—He logrado trasplantarlo aquí —comentó el anciano sin volverse—. Tiene tanta fuerza, tanta ansia por vivir... Se llama Corydalis conorrhiza y fue descubierta en las montañas del Cáucaso ruso hace poco más de dos años. —Entonces sí, se giró hacia ellos. Pudieron ver su tez pálida. Echó para atrás la capucha dejando al descubierto una calva castigada por el clima extremo y siguió hablando como si los conociera de toda la vida—. En lugar de excavar, sus raíces crecen hacia arriba atravesando las capas de nieve. ¿No les fascina su capacidad de adaptación?
—¿Es usted Victor Ulrich? —saltó Mei sin protocolos—. ¿Es usted Kazuo?
El anciano recogió del suelo con parsimonia la pareja de velas, como si necesitase ganar tiempo para pensar.
—No son preguntas fáciles de responder —dijo.
—Yo creo que sí lo son —replicó Mei, confundida.
El silencio que envolvía el paraje dejaba entrar los chasquidos lejanos de los glaciares. La nieve también producía sus particulares ruiditos, extendiendo bajo sus pies una alfombra que parecía tejida con el cuchicheo de los espíritus del bosque.
—Vayamos dentro —dispuso el anciano—. No quiero que enfermen por mi culpa.
Accedieron a la casa por una puerta abierta en la fachada trasera del bunker. Siguieron por un pasadizo iluminado de forma exigua por unas luminarias cúbicas incrustadas en el cemento y enfilaron una escalera sin pasamanos hacia el piso superior. El anciano se movía lento, pero con seguridad. Toda la planta, diáfana, estaba destinada a salón. El gran ventanal mostraba el paisaje en toda su negrura bajo la escasa luna. Presidiendo la estancia, una gran chimenea recién alimentada con dos leños caldeaba el ambiente. No había otras lámparas, al menos no encendidas. Delante del fuego se enfrentaban dos sofás, con una mesa baja en medio sobre la que se extendían en abanico diversos documentos con párrafos remarcados en amarillo. Al fondo, junto a una isleta de cocina, había otra mesa de pizarra y patas de metal con cuatro sillas de madera de corte japonés, como de inmediato detectó Mei. Los dos sicarios, adoptando el papel de solícitos mayordomos, se afanaban en componerla para la cena, con unos platos grandes y unos vasos de cristal grueso coloreado que contrastaban con el gris que imperaba en el resto de la vivienda. El que parecía un buey se acercó al anciano y le ayudó a quitarse el abrigo.
—Gracias. Ahora dejadnos solos por favor.
—¿Está seguro? —preguntó con clara confianza el sicario.
El anciano asintió y ellos se perdieron por la escalera.
—Son trabajadores fieles —dijo—. Hoy en día sería imposible encontrar gente así. Los traje conmigo de Ucrania en el ochenta y seis. En aquel entonces eran unos mozalbetes, pero ya tenían valor de sobra como para arrojar paladas al reactor sin importarles lo que pudiera pasar.
—Así que son liquidadores de Chernobil —comentó Emilian, decidiéndose a hablar—. Podía habérseme ocurrido cuando escuché su acento en la bodega de Rolle.
—Aquel día me dejó usted perplejo —confesó el anciano—. Tras hacer un seguimiento de su matrícula y descubrir quién era...
—Ya suponía que me había localizado así.
—Comprenda que no suele haber muchos coches aparcados allí. Y tampoco es muy normal encontrar extraños curioseando en el calado —dijo con un atisbo de sorna.
—¿Qué esconde allí? —preguntó Emilian sin tapujos—. Me refiero a unas cajas rectangulares que vi entre las barricas.
—Poca cosa. Viejos documentos y papeles de la patente que carecen de valor pero que me da reparo tirar. Compré esa bodega con el único objetivo de tener un domicilio social alejado de esta casa y al final me ha servido más de trastero que de otra cosa. Como puede ver, no quiero cachivaches a mi alrededor.
—Extendió las manos en el amplio salón—. Prefiero disfrutar los espacios al más puro estilo japonés. Ya saben, lo que se mama de niño permanece en el corazón de uno para siempre.
Así que en verdad era él, celebró Mei. Tenía delante a Kazuo, el gran amor de su abuela. El único amor. Sintió un torrente desbocado en su interior.
—¿A qué viejos documentos se refiere? —se lanzó a preguntar pensando en los haikus de su abuela. Parecía que aquel hombre, dentro de su extrañeza, iba abriéndose a ellos.
—Como le iba diciendo, señor Zách —retomó el anciano sin contestar a la japonesa—, al principio pensé que iba tras de mí porque me había convertido en uno de sus objetivos. Todo el mundo conoce su ímpetu pronuclear.
—Creo que exagera —se defendió Emilian, tras constatar que el día anterior había acertado cuando especuló sobre los posibles temores de Kazuo.
—No entremos en matices. Lo cierto es que mis colaboraciones con la Agencia de Energía Atómica de Naciones Unidas no están dirigidas a apoyar esa fuente energética, sino a combatir sus efectos hasta que se logre su erradicación. Se me ocurrió pensar que quizá usted se sentía amenazado. Ya se sabe que hoy en día lo estrictamente verde no es rentable. Y como le habían echado abajo su proyecto de Tokio... Créame —le dijo a modo de confidencia, y negó con la cabeza frunciendo el ceño—, conozco bien ese reactor submarino que pensaba utilizar, y le aseguro que le hubiese dado más problemas que beneficios.
—Pero...
Emilian se tragó su réplica. No era el momento de entrar en ese debate. Lo que más le sorprendía era el alcance de los tentáculos de aquel hombre.
—Por eso le mandé el aviso —siguió el anciano—. Sólo quería que me dejase en paz. Es lo único que he exigido durante toda mi vida: paz. Por cierto —se dirigió a Mei—, lamento la brusquedad de mis hombres. Me consta que no fueron demasiado educados con usted. Yo mismo les había ordenado revolverlo todo y dejar un mensaje contundente. Lo que no esperaba es que fueran a encontrarla en casa del señor Zách. El caso es que cuando hoy he sabido que estaban intentando localizarme como Victor Ulrich... ¿Cómo iba a imaginar que en realidad me buscaban por algo ocurrido hace sesenta y cinco años?
—¿Por qué nunca buscó a mi abuela? —saltó Mei.
No deseaba que sonase a reproche. Sólo le estaba pidiendo una explicación.
—Así que es usted nieta de Junko —musitó el anciano con admiración—. Ya lo suponía. ¿Aún vive ella?
A Mei se le encogió el corazón. Puede que en ese mismo momento su abuela estuviera cerrando los ojos para siempre.
—Sí —logró responder—, aún vive.
—Sentémonos y hablemos despacio, señorita —le pidió señalando la mesa del fondo—. Hoy tenemos sopa típica de la región. Está hecha a base de leche, cebolla y vino blanco, espolvoreada con canela. ¡Una delicia!
—No tenemos tiempo para cenar —respondió seca.
—Si no les gusta la sopa puedo hacer que les preparen unas salchichas caseras de cabra...
—¿Por qué no nos explica de una vez qué ha querido decir fuera? —estalló desesperada—. ¿Por qué es tan difícil contestar a mis preguntas? ¿Es usted Kazuo, el huérfano holandés de Nagasaki? ¡Necesito oírlo de su boca! ¿Publicó el haiku para mandar un mensaje a mi abuela Junko? Por favor, deje de jugar conmigo. No sea tan sádico, no puedo más... —sollozó.
El anciano pareció compadecerse. Se acercó a ella. Tanto que Mei olió el poso de una colonia con un toque de menta que sobrevivía entre los nudos de lana de su jersey. Las llamas de la chimenea iluminaron directamente sus ojos. Sugerentes, desprovistos de la vejez que aquejaba al resto del cuerpo. Eran unos ojos que invitaban a entrar y al mismo tiempo apercibían de cierto peligro, como una cueva submarina. Mei se deslizó por el iris color miel.
Entonces se dio cuenta.
No eran azules como su abuela le había dicho que los tenía Kazuo.
—Usted no es él —constató, acarreando una inmensa carga de tragedia.
No
es
él.
Estuvo a punto de desmayarse.
El anciano respiró hondo. El ruidito agónico que salió de sus pulmones rasgó el silencio que de repente se había apoderado de la casa.
—Digamos que soy alguien que tuvo que adaptarse —explicó por fin pausado—, como las raíces caucásicas de mi Corydalis conorrhiza.
La mente de Emilian trabajaba a pleno rendimiento y aun así no era capaz de encontrar solución alguna para aquel repentino jeroglífico.
—¿Quién demonios es entonces? —le preguntó, viendo que Mei no era capaz de hablar.
—Mi verdadero nombre es... Dios mío, cómo cuesta decirlo después de tantos años. —Tomó aire como si se dispusiera a cruzar una piscina buceando—. Mi verdadero nombre es Stefan. Stefan Ulrich.
Emilian sintió un escalofrío que le recorrió la columna haciendo una breve escala en cada vértebra. Era el nombre que aparecía en el reverso de la fotografía que Yozo había visto en Karuizawa.
—¿El hijo del diplomático que adoptó a Kazuo? —se aseguró.
—Decir que mis padres lo adoptaron es demasiado decir. Y no porque no les hubiera gustado hacerlo.
Mei permanecía callada. Se había llevado ambos puños a la boca.
—¿Qué ha sido de él? —preguntó, llorosa—. ¿Dónde está?
—Señorita, mi querido amigo Kazuo ni siquiera llegó a Europa.
—¿Qué está diciendo?
Antes de seguir, el anciano fue a sentarse en uno de los dos sofás. Colocó las manos sobre las piernas, adoptando un aire apesadumbrado. Emilian cogió del brazo a Mei y le instó a hacer lo mismo. Se sentaron frente a él en el borde del almohadón, sin llegar a acomodarse.
—Murió en el barco —les comunicó Stefan con la misma pena que mostraría si hubiera ocurrido la noche anterior—. Ocurrió dos semanas después de zarpar de Yokohama.
—Dios mío... —lamentó Emilian, pasando el brazo sobre los hombros de Mei y apretándola contra su cuerpo.
—No puede ser —se deshilvanó ella—. Ha estado muerto todos estos años...
—Se lo llevó la misma radiactividad que al comandante Kramer, el holandés que le incitó a venir a Karuizawa. —Emilian y Mei no sabían de quién les hablaba, pero no quisieron interrumpir—. Tenía una herida en la pierna que nunca terminaba de curar. Al final se puso realmente fea, pero lo peor fue la recaída que sufrió tras el período de latencia. Ya venía sufriendo ataques de fiebre desde que salió de Nagasaki, pero fue al poco de subir al barco cuando comenzaron las náuseas y los vómitos. Al principio mis padres creyeron que se trataba de simples mareos por la travesía. En aquel entonces nadie conocía con exactitud los efectos de la radiación desprendida por la bomba. Pero pronto intuyeron lo que pasaba. El desplome de sus glóbulos blancos dio paso a las infecciones más horrendas, se le cayó el cabello, orinaba sangre, comenzaron aquellas terribles diarreas... Les aseguro que nunca he visto nada igual. Pero aún tuvo fuerzas para marcharse de este mundo con dignidad —añadió el anciano recuperando una placentera sonrisa—. Lo hizo rogando a todos los dioses, tanto a los millones del sintoísmo como al único de los cristianos, una sola cosa: que le concedieran reencontrarse con su amada Junko en el templo de cristal.
—¿Qué templo es ése? —sollozó Mei, sin saber bien si sus lágrimas eran por el chico o por su abuela.
—Nunca lo supe con certeza. Creo que se refería a algo que le contó el doctor Sato cuando su esposa falleció tras el estallido. Lo siento de verdad, señorita. Pueden creerme si les digo que para mí fue una pérdida insustituible. Casi tanto como la de mi hermana. En las semanas que Kazuo y yo compartimos se convirtió en mi mejor amigo.
—¿Cómo puede ser tan cínico? —se enojó Mei, levantándose de golpe—. ¡Se hace llamar como él! ¡Se apoderó de su identidad! ¿Cómo pudo hacer algo así?
No podía mirarlo a la cara. Fue hacia el ventanal. El valle estaba negro, y no sólo debido a la noche. Era el único color que podía pintar el mundo en ese momento.
—Fue idea de mi padre —se defendió el anciano—. Por la patente.
—Antes también ha hablado de eso —intervino Emilian, tratando de calmar los ánimos para aclararlo todo—. ¿A qué patente se refiere?
—Cuando llegó a Karuizawa, Kazuo llevaba consigo la documentación de una patente que su padre había registrado en media Europa. La fórmula de un barniz que en su día revolucionó la industria naval, para el que luego se buscaron otras muchas aplicaciones. —Se detuvo unos segundos, venciéndose a la nostalgia—. Aquellos papeles arrugados que llevaba en su zurrón eran la única conexión con unos derechos millonarios que permanecían latentes en cada uno de los países en los que se había inscrito la fórmula. De haberlos perdido durante su periplo desde Nagasaki, mis padres jamás habrían sabido que tenían ese tesoro al alcance de la mano.
—Y suplantó su identidad para apoderarse de él.
—Sí —admitió—. Sé que fue algo horrendo, pero hubiera sido una pena que aquella fortuna se perdiera. Y más en aquel momento, recién salidos de la guerra. La patente estaba inscrita en todos los países que, en aquel entonces, tenían flotas comerciales de importancia. El padre de Kazuo creyó en su idea y no dudó en apostar por ella.
Emilian echó un vistazo a su alrededor.
—¿Todo lo que usted tiene proviene de esa patente?
—No todo. Los derechos prescriben unos años después de su registro, más o menos dependiendo de la regulación de cada país. Pero yo también creí en la idea del señor Van der Veer, cursé ingeniería y cuando terminé mis estudios cancelé los contratos con las empresas que fabricaban el barniz y comencé a hacerlo yo mismo. Constituí mi propia compañía y luego vino otra, y otra... Incluso mejoré la fórmula originaria, por lo que evité que la competencia me engullese cuando aquélla se liberalizó.
Mei escuchaba desde la ventana.
—¿Cómo pudieron obrar así sus padres? —le espetó—. ¡Ese pobre chico acababa de morir en sus brazos! ¿No sentían asco de sí mismos?
El anciano le habló con cierta severidad.
—Mis padres habían perdido a mi hermana por las torturas del Kempeitai. ¿Imagina lo que podían estar sufriendo? Ellos no mataron a Kazuo, señorita. Ya vino muerto de Nagasaki. Lo acababan de adoptar, abriéndole las puertas de su casa y de su corazón sin saber que ello sólo les iba a acarrear más tristeza. Por ello le ruego que nunca hable mal de mis padres. Sólo buscaban lo mejor para mí. En ese momento pensaron que el dinero de Kazuo me solucionaría la vida. No podían imaginar que en realidad me la estaban arruinando.
—No le veo muy arruinado —replicó Mei.
—¿De verdad piensa que he tenido una existencia feliz?
—Se levantó de la silla y caminó hasta pararse a su lado, volcando también sus penas sobre el valle negro—. Llevo sesenta y cinco años recluido. Jamás he soportado que nadie me mire a la cara. En realidad no sé de quién es este rostro. —Lo recorrió con la palma de la mano de arriba abajo—. No tiene ni idea de lo que fue para mí. Yo tenía trece años, era poco más que un niño... —Se giró hacia ella—. Ahora, con mi edad, al menos puedo hablar de esto. Pero le aseguro que en mi casa jamás ha habido un espejo.