Veinte minutos después le vio acercarse por la calle oscura y fría. Tendría unos cincuenta años, era flaco como una vara de bambú y avanzaba tambaleándose de lado a lado. Es un poco zambo, pensó Yozo, lamentando hacerle sobrepasar su dosis diaria de caminata. Traía la llave correcta separada del manojo, como un cowboy que entra al salón con su revólver erguido.
—¡Es muy tarde! —dijo cuando llegó.
Se trataba de una apreciación objetiva, no de un reproche.
La puerta hizo sonar unas campanillas. Yozo entró tras él. Esperó en medio del local a que el señor Adachi encendiera las luces. El fluorescente renqueó un par de veces, sin duda debido a que acababan de despertarlo de un profundo sueño, y a la tercera iluminó aquel extravagante universo de dos dimensiones, sin profundidad ni tiempo.
Había fotografías de todos los tamaños, algunas enmarcadas en las paredes y otras ordenadas en vitrinas horizontales. Advirtió que seguían un cierto orden cronológico. Se detuvo a mitad de siglo. Muchas eran del torneo internacional de tenis, con pastores de todas las congregaciones esgrimiendo sus raquetas; de parejas mixtas en las fiestas de los hoteles, luciendo deslumbrantes kimonos y elegantes trajes de gala con los que emulaban a las actrices de la época; de la propia calle comercial, con matrimonios parados en los puestos de recuerdos. Vio muchas bicicletas y risas detenidas, y hasta un crío desenfocado que pasó corriendo por delante del objetivo.
—¿Qué está buscando?
—Necesito un listado de los extranjeros que abandonaron Karuizawa tras la llegada de las fuerzas de ocupación.
—¡No tengo eso!
—Tal vez pueda consultar su colección de recortes y periódicos.
—¡Ahí tampoco aparece, tampoco, tampoco! ¡Tendría que habérmelo explicado más claro por teléfono, así no habría necesitado venir hasta aquí!
—Sepa que sólo por haberme abierto ya le estoy muy agradecido, señor Adachi. Pero le ruego que me deje ver los recortes. Aunque no encuentre nada, me quedaré mucho más tranquilo si lo hago.
—¿Para qué necesita ese listado? —preguntó más colaborador.
—Estoy tratando de localizar a un chico de unos trece años que, según creo, fue repatriado con una de las familias de diplomáticos.
El señor Adachi se rascó la barba incipiente.
—¿Sabe su nombre?
—Sí.
—Quizá le lleve tiempo —dijo sin más—, pero sé dónde puede encontrarlo.
—¿En serio?
—¿Cree que a estas horas de la noche soy capaz de no hablar en serio?
—Desde luego que no —sonrió Yozo.
El señor Adachi se agachó a los pies de un armario empotrado. Abrió la portezuela inferior y extrajo una caja de cartón que colocó sobre el mostrador.
—Aquí están.
—¿Qué guarda ahí? —preguntó Yozo con impaciencia mientras el señor Adachi arrancaba la cinta de embalar y desplegaba las tapas.
—Las fotografías que tomó a las familias de los diplomáticos el señor Martin, el dueño originario de la tienda. ¡Son casi todas iguales! Mirarlas es como recitar un mantra. Por eso las tengo guardadas. Yo ya no estoy para mantras.
Yozo no estaba seguro de si debía emocionarse demasiado.
—El problema es que en el valle habría muchos chicos con el mismo aspecto —masculló.
—Por detrás están escritos los nombres —añadió, escueto, el señor Adachi, sin ser consciente de lo que ello significaba.
Entonces sí, Yozo dio rienda suelta a su alegría. Sumergió las manos en el magma de vidas retenidas y esparció un montón sobre el cristal del mostrador con cuidado de que no se cayera ninguna. Estaban amarillentas. Puede que fuera debido al humo de la locomotora que les servía de atrezzo, ya que habían sido disparadas en el andén de la antigua estación. A primera vista parecían idénticas, como los budas de piedra que reposaban en hilera en algún bosque del profundo Japón. Tal y como le había anunciado el señor Adachi, cada una retrataba a una familia, con todos sus miembros posando junto al vagón segundos antes de iniciar su viaje. Superada la impresión inicial, comenzaban a apreciarse diferencias entre quienes aparecían en unas y otras; y en ese momento los vagones y el humo pasaban a un segundo plano y cada familia reclamaba su singularidad. Las había altas, bajas, mixtas, serias, alegres, tristes, oscuras, albinas, circunspectas, relajadas, tensas, afables...
En el reverso de cada una, tal y como había anunciado el señor Adachi, estaba escrito a pluma el nombre de la familia. Incluso figuraban más detalles, como la nacionalidad y el mes en las que fueron disparadas. La tinta negra había derivado en una mezcla de gris y ocre cargada de melancolía. Era como leer la carta de amor encontrada en el bolsillo de un soldado muerto.
Yozo sintió cómo algo burbujeaba en su interior. En realidad se había desplazado allí para demostrarle a Emilian que podía contar con él, no porque creyera que iba a aportar algo a su difusa investigación. Quería llamarle y contarle lo que había descubierto, pero prefería no perder un minuto. Comenzó a examinar una fotografía tras otra buscando aquellas en las que aparecieran adolescentes. Cuando alguno se acercaba a la descripción, la giraba despacio mientras repetía mentalmente lodos nombres —Victor Van der Veer y Kazuo—, confiando en ver escrito uno de ellos.
Después de unos veinte intentos infructuosos —la mayoría de las familias con hijos rubios eran alemanas pro nazis y no existía ningún nexo evidente con el huérfano de Nagasaki—, una de las fotografías captó poderosamente su atención. Le invadió una placentera sensación no carente de cierta angustia, como si hubiera escuchado un acorde disonante de jazz en mitad del preludio en mi menor de Chopin. Le dio la vuelta. El texto rezaba:
El señor Ulrich —de la embajada suiza—, su esposa Monique Simonete y su hijo Stefan.
Septiembre de 1945.
Su hijo Stefan... repitió Yozo para sí.
Un solo nombre.
Aunque eran dos los adolescentes que aparecían en la instantánea.
Volvió a mirar la foto.
Estaba el tal señor Ulrich, su esposa y dos muchachos. Ambos más o menos de la misma edad y estatura. Uno de ellos parecía castaño. Se fijó en el más rubio.
¿Eres tú la nota disonante del acorde?, pensó Yozo.
¿Eres Kazuo, chico fantasma?
Lo examinó con detenimiento. De no ser porque en aquella época no había Photoshop, habría jurado que lo habían añadido después. Bien es cierto que el señor Ulrich tenía la mano apoyada en el hombro del chico, pero éste no miraba a la cámara como el resto de la familia. Y no parecía estar despistado.
Más bien atravesaba con los ojos a alguien o a algo que debía de estar junto al fotógrafo en el momento del disparo.
—¿Puede vendérmela? —preguntó al señor Adachi.
—Hum...
—Piense un precio y le pagaré el doble. Pero dígamelo ya, se lo ruego.
Abonó mil quinientos yenes, le dio las gracias con sinceridad y le ofreció llevarlo en el taxi a su casa. El señor Adachi rehusó la oferta agitando el brazo en el aire, le empujó hacia fuera, cerró de forma concienzuda y sin decir nada más se perdió con su andar tambaleante entre la niebla que se había apoderado de la calle. El taxista se asomó por la ventanilla para advertirle que el contador seguía corriendo. Yozo le hizo un gesto pidiéndole que se despreocupara y llamó de inmediato a Emilian.
Hacía frío. Se encogió sobre sí mismo sin separar el móvil de su oreja ni dejar de mirar la fotografía que sujetaba con la otra mano. ¿Qué tenía aquel chico rubio sin nombre, tan reconcentrado en un punto de fuga?
—Hola, Yozo —contestó Emilian al instante—. ¿Ya estás en Karuizawa?
—No sólo eso —le dijo emocionado—. Creo que ya tengo lo que necesitas.
—¿Qué? —se sorprendió.
Mei se llevó las manos al pecho como una madre que espera el informe del cirujano que acaba de operar a su hijo.
Yozo explicó de forma apresurada lo que había conseguido.
—Suena bastante bien, bastante bien —murmuró, reflexivo, Emilian, tratando de contenerse—. ¿Cuál dices que es el apellido de la familia?
—Ulrich.
—Victor Ulrich —compuso.
—¿Qué quieres que haga ahora?
—Estaría bien que esperases un poco por allí hasta que compruebe si hay alguien registrado en Suiza con ese nombre.
—No tengas prisa. Me quedaré a pasar la noche en algún hotel de la ciudad. Creo que ya habrá pasado el último tren, y en cualquier caso prefiero estar disponible por si necesitas algo más.
—Muchas gracias, Yozo.
Colgó. Un par de segundos para asimilar la información. ¿De verdad lo tenían? Mei seguía en la misma postura, sin acercarse demasiado a él para no atosigarle, con la cabeza un tanto caída y mirándole por la parte superior de los ojos. Resultaba delicioso verla comportarse con semejante prudencia en aquel momento. Era increíble. ¡Lo tenían!
—Victor Ulrich —le desveló.
Consultaron de inmediato el registro de usuarios de telefonía fija por internet, pero no encontraron a nadie con ese nombre. A continuación llamaron una por una a todas las empresas privadas de información, pero aquellas gestiones tampoco arrojaron ningún resultado. Sin duda se habían precipitado al celebrar su hallazgo. Comenzaron a ponerse nerviosos. Era desesperante vislumbrar su encallamiento estando tan cerca.
Emilian se arrojó al sofá. No se le ocurría por dónde seguir revolviendo. Mei aguantaba el tipo sentada frente a la mesa del ordenador, con los dedos apoyados en el teclado sin nada que escribir. La contempló durante un rato. Le partía el corazón verla tan indefensa. Habría querido hacer cualquier cosa por ella, pero de repente se sentía incapaz incluso de moverse. Empezaba a acusar los efectos de la montaña rusa en la que viajaba desde que comenzó aquella aventura.
—El cosmos está empeñado en que las cosas no nos salgan bien —dijo apesadumbrado.
Ella se giró con gesto interrogante.
—¿De verdad lo ves así?
—¿Cómo tendría que verlo? Fíjate en mi trabajo. Llevo toda la vida apoyando la energía nuclear, por el amor de Dios. Y mira tu historial familiar de aversión, que por supuesto es de lo más natural. ¿Qué pretendemos, Mei?
Ella se tomó su tiempo. Cuando por fin comenzó a hablar, Emilian sintió estar asomándose a un inmenso cañón por el que cruzaban ríos y aves rapaces.
—Yo sólo ansío saber que estás ahí, Emilian. Es lo mismo que le pedía mi abuela a Kazuo cuando subían a la colina para observar lo que ocurría en el Campo 14. Le pedía que la cuidara, que velara por ella para que nunca llegase a desarrollar el odio de los carceleros. Que estuviera a su lado sin importar lo que ocurriera después. Y ya ves cómo se comportaba el cosmos con ellos... Vivían en medio de una guerra terrible, pero hubieran luchado juntos, pese a sus diferencias, de no ser por aquella bomba. No tuvieron oportunidad de hacerlo. Nosotros sí que la tenemos. Podemos trabajar codo con codo. ¿Acaso en el fondo no queremos lo mismo? Hemos de seguir persiguiendo aquellas cosas en las que creemos con el mismo compromiso que hemos demostrado hasta ahora. Si obras así nunca te lo reprocharé, y sé que tú tampoco me lo reprocharás a mí. Y lo mas seguro es que tarde o temprano terminemos confluyendo en algún punto, como dos linternas que se atraen en la vasta oscuridad.
Emilian sintió una punzada que debía de ser pura felicidad. Después de tanto tiempo buscando, sabía que ella era su sueño.
—Tengo que hablar con Sabrina —resolvió de repente.
—¿Para qué?
—Para que vuelva a llamar a su amigo, el del departamento de presupuestos.
—Recuerda lo que pasó la vez anterior —le previno ella—. Tengo miedo de que...
Emilian no le escuchó. Marcó el número y pegó el teléfono a su oreja con ansia.
—Cógelo ya, cógelo ya... ¡No!
—¿Qué ocurre?
—Salta el buzón. Estará trabajando. —Miró la hora. Era media tarde—. Si la gente de contabilidad termina la jornada y se van a casa no podremos acceder a la información hasta mañana, y ya no nos quedará tiempo de hacer nada. Vamos a buscarla.
—¿Al palacio?
—¡No pierdas tiempo!
Salieron disparados a la calle, cogieron el coche, cruzaron la plaza de la estación y enfilaron hacia el parque Anana siguiendo los raíles del tranvía. Dejaron a un lado la enorme silla de tres patas —un monumento contra las minas antipersona colocado en los jardines—, y rodearon el Palacio de las Naciones hasta la entrada de turistas. Emilian mostró al guarda su acreditación del IPCC para que le dejasen acceder al aparcamiento oficial. Por fortuna volvía a estar activa. Bajaron del coche y pagaron una entrada de visitante por Mei, lo cual era más rápido que convencer a los encargados de que la dejaran entrar unos minutos para un asunto que no podían explicar. Tuvo que pasar por el arco de seguridad, que comenzó a pitar con desasosiego —resultaron ser las hebillas de las botas— y hacerse el carnet de visitante, fotografía digital incluida. El corazón se les salía del pecho. Cada minuto contaba. Una vez dentro, fueron directos a preguntar por Sabrina a la encargada del Servicio de Visitas.
—Tendrán que esperar un rato —les dijo ésta—. Está en plena visita con un grupo recién llegado de la India.
—¿Cuánto rato?
—Una media hora. Pueden esperar en la tienda de...
Emilian tiró de Mei hacia el interior del complejo, dejando a la encargada con la palabra en la boca. Subieron un piso hasta la Sala XIX por la que solían comenzar los tours. Se asomaron a la galería superior de la Sala XX por si el grupo aún estaba contemplando de cerca la cúpula de Barceló. Había una familia de turistas, pero eran de raza negra y los acompañaba otra guía. Salieron a toda prisa y siguieron la posible ruta. Cruzaron el puente hasta el edificio antiguo y se detuvieron en la antesala del Salón de los Pasos Perdidos, un espacio que habían dedicado a una exposición monográfica sobre el problema del agua. Emilian se asomó pensativo por la ventana desde la que se veía la Esfera Amilar, el símbolo de la Oficina de la ONU en Ginebra.
—Tienen que estar en la Sala de las Asambleas o en la Sala del Consejo —se le ocurrió—. Son los únicos sitios donde no hemos mirado.
—La del Consejo —dijo Mei sin saber por qué.
La cogió de la mano y, ya sin ningún recato, echaron a correr entre turistas y funcionarios que se apartaban a su paso preguntándose qué ocurría. Entraron de golpe al anfiteatro de la sala —no estaba permitido acceder al piso inferior, donde se conservaban las mesas originales de los primeros países miembros—.