era calvo y no muy alto. Vestía un pantalón de pinzas fruncido sobre la cintura y una camisa oscura planchada con almidón. Ella, Monique Simonete —su apellido de soltera—, más alta que él, de pelo corto castaño y caderas generosas, lucía un discreto traje beis y apenas iba maquillada, según disponían las normas de modestia y virtud impuestas en Europa durante la guerra, si bien se había permitido una gargantilla de perlas para ese primer encuentro.
—Así que éste es el pequeño héroe —dijo el padre.
—No le gusta que le llamen así —salió al paso Stefan.
—¿Qué hay de malo en reconocer la valentía de un hombre? Te auguro un buen futuro, muchacho.
—Eres muy guapo —le dijo la señora Ulrich, cogiéndole de ambas manos—. Me habría gustado conocer a tu madre.
Kazuo bajó los ojos.
—Sé fuerte, hijo —retomó el padre con un énfasis un tanto exagerado—. Nosotros también hemos perdido a Elizabeth. Este mundo está enfermo, sólo nos queda mirar hacia delante. La guerra ha terminado y se abren nuevos horizontes.
—Muy guapo —repitió la señora Ulrich, y a Kazuo le pareció que estaba pasada de rosca.
El señor Ulrich decidió de inmediato que el chico debía instalarse con ellos. El comandante Kramer no quiso subir. Se despidió de Kazuo dándole un apretón en el hombro y lo dejó al cuidado de la familia. No dijo adonde iba. Al ver cómo se alejaba con su andar enfermo, Kazuo sintió un nudo en el estómago.
La decoración del hotel no desmerecía su aspecto exterior. Junto a la recepción se abría un salón que absorbía toda la luz del valle por los amplios ventanales, repartiendo un haz para cada mesa de té. En el techo presumía un bello artesonado y por todas partes había confortables butacones. Subieron a sus habitaciones. El matrimonio ocupaba una suite en la parte trasera del segundo piso, con una chimenea y tarima de interminables lamas. Estaba unida por una puerta interior a otra estancia en la que dormía Stefan. Kazuo se asomó al baño. Se quedó impactado al prender un candelabro eléctrico y ver el inodoro y las patas de león de la bañera. En tiempos de su apertura, todo Japón habló de aquellas innovaciones. Al chico venido de Nagasaki le seguían pareciendo auténticas modernidades.
—¡Pongamos un poco de música para celebrar tu llegada! —exclamó la madre.
Se acercó a un gramófono portátil y sacó de su funda un disco de Glenn Miller. Antes de ponerlo besó el vinilo. Kazuo no sabía que se trataba de un homenaje al músico, que había fallecido pocos meses antes al ser derribado sobre el canal de la Mancha el monomotor en el que viajaba. Los primeros acordes de In the Mood inundaron la habitación. Las secciones de viento le hacían saltar el corazón, produciéndole ganas de reír y de llorar al mismo tiempo. Sonaba muy divertido, pero le producía cierta ansiedad intuir que aquellas melodías le conducían a un universo en el que no cabía su vida anterior. Desde luego no había espacio para la bomba ni para el horror, pero le estremeció la posibilidad de que su amada Junko también tuviese que quedar fuera...
—¿Te gusta? —le preguntó el padre—. Mi mujer echa de menos las sesiones de jazz del club de tenis. Tenías que ver la cantidad de buenos músicos que han vivido aquí —añadió nostálgico.
Mandaron traer otra cama para que Kazuo se instalase con su nuevo amigo. ¿Por qué le trataban con semejante amabilidad? Por un instante se sintió un mero sustituto de Elizabeth, pero se obligó a desechar la idea. Esa actitud defensiva sólo se debía a que, después de todo lo que había pasado, le costaba asumir que las cosas comenzaban a enderezarse, aunque fuese por un camino diferente de todos los que hasta entonces había contemplado como viables.
Mientras un par de empleados del hotel les proveían de la cama supletoria, Stefan se sentó en la suya y comenzó a interrogar a Kazuo acerca de Nagasaki, de la bomba, de cómo habían quedado los edificios, la gente. No era morbo ni falta de delicadeza. Se trataba de una imperiosa necesidad de saber si lo que se contaba era cierto.
—Mi padre dice que no era preciso lanzar las bombas —comentó Stefan.
—¿Cómo?
—Dice que si las hubieran lanzado en una zona deshabitada de Japón, habrían causado el mismo efecto y la guerra habría terminado igual.
Kazuo no sabía qué decir. Le sorprendía que Stefan afirmase algo así con semejante naturalidad. Desconocía que Karuizawa había sido el hervidero de toda la información privilegiada generada durante la guerra del Pacífico, una suculenta mina de oro para los espías y los diplomáticos que intercambiaban intereses para sus gobiernos con la picardía sutil de un jugador de póquer. El hijo del legatario suizo, aun sin tener acceso a los telegramas confidenciales, había respirado ese ambiente y asistido a charlas de sobremesa sobre asuntos de trascendencia internacional. Pero lo que había dicho... Kazuo ni siquiera se había planteado hasta entonces la posibilidad de que las bombas podrían haberse evitado.
¿Podrían haberse evitado?
—¿De verdad podrían haberse evitado las bombas? —preguntó con un hilillo de voz.
El señor Ulrich entró por la puerta interior que conectaba con la suite.
—¿Qué te parece tu habitación? ¿Te está tratando mi hijo como mereces?
—No sé cómo merezco, pero me está tratando muy bien.
—¡Qué avispado eres, muchacho! No me extraña que hayas llegado hasta aquí tú solo. Aprende de él, Stefan.
—Sí, padre.
—Por cierto, ¿lo que llevas en ese zurrón son tus papeles?
—Sí —asintió mientras abría la hebilla.
—Me harán falta para regularizar tu situación. La estructura administrativa de esta ciudad está patas arriba, pero prefiero dar cuenta de tu llegada antes de que nos busquen algún problema.
Vació el contenido de la bolsa sobre la cama de Stefan: su documentación personal, la carta explicativa del doctor y el sobre donde guardaba los certificados de la patente.
—Esto es todo lo que me preparó el doctor Sato.
—Ah, el médico de Nagasaki.
Percibió cierto tono de desprecio, pero prefirió no pensar en ello. El señor Ulrich echó un vistazo a su identificación y acto seguido metió la mano en el sobre.
—¿Qué es esto?
—Lo único que conservo de mi padre.
—¿Una patente? —se extrañó. Kazuo se encogió de hombros, sin saber si debía explicárselo o dejar que siguiera leyendo por sí mismo—. Hazme hueco —le pidió el señor Ulrich a su hijo, y comenzó a ordenar los certificados sobre la cama—. Pero si esta fórmula está registrada en media Europa...
—En todos los países donde se fabrica el barniz que inventó mi padre —anotó Kazuo orgulloso, con la lección bien aprendida.
—Menudo tesoro, muchacho. —Sonrió y volvió a meter los certificados en el sobre—. Me alegra saber que dispones de algo que pinta tan bien. Cuando volvamos a Suiza, yo mismo te ayudaré a regularizar tu situación como heredero para que puedas cobrar lo que te pertenece.
Cuando volvamos a Suiza...
—Entonces...
—¿Qué te ocurre?
No se atrevía a preguntar.
—¿Van a llevarme con ustedes?
El señor Ulrich le miró a los ojos como no lo había hecho hasta entonces y le habló desde el corazón.
—He perdido a mi hija, a mi pequeña, a mi amor. No pude hacer nada salvo permanecer aquí y llorarla cuando se la llevaron, primero el Kempeitai y después esa maldita enfermedad que se aprovechó de su cuerpecito débil. Pero ahora Dios nos ha premiado con tu llegada y haremos todo lo que esté en nuestra mano para ayudarte. —Se volvió hacia Stefan—. ¿Verdad que sí, hijo?
—Sí, padre —volvió a asentir sumiso.
De nuevo se dirigió a Kazuo.
—Al enterarse de tu llegada, el comandante Kramer vino a verme y me pidió que considerase la idea de adoptarte —le reveló—. Un hijo de holandeses capaz de haber sobrevivido a esa bomba horrible y de haber llegado hasta aquí, y después de lo que hiciste por él en la catedral de Urakami... La verdad es que no hubiera podido negarme en ningún caso. Pero ¿qué te ocurre? —le preguntó—. ¿No estás contento? Por fin has llegado a tu destino.
Su destino. Junko, Junko, Junko... Pero debía irse, se lo había prometido al doctor, algún día la encontraría, quedándose allí no conseguiría nada, primero debía rehacer su vida y luego buscarla, buscarla hasta dar con ella.
—¿Y el comandante Kramer? —preguntó sin ambages.
—¿Qué quieres decir?
—¿Dónde está ahora?
—Está alojado en el hospital, en un pabellón para convalecientes.
—Y ¿qué va a ser de él? ¿Vendrá con nosotros?
El señor Ulrich hizo una inspiración larga. Kazuo se preguntó cuáles serían sus sentimientos hacia aquel hombre. Estaba claro que el holandés había amado a su hija, pero después de la turbulenta historia que le contó el teniente Groot...
—El comandante Kramer está muy mal —contestó por fin con gesto de lástima—. Nuestros médicos han estado en contacto con los hospitales de las zonas bombardeadas y creen que ha pasado lo que llaman el «período de latencia», un tiempo muerto que atraviesan los infectados, más o menos largo dependiendo de la cantidad de radiación recibida. Durante ese período la evolución del mal no llega a manifestarse o, si ya lo había hecho, se estanca. En ocasiones los pacientes incluso creen haberse recuperado. Pero cuando retornan los síntomas, como le ha ocurrido al comandante, no hay nada que hacer. El avance de las infecciones resulta imparable.
¿Otra muerte? Quizá fuera lo mejor, y cuanto antes. Terminar ya con todo lo relacionado con la radiactividad y las infecciones. No podía soportar la idea de volver a pasar por lo que tuvo que vivir en la clínica: enfermos consumiéndose, hedor, pus. Pero ¿cómo iba a darle la espalda? Recordó sus andanzas por la Nagasaki abrasada, los dos juntos en la catedral de Urakami, en el centro de racionamiento... Stefan pareció advertir su angustia.
—¿Podemos ir al onsen? —le preguntó a su padre, refiriéndose a un baño termal natural que no distaba mucho del hotel.
—Buena idea —celebró el señor Ulrich—. Pero volved con tiempo para el almuerzo. Ya sabes cómo se pone tu madre si nos retrasamos.