Un pequeño acople en el micrófono.
Viento.
Mutismo absoluto.
—Todo ha terminado —sentenció el señor Ulrich reclinándose en su silla.
De repente todos estaban como cansados.
—¿No deberíamos brindar o algo así? —propuso el canadiense de Reuters.
—¿Por una guerra ganada en la que he perdido a mi hija? —se lamentó el señor Ulrich.
Kazuo salió sin decir nada, entró en la habitación que compartía con Stefan y se tumbó boca abajo en la cama.
Durante la semana siguiente, los acontecimientos se sucedieron a velocidad de vértigo. Antes de que pudieran darse cuenta, todo el valle de Karuizawa estaba infestado de soldados americanos. Llegaron en sus jeeps, montaron un cuartel general en el centro de la ciudad y varios puestos de control a lo largo de las carreteras de acceso y repartieron panfletos con las leyes que había dictado MacArthur nada más llegar a Tokio: prohibido agredir a los ciudadanos japoneses; prohibido comer la escasa comida japonesa; prohibido izar la bandera hinomaru —sol naciente— sin permiso de las nuevas autoridades... Ocuparon el país con tanta rapidez que todo el mundo se preguntaba por qué no lo habían hecho antes.
—El kamikaze ha dejado de soplar —declaró una noche el señor Ulrich durante la cena.
Aquella palabra, adoptada por los pilotos suicidas, significaba «viento divino» y se refería al tifón que siete siglos atrás se llevó al fondo del mar a setenta mil mongoles que se disponían a invadir el país.
Stefan sopló con fuerza agitando las llamas de un candelabro. Después volvió a hacerlo hacia la cara de su amigo.
Kazuo también conocía la historia por haberla estudiado en el colegio, pero no le siguió el juego. Se limitó a comer mirando al plato. Desde su llegada a Karuizawa se sentía de prestado y, por ello, luchaba por contenerse en todo momento. Quizá fuese cosa de su educación nipona. Los japoneses llevaban en los genes ser tan comedidos. En el Japón del siglo XVII, durante el mandato del clan Tokugawa, se castigaba con la pena de muerte todo comportamiento grosero o inesperado. Inesperado, sin más concreción. Y tan difusa regla generó entre la población una psicosis insoportable. El pueblo vivía obsesionado con no llevar a cabo ninguna acción, por mínima que fuere, que se saliese de la norma. A Kazuo también le daba terror hacer algo inconveniente y que la familia Ulrich declinase llevarlo con ellos.
—¿Cuándo nos llegará el turno? —preguntó la madre.
—Los servicios de inteligencia están expatriando primero a los alemanes.
—¿Y eso por qué? —preguntó Stefan.
—Muchos de ellos quieren quedarse, pero todos los que han sido miembros del Partido Nazi están obligados a regresar a su país.
—En realidad no hay prisa —dijo para sí la señora Ulrich—. No sé cómo voy a encajar la vuelta a Suiza sin nuestra hija...
A Suiza, fue lo último que escuchó Kazuo. ¡Si apenas sabía dónde estaba Holanda! Pero no quería preguntar. No quería hacer nada inconveniente.
Kazuo y Stefan consideraban a los yanquis un divertimento. Con ellos se sentían aún más niños de lo que eran. Los dejaban subir a sus vehículos, sentarse en el volante y toquetear las palancas, les prestaban los cascos —que se enfundaban tapando media cabeza— y compartían con ellos sus chicles y chocolatinas. Al cabo de unos días, cuando ya iban cogiendo confianza, Stefan se acercó a un teniente de Dakota del Norte que fumaba en pipa como el general MacArthur y le dijo que conocía una cueva en la que había un montón de armas. El teniente supuso que algunos soldados japoneses las habrían abandonado allí antes de desperdigarse por las montañas de vuelta a sus hogares y les pidió que guiaran a una patrulla hasta el lugar para incautarse del arsenal. A partir de entonces, los dos amigos ni siquiera necesitaban mendigar los chicles y el chocolate. Tenían autorización para acercarse a la tienda de campaña que habían montado en el camino forestal de Nakasendo y coger cuanto quisieran de las cajas de provisiones. Fue en una de esas visitas cuando los soldados se enteraron de que el muchacho rubio hablaba japonés mejor que el propio Hirohito. Le preguntaron si quería echar una mano y Kazuo se ofreció con los ojos cerrados.
Ese mismo día ya estaba haciendo pinitos como traductor en el cuartel general de la zona, asistiendo a los oficiales que practicaban los interrogatorios a los agentes del Kempeitai detenidos.
La mayoría de los occidentales que hablaban bien el japonés eran misioneros alemanes y, por lógica, no servían en algo tan comprometido. Por ello, todo ciudadano de una nación aliada o neutral que viviera en la ciudad era reclutado de inmediato para servir a las fuerzas de ocupación en esa tarea. Para Kazuo fue un regalo. Había dejado de ser un mero convidado de piedra. Tenía su propio estatus.
Estaba feliz. O lo hubiera estado de no ser por la constante llamada del haiku en el bolsillo. Ahora que sabía que Junko estaba viva, no dejaba de preguntarse por qué se le había vetado vivir con él esa experiencia. A ella también le hubiera encantado conversar con Stefan y los soldados, explicarles todo lo que sabía sobre los poemas del viejo Japón, los arreglos florales del ikebana que confeccionaba su madre y otras cosas relacionadas con la cultura nipona que tanto amaba. Lo único cierto era que cuanto más feliz tenía oportunidad de ser, más dolor sentía. ¿Estaremos los hombres condenados a sufrir en proporción a la cantidad de amor que sentimos?, llegó a preguntarle a Stefan. Pero éste, no entendiendo a qué se refería, no dijo una palabra.
Una mañana, la señora Ulrich entró de golpe en la habitación de los chicos cuando todavía estaban durmiendo.
—¡Levantaos!
—¿Qué pasa? —se asustaron, incorporándose a un tiempo.
—¡Nos vamos a casa!
Stefan dio un chillido agudo que Kazuo apenas oyó. Su cerebro parecía haberse resguardado en una cápsula hermética.
Los pensamientos rebotaban en el interior.
Nos vamos a casa...
Voy a ir a Suiza...
—Tu padre ha conseguido billetes para hoy —siguió la señora Ulrich—. Tenemos que estar en la estación a las diez en punto. Iremos en tren hasta Tokio y de allí nos trasladarán a Yokohama, donde nos espera el barco que nos llevará de vuelta a Europa.
Stefan se dio cuenta.
—¿Cómo vamos a recoger nuestras cosas?
—Sólo podemos llevar una maleta cada uno —le informó su madre.
—¿Por qué?
—Son las normas —le contestó, escueta, evitando pensar en todo lo que tendría que dejar allí. Los responsables de las fuerzas de ocupación lo habían dejado claro: no se trataba de un viaje de placer, por lo que no estaban dispuestos a brindar la cobertura que precisaba una mudanza convencional. Hubiera resultado imposible coordinar la labor de los camiones, que necesitaban cuatro días para recorrer por carretera el trayecto que separaba Karuizawa de la capital; y en absoluto querían llenar las bodegas de sus buques militares con viejos muebles y vaporosas colecciones de vestidos—. Pero venga —los azuzó—, ¡moveos de una vez!
—Yo no tengo maleta —le recordó Kazuo.
—Ah, claro. Ahora mismo te traeré una.
—No tengo nada que meter.
—¡Mucho mejor, la utilizaré para mis cosas! Eres un encanto —iba diciendo con su aire de enajenada mientras cruzaba la puerta que conectaba ambas habitaciones.
Stefan le dedicó una mueca de júbilo.
—¿No es genial? —exclamó, y comenzó a hacer cálculos mentales—. Si salimos a las diez, a las tres habremos llegado ya a Tokio, por lo que esta misma noche habremos embarcado...
—¿Nos vamos para siempre? —preguntó Kazuo.
—No lo sé. ¿A qué viene eso ahora?
Por su mente pasaron mil imágenes. Había oído que eso era lo que ocurría cuando uno moría. En verdad una parte de él estaba a punto de morir. En unas horas se desvanecería todo lo vivido bajo el sol naciente, las luces de sus amaneceres y las sombras de sus ocasos.
—El comandante... —murmuró. ¿Qué?
—El comandante Kramer. No puedo dejarle aquí.
Saltó de la cama y se enfundó a toda prisa los pantalones.
—No pensarás marcharte ahora...
—Tienes que entenderlo.
Se colgó en bandolera la bolsa con su documentación.
—Entender ¿qué? —preguntó Stefan, angustiado.
Pero Kazuo ya estaba corriendo por el pasillo.
Salió al jardín. Sabía que el comandante estaba en el hospital. Pero ¿en qué hospital? ¿Había más de uno? ¿Cómo era posible que no hubiera ido a verle ni un solo día durante todo el tiempo que había pasado allí? Le parecía impropio de sí mismo. Había estado como enajenado. Se detuvo junto al estanque. Las carpas que lo poblaban —que se le antojaban vecinos de Nagasaki renacidos con escamas— parecían haberse concentrado en un recodo próximo para despedirle. Todas a un tiempo movían la boca de pez de forma desaforada. Salió disparado hacia la calle comercial, donde encontró una joven que le explicó cómo llegar. Tenía que atravesar toda la ciudad en dirección al lago Shiozawa y encontraría una indicación. Siguió corriendo entre la gente de colores y ropajes diversos, entre la nube dulzona que escapaba de la panadería Asano-ya y la nostalgia que derramaban los que apuraban el tiempo comprando un último recuerdo en la tienda de tallas de madera, entre sonrisas de placer por la pronta marcha y los gestos circunspectos de quienes habían terminado considerando aquella prisión un hogar como no tendrían otro, rodeado de cascadas y bosques cuyos árboles conversaban bajo la atenta protección de los pájaros.
Entró en el hospital con el mismo desparpajo que lo hubiera hecho en la clínica del doctor Sato. Se asomó a salas y habitaciones hasta que le dieron el alto.
—El comandante pasa mucho tiempo en la iglesia —le informó una enfermera a la que preguntó por él.
—¿En cuál?
Torció la nariz.
—La verdad es que no lo sé. Supongo que irá a la capilla de alguna misión. ¡Por aquí hay tantas!
Kazuo recordó el día que despertó en casa del pastor presbiteriano, cuando encontró a Kramer en la pequeña iglesia de madera azotada por la tormenta. Pensó en salir corriendo hasta allí, pero le llevaría horas ir y volver. Además, no era lógico. Tenía que tratarse de alguna más cercana. Volvió a salir a la calle. Miró al cielo, confiando divisar un camino de cruces sobre los tejados marcándole como balizas la ruta que debía seguir.
—¿Dónde estás, maldito holandés? —sollozó.
A las diez menos cuarto decidió detener la búsqueda.
Se llevó las manos a la cabeza.
Había recorrido cada rincón de Karuizawa, incluso aquellos en los que no había estado con Stefan, cada calle, cada iglesia.
Caminó cabizbajo hacia la estación. Lo más probable era que no quisieran verle. ¿Qué podía haber hecho más incorrecto que desaparecer toda la mañana el mismo día de la partida?
Mientras se aproximaba al edificio, a través de una gran ventana vio a unos niños que, desde dentro, pegaban la nariz en el cristal. Le decían adiós como las carpas del estanque. Se detuvo. Ya casi había decidido no entrar, pero entonces reconoció a la familia Ulrich entre la gente, junto a unos soldados que revisaban la documentación de los viajeros. Estaban parados bajo el tejadillo rojo de la entrada. De pie entre las columnas, con las maletas a un lado. Una por cabeza... y una más. Se acercó emocionado y a la vez muy triste. Pero cuando estaba llegando vio que alguien se unía al grupo. Era el comandante Kramer. Había ido a comprobar cuánto faltaba para la partida y salía de nuevo a esperarle. ¡A esperarle! Delgado como un alfiler, con su rostro derretido, los ojos aún más hundidos, pero en pie. Como siempre.
Corrieron uno hacia el otro y se fundieron en un abrazo que resumió todos los instantes vividos: cuando Kazuo contemplaba desde la colina cómo Kramer se enfrentaba a los guardias del Campo 14, cuando después del estallido todo fueron escombros y desconcierto y se salvaron mutuamente la vida, cuando le habló por primera vez de Elizabeth y le prometió que juntos encontrarían a Junko... En aquel abrazo cabían todas sus esperanzas arruinadas y otras tantas más vivas que nunca. Te vas a Suiza, celebraba el comandante. ¿Y tú?, le preguntaba Kazuo sin dejar de apretarse contra su cuerpo anémico. Yo me quedo a esperar otro tren que me llevará con la mujer que amo.
Cruzaron el edificio y salieron al andén. No se parecía a la estación de Nagasaki. Había mucha gente pero reinaba el orden. El señor Ulrich se perdió unos segundos entre la muchedumbre. Kazuo vio cómo hablaba con unos soldados y señalaba uno de los vagones.
—Estamos listos —sentenció cuando regresó junto a ellos.
—Llega el momento de despedirse —dijo Kramer con más dulzura de la que nunca había exhibido.
—¡Esperen un momento! —exclamó alguien a su espalda.
Todos se giraron.
—Hola, Martin —le saludó el señor Ulrich con una leve inclinación de cabeza—. Por fin nos vamos.
Martin era un fotógrafo profesional británico que había recalado en Karuizawa apenas un año antes. Al comienzo de la guerra se encargó de reclutar personal para las unidades de camarógrafos de combate, formando a efectivos en una escuela que el ejército abrió en colaboración con los estudios Pinewood de Buckinghamshire, cerca de Londres. Pero un día sintió la necesidad de disparar sus propias instantáneas en el campo de combate y se embarcó rumbo al Pacífico. Portaba una cámara unida a un trípode que manejaba como si fuera una extensión de su brazo.
—Estoy haciendo fotografías de las familias que parten —les dijo—. ¿Les importa que les haga una?
—¡Claro que no nos importa! —exclamó la señora Ulrich—. Creo que es la primera vez que me retratan desde que comenzó la guerra.
Se arregló el peinado mientras el señor Ulrich le cogía del brazo y mandaba a Stefan colocarse a su lado. Kazuo se apartó con el comandante Kramer. Cuando el holandés se dio cuenta, instó al chico con un gesto a que se pusiera en la foto.
Este negó con disimulo.
—¡Ponte tú también! —exclamó Stefan, haciéndole gestos para que se acercase.
Kazuo bajó los ojos azorado.
—Hazle caso a Stefan —resolvió la señora Ulrich—. Ya eres como nuestro hijo.
Por fin accedió. Se pusieron uno a cada lado del matrimonio. El señor Ulrich posó la mano sobre su hombro.
—Preparados... —les reclamó el fotógrafo.
Kramer se colocó junto al trípode.
Sus ojos se anclaron a los del chico.
La carcasa del flash, redonda y plateada, estalló en un fogonazo.