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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (50 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—¿Dónde habrá sido el epicentro? —preguntó Mei.

Estaba un poco aturdida.

—Ven aquí —le pidió Emilian.

La abrazó hasta convertirse en un solo cuerpo. Le habría gustado prometerle que siempre la protegería, pero ¿qué podía hacer contra un avatar semejante? Es posible que sólo hubieran percibido un reflejo de la verdadera sacudida. Le angustió comprender que, ahora que habían encontrado el amor verdadero, estaban expuestos a situaciones que trascendían a la voluntad, e incluso a ese mismo amor. Pero al mismo tiempo le satisfizo darse cuenta de que, a su lado, no había sentido ningún miedo.

Junto a ella, habría aceptado el final con más dignidad de la que nunca soñó atesorar. Habían hecho bien yendo a buscar ese haiku.

Dos hombres sacaron a otro a horcajadas de un portal próximo. Sangraba por la cabeza. Utilizaban un trapo para contener la hemorragia mientras explicaban que la balda de madera desprendida de un archivador le había golpeado. Pedían un coche para llevarlo a un hospital.

—Abuela... —gimió Mei.

Entregó al taxista un billete que cubría con creces el trayecto y echó a correr por una callejuela estrecha entre bicicletas tumbadas en el suelo y ropa desprendida de los tendederos de las casas de un solo piso. Emilian la siguió. Fueron a parar a una gran avenida, con abundantes comercios y gente. Le sorprendió darse cuenta de que, a pesar de que sólo habían transcurrido unos minutos desde el seísmo —él estaba convencido de que el suelo todavía se movía—, los tokiotas intentaban volver poco a poco a la normalidad. Al igual que en la otra zona, no había brotes de histeria ni pánico. Sólo entereza y un orden turbador.

Algunos incluso celebraban que aquel temblor no había sido el que, como tenían asumido, tarde o temprano terminaría engullendo la isla. Otros permanecían sentados en la parada del autobús como si nada hubiera ocurrido, sin duda esperando llegar a casa para soltar el grito que convenientemente retenían en los pulmones. Cruzaron la calzada y siguieron corriendo por la otra acera hasta que se dieron de bruces con el aparcamiento trasero del hospital Komagome.

Rodearon el murete que lo circundaba. Por encima del ladrillo sobresalían las copas de los árboles de lo que parecía un jardín interior. Al menos es un lugar agradable, se reconfortó Emilian. Llegaron hasta la entrada principal. Un grupo de empleados se afanaba en organizar la documentación caída de las estanterías. Había montones de papeles sobre los mostradores. También en los carros. Otros examinaban los equipos informáticos. Se percibía cierta agitación general, aun cuando los médicos y enfermeras parecían desempeñar sus tareas ajenos al desbarajuste.

Mei preguntó por el número de habitación de su abuela. Mientras la recepcionista lo buscaba en un archivador, le informó de que algunos hospitales de la ciudad se habían quedado sin suministro eléctrico, pero que allí todo funcionaba a la perfección. Estaba en el primer piso. Subieron por la escalera para ir más rápido. Justo antes de entrar, Mei hizo por serenarse. Se estiró y apuntó con la frente y las palmas de las manos hacia el suelo para desprenderse de su ansiedad. Entonces sí, abrió la puerta.

Allí estaba el clan al completo. Un nuevo arreglo floral, pensó Emilian. No como el del día de la cena kaiseki, pero armónico en cualquier caso. Los padres de Mei, su hermano Taro, el matrimonio de amigos de la abuela y la propia Junko, tumbada en la cama al fondo. Se les echaron todos encima. Emilian saludo de forma escueta, evitando arrogarse ningún protagonismo. Mei iba besándolos y abrazándolos uno a uno, con mucha más efusividad de la que hubiera mostrado en cualquier otra circunstancia.

—¿Dónde os ha sorprendido el temblor? —le preguntó, apurado, el padre de Mei a Emilian.

—En un taxi.

—¿Cómo está la calle?

Señaló la ventana de la habitación, a través de la cual sólo se veían los árboles del jardín.

—Supongo que habrá que decir que bien, dentro de lo que cabe.

—Aquí ha sido horrible —relató—. Parecía que iba a venirse el edificio abajo. El carro de las medicinas ha empezado a temblar, los frascos botaban, se ha caído el gotero. Horrible, horrible.

Mei se acercó por fin a la cama donde yacía su abuela. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Incluso en aquel estado, amarilla por la ictericia y con la media cara quemada más expuesta que nunca por su extrema delgadez, inspiraba la paz que llevaba toda la vida propugnando.

—Por suerte no se ha enterado de nada —apuntó la madre.

—¿Está dormida?

—Más bien inconsciente.

—¿Cuánto tiempo hace que está así?

—Desde que te llamé por teléfono. Cuando dice algo es para delirar. Habla de vacas y cosas así. Dijeron que ya no...

—Ya no ¿qué?

—Sólo queda esperar, hija.

—Voy a pedir que la reanimen —resolvió Mei.

—¿Qué dices?

—Tengo que enseñarle lo que he traído.

—¿Para qué vas a hacerle sufrir de forma innecesaria?

—Confía en mí, mamá —le dijo mientras salía a buscar al médico. Se detuvo un instante en la puerta—. Si ha de sufrir, al menos esta vez lo hará con un buen motivo.

Preguntó a las enfermeras del control. Le informaron de que el doctor Sho estaba de guardia en la planta. Era una suerte. Hacía años que lo conocía. Llamó a la puerta de su despacho y apenas esperó autorización para entrar. El médico le dedicó su mirada más apacible. Mei supo desde el primer instante que le apoyaría. Le contó lo que quería hacer y el doctor Sho le explicó que era posible reanimar a Junko con sueros, pero que sería algo temporal, previo al coma hepático definitivo. Todo su hígado era ya tejido tumoral. Mei no lo dudó. Afirmó con una abrumadora seguridad que su abuela le estaría eternamente agradecida y abandonó el despacho.

Mientras esperaban a que los medicamentos hicieran efecto, fueron llegando noticias sobre los daños producidos por el terremoto y el tsunami posterior. Las primeras imágenes inundaron las televisiones del hospital, vertiendo en los pasillos y en las habitaciones pavor, incredulidad e impotencia. Tal vez fuera un castigo, quizá una prueba. Los ocho millones de dioses del sintoísmo habían dado su visto bueno a un nuevo Apocalipsis. Ningún otro pueblo salvo el japonés —debieron de pensar en su debate divino— sería capaz de superar un latigazo semejante. ¿Acaso no habían glorificado suficiente el dolor y el sacrificio durante sesenta y cinco años de entrega, en cuerpo y alma, a la reconstrucción de su país? Médicos y pacientes se habían quedado mudos. La ola devastadora había barrido el habla, incluso la capacidad de pensar. Pero bajo el agua, fuerza nipona ganaba la batalla a los remolinos que arrastraban árboles y uralitas. Al conocerse los daños que se habían ocasionado en los reactores de Fukushima, en todas las habitaciones surgieron voluntarios que deseaban acudir de inmediato en apoyo de los trabajadores de la central.

Emilian no dejaba de darle vueltas a lo ocurrido. Sin duda era una señal, una luz como la que en su día estalló en el cielo de Nagasaki. Ya lo había hablado con Mei: en el mundo en que vivimos no hay nada perfecto, hay que luchar y salir adelante con aquello de lo que disponemos. Había defendido durante años la utilización de una fuente energética peligrosa, algo tenían que hacer hasta que se inventase otra más viable para el futuro del planeta, hasta que las realmente limpias y seguras fueran rentables... Estaba claro que, como le contestó Mei aquel día, la solución no estaba en cambiar las fuentes energéticas, sino los modelos de sociedad. Tal vez podría encomendarse a esa labor en el futuro, trabajar desde su posición en Naciones Unidas para concienciar al mundo de la necesidad de adentrarnos en una nueva era, en la era de un hombre que es propiedad de la Tierra, y no al revés. Tenía muchas cosas en las que pensar.

Al menos ahora sabia que, con Mei a su lado, todo fluiría de forma natural.

—Mei...

Era la voz de su abuela.

Había despertado.

Mei se lanzó sobre ella para abrazarla.

—¿Dónde has estado? —le preguntó la anciana mientras le apretaba los mofletes con ambas manos como si fuera una niña.

Parecía estar bastante despejada.

—En Suiza, abuela.

—¿En Suiza? ¿Qué has ido a hacer allí?

—He ido a buscarle.

La abuela se fijó en Emilian, que permanecía en pie separado con prudencia junto con el resto de flores del arreglo.

—Sin duda ha merecido la pena —dijo sonriendo.

Mei negó apenas moviendo la cabeza.

—Soy muy feliz con Emilian, abuela. Pero no me refería a él.

Junko la entendió al instante. Había vivido con la certeza de que las partículas de Kazuo no se habían dispersado por el universo como las de tantos vecinos de Nagasaki. Escuchaba su respiración en el viento, su risa en la lluvia, notaba su pulso en la tierra, sabía que la llamaba a gritos desde algún lugar, quizá desde la Europa de la que décadas atrás habían emigrado sus mayores...

Acarició de forma sutil la parte quemada de su rostro, el cual fue cubriéndose por un velo de gravedad.

—Han pasado más de sesenta y cinco años... —murmuró con la textura de la brisa que arrastra la arena de una playa solitaria cuando se pone el sol.

Mei se tumbó junto a ella y apoyó la cabeza sobre su pecho.

El débil corazón de su abuela bullía de recuerdos. Casi podía escucharlos a través del camisón de algodón y la piel tan fina. Le narraban los primeros meses en el orfanato, cuando siendo todavía una adolescente le aterraba pensar en una vida sin Kazuo. Cuando su único consuelo era saber que le estaba evitando el trago de amar a una mujer con una deformidad en el rostro. Cuando comprendió que no lo necesitaba junto a ella porque su mutuo amor trascendía este mundo de padecimientos. Kazuo, en aquel puñado de tardes sobre la colina, le había dado mucho más de lo que la mayoría de los seres de este planeta consiguen en una larga vida. Eso es lo que había estado repitiéndose durante décadas. ¿Para qué necesitaba cuestionar aquella verdad en sus últimos instantes? ¿Acaso el regreso de Kazuo no le rompería el alma en lugar de iluminársela? Una vida, un minuto, sesenta y cinco años. ¿Cómo se mide el tiempo cuando se trata del amor?, se preguntó. Y se doblegó ante un último recuerdo. El primero, en realidad. Cuando, en sus vagabundeos por la ciudad carbonizada, vio el reloj de la catedral marcando las 11.02. Cuando, atraída por su llamada agónica desde los escombros, se acercó demasiado y quedó presa de sus agujas.

Una lágrima recorrió la piel quemada.

—¿Qué fue de él? —dijo por fin.

Mei se incorporó.

—Sobrevivió al estallido, abuela. Y consiguió llegar hasta Karuizawa, donde le adoptó una familia de diplomáticos suizos.

—La anciana sonrió, sintiéndose orgullosa de su joven novio—.Pero murió en el barco, rumbo a Europa.

—¿Por la radiación? —preguntó serena.

Mei asintió. Junko acarició de nuevo el rostro de su nieta, diciéndole en silencio que amase mientras pudiera todo lo que ella no había tenido oportunidad de amar.

—Pero hay algo más.

—¿Qué más puede haber? —exclamó su abuela con cariño.

—Dejó algo escrito para ti.

Los ojos de la anciana se entornaron.

Mei sacó el haiku de su bolso y se lo entregó. La abuela tomó el rollito de papel entre sus manos como si sujetase una cría de pájaro. Lo desplegó poco a poco. No podía creerlo. En verdad era el mismo pliego que ella escribió la víspera de la bomba. Ahora estaba arrugado y manchado de sangre, como un reflejo de su corazón atormentado. Pero era el mismo. Y, como le había dicho Mei, tenía escritas unas palabras de Kazuo en el reverso. Lo leyó. Era otro haiku. Un haiku de vida, como a él le hubiera gustado que fueran los otros cuatro.

Voy a buscarte,

en la espiga o en el sol

que la ilumina.

Me has encontrado, dijo la anciana para sí. Me has encontrado.

Emilian se fijó en su expresión. Su rostro no mostraba ninguna emoción. Quizá fuera porque expresaba todas al mismo tiempo, como la luz blanca que contiene todos los colores.

—Sácame al jardín —le pidió a su nieta.

—¿Al jardín?

—A ese estanque de la parte de atrás.

—¿Qué está diciendo? —saltó la madre de Mei.

—El del cerezo —confirmó la anciana.

—Ya sé a qué estanque te refieres, madre. Pero eso no puede ser.

La abuela hizo un gesto de condescendencia mientras, ella misma, se quitaba el gotero.

El resto de la familia la contemplaba atónita. Mei sonrió y lanzó una súplica a Emilian. Este se acercó a la cama y cogió a la anciana en brazos.

La levantó con facilidad. Le pareció una pluma, sólo espíritu.

Mei fue por delante. Salieron al pasillo. Mientras esperaban a que llegase el ascensor, las enfermeras los miraban estupefactas. El resto del clan se asomó a la ventana, esperando verlos aparecer en el jardín. No tardaron en salir. La abuela señaló una charquita con unos lotos. Emilian la dejó con cuidado sobre la hierba, apoyada en el tronco del cerezo que crecía en la orilla. Mei le cubrió las piernas con una manta que había bajado de la habitación. La anciana les dedicó una sonrisa tan amplia que casi hizo florecer de forma anticipada los brotes del árbol. Se separaron de ella unos metros para dejarle cierta intimidad.

Vieron que desplegaba el rollito de papel del haiku. Acto seguido lo apoyó sobre sus piernas y comenzó a doblarlo con movimientos precisos, como si practicase papiroflexia.

—Está haciendo una grulla —comentó Mei, emocionada, cogiendo a Emilian del brazo.

—¿Por qué hace eso?

—Es una grulla para Sadako Saski.

—No sé quién es —susurró.

—Sadako fue una superviviente de Hiroshima —le explicó Mei—. La bomba le sorprendió con dos años de edad, pero creció fuerte y sana. Nadie podía imaginar que, después de una década, la radiación regresaría en forma de leucemia. La ingresaron en el hospital y su mejor amiga le contó una vieja historia sobre alguien que, tras hacer mil grullas de papel, consiguió que los dioses le concedieran un deseo. Sadako decidió imitarla. Pidió sanarse y comenzó a hacer una grulla tras otra. Pero una noche, mientras caminaba por los pasillos del hospital, conoció a un niño que estaba a punto de morir por la misma enfermedad y comprendió que no era justo pedir sólo para ella. Cambió su deseo y pidió paz y curación para todas las víctimas del mundo. Y con esa nueva ilusión reanudó su tarea. Confeccionó más y más grullas con todos los papeles que iba encontrando: de los botes de medicinas, de las recetas... Hasta que tras hacer la número seiscientas cuarenta y cuatro se la llevó la muerte.

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