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Authors: John Allen Paulos

Tags: #Ensayo, Ciencia

El hombre anumérico (9 page)

BOOK: El hombre anumérico
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Lo que hace que el fenómeno sea menos notable es el hecho relativamente poco conocido de que la madera deshidratada tiene una capacidad calorífica y una conductividad térmica muy bajas. Y del mismo modo que uno puede meter la mano en un horno caliente sin quemarse mientras no toque los estantes metálicos, también puede una persona andar aprisa sobre brasas de madera ardientes sin dañarse seriamente los pies. La justificación semirreligiosa que basa el fenómeno en el control mental es más atractiva que una explicación basada en la capacidad calorífica y la conductividad térmica, por supuesto. Esto, unido a que estas ceremonias se celebran por la noche, para subrayar más aún el contraste entre el frío aire nocturno y la oscuridad, y el calor de las brasas candentes, explica el impresionante efecto del espectáculo.

Muchos otros ejemplos de pseudociencia (las auras, el poder de la bola de cristal, las pirámides, el triangulo de las Bermudas, etc.) son desenmascaradas en «
The Skeptical Inquirer
», una encantadora revista trimestral del CSICOP (
Committee for the Scientific Investigation of Clairns of the Paranormal
) publicada por el filosofo Paul Kurtz, de Buffalo, Nueva York.

Los sueños proféticos

El sueño profético es otro supuesto tipo de percepción extransensorial. Todo el mundo tiene una tía Matilde que soñó con un violento accidente de automóvil precisamente el día antes de que tío Miguel empotrara el coche contra una farola. Yo soy mi propia tía Matilde: cuando era chico soñé en cierta ocasión que daba un batazo que me permitió conseguir una carrera en el gran slam y dos días después logré tres bases seguidas. (Ni los defensores más recalcitrantes de las experiencias precognitivas esperan que la correspondencia sea exacta). Cuando uno sueña algo así y el suceso predicho ocurre, se hace difícil no creer en la precognición. Pero, como demostraremos a continuación, la coincidencia permite dar una explicación más racional de tales experiencias.

Supongamos que la probabilidad de que un sueño coincida en unos cuantos detalles claros con una secuencia de hechos de la vida real sea de 1 sobre 10.000. Queremos decir con ello que éste es un hecho bastante poco frecuente, y que la probabilidad de que no se trate de un sueño profético es abrumadora, 9.999 sobre 10.000. Supongamos también que el hecho de que un sueño coincida o no con la realidad un día, es independiente de que esto ocurra con otro sueño otro día. Así, aplicando la regla del producto a las probabilidades, la probabilidad de tener dos sueños fallidos sucesivos es el producto de 9.999/10.000 por 9.999/10.000. Del mismo modo, la probabilidad de tener sueños que no se cumplen a lo largo de N noches seguidas es (9.999/10.000)
N
. Y para todo un año de sueños fallidos o no proféticos, la probabilidad es de (9.999/10.000)
365
.

Como (9.999/10.000)
365
da aproximadamente 0,964, tendremos que, en un periodo de un año, el 96,4% de la gente que sueña todas las noches sólo tendrá sueños fallidos. Pero también observaremos que aproximadamente el 3,6% de la gente que sueña todas las noches tendrá por lo menos un sueño profético durante este mismo período. Y el 3,6% no es una cantidad tan pequeña: si la traducimos a un número de personas se convierte en millones de sueños aparentemente proféticos cada año. E incluso cambiando la probabilidad de tener un sueño profético a una millonésima, obtenemos un número enorme de tales sueños por puro azar en un país de las dimensiones de los Estados Unidos. No hace falta recurrir a ningún tipo de capacidades parapsicológicas; la frecuencia con que se dan los sueños aparentemente proféticos no necesita explicación. En cambio, sí que habría que buscar una explicación en el caso de que no ocurrieran.

Se podría decir lo mismo de una gran variedad de otros acontecimientos y coincidencias igualmente improbables. De vez en cuando, por ejemplo, se habla de una serie de coincidencias increíbles que relacionan a dos personas, fenómeno para el que se calcula una probabilidad de, pongamos, una billonésima (1 dividido entre 10
12
ó 10
-12
). ¿Es ello impresionante? No necesariamente.

Como por la regla del producto en los Estados Unidos hay (2,5 × 10
8
× 2,5 × 10
8
), esto es, 6,25 × 10
16
pares de personas, y la probabilidad de que se dé tal conjunto de coincidencias hemos supuesto que era aproximadamente 10
-12
, el número medio de relaciones «increíbles» que podemos esperar es 6,25 × 10
16
veces 10
-12
, es decir, unas 60.000. No ha de sorprendernos pues que, de vez en cuando, una de esas extrañas conexiones salga a la luz.

Una serie de coincidencias demasiado improbables para ser descartadas por este procedimiento la tenemos en el caso proverbial del mono que mecanografía el Hamlet de Shakespeare. La probabilidad de que esto ocurriera sería de (1/35)
N
, donde N es el número de símbolos del Hamlet, unos 200.000 más o menos, y 35 es el número de teclas de una máquina de escribir, entre letras, signos de puntuación y espacios en blanco. A efectos prácticos, el valor es infinitesimal-cero. Aunque algunos han tomado el valor pequeñísimo de esta probabilidad como un argumento en favor del creacionismo, lo único que demuestra claramente es que los monos rara vez son capaces de escribir grandes obras literarias. Y si quieren hacerlo, les sale más a cuenta evolucionar hasta un estadio en el que tengan más probabilidades de escribir Hamlet que intentar que les salga por casualidad. A propósito, ¿por qué nunca se plantea la pregunta inversa?, es decir, cuál es la probabilidad de que Shakespeare, flexionando sus músculos al azar, se encontrara por casualidad columpiándose entre los árboles como un mono.

Nosotros y las estrellas

La astrología es una pseudociencia particularmente difundida. Los estantes de las librerías están atestados de libros sobre este tema y casi todos los periódicos publican diariamente un horóscopo. Según una encuesta Gallup de 1986, el 52% de los adolescentes norteamericanos cree en la astrología, y una inquietante cantidad de gente de todas las edades parece aceptar algunas de sus antiguas pretensiones. Y digo «inquietante» porque, si la gente cree en los astrólogos y la astrología, da miedo pensar en quién o en qué más puede llegar a creer. Y es particularmente inquietante cuando, como el presidente Reagan, tiene un inmenso poder para actuar sobre la base de estas creencias.

La astrología sostiene que la atracción gravitatoria de los planetas en el instante del nacimiento ejerce cierto efecto sobre la personalidad. Esto resulta muy difícil de tragar, por dos razones: a) no se indica, ni mucho menos se explica, por medio de qué mecanismo, físico o neurofisiológico, actúa esta atracción gravitatoria (o de la clase que sea); y b) la atracción gravitatoria del tocólogo que asiste al parto sobrepasa con mucho la de los planetas correspondientes. Recuérdese que la fuerza gravitatoria que ejerce un objeto sobre un cuerpo, un recién nacido por ejemplo, es proporcional a la masa del objeto e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre objeto y cuerpo en este caso el niño. ¿Significa esto que los niños nacidos de partos asistidos por tocólogos gordos tienen rasgos de personalidad claramente distintos de los nacidos en partos asistidos por tocólogos delgados?

Las personas anuméricas son menos sensibles a estas deficiencias de la teoría astrológica, pues seguramente no se entretendrán en preguntarse por sus mecanismos y raramente se preocuparán de comparar magnitudes. Pero, aunque no tuviera una base teórica comprensible, la astrología sería digna de respeto si funcionara, si sus pretensiones tuvieran alguna base empírica. Pero, ¡ay!, no hay ninguna correlación entre la fecha del nacimiento y la puntuación en un test de personalidad estándar.

Se han llevado a cabo experimentos (recientemente lo ha hecho Shawn Carlson, de la Universidad de California) en los que unos astrólogos recibían tres perfiles de personalidad anónimos, uno de los cuales correspondía al cliente. Este les daba todos los datos astrológicos significativos relacionados con su vida (por medio de un cuestionario, y no cara a cara), y se pedía al astrólogo que determinara el perfil de personalidad del cliente. Había 116 clientes y fueron presentados a treinta astrólogos de primera línea (según la opinión de sus colegas) europeos y norteamericanos. El, resultado fue que los astrólogos escogieron el perfil de personalidad correcto de los clientes en uno de cada tres casos, es decir, el mismo que daría el puro azar.

John McGervey, físico de la Case Western Reserve University, examinó las fechas de nacimiento de una lista de 16.000 científicos de
American Men of Science
y las de una lista de 6.000 políticos de
Who's Who in American Politics
y encontró que la distribución de sus signos era aleatoria, con las fechas de nacimiento distribuidas uniformemente a lo largo de todo el año. Bernard Silverman, de la Michigan State University, trabajó sobre una lista de 3.000 parejas casadas de Michigan y no encontró ninguna correlación entre sus signos y las predicciones de los astrólogos sobre compatibilidad de signos.

¿Por qué, entonces, tanta gente cree en la astrología? Una razón obvia es que las predicciones de los astrólogos son generalmente tan vagas que permiten que la gente interprete en ellas lo que quiera, otorgándoles así una veracidad no inherente a las propias predicciones. Es más probable que recuerden las «predicciones» verdaderas, que sobrevaloren las coincidencias y que se olviden de todo lo demás. Otras razones son su antigüedad (claro que el homicidio ritual y los sacrificios humanos son igualmente antiguos), la sencillez de sus principios y la consoladora complejidad de su práctica, además de su lisonjera insistencia en la relación entre la inmensidad estrellada de los cielos y el hecho de que uno vaya a enamorarse o no este mes.

Supongo que además, durante las sesiones individuales, las expresiones faciales de los clientes, sus gestos, su lenguaje corporal, etc., permiten al astrólogo captar datos sobre su personalidad. Recordemos el famoso caso de Clever Hans, el caballo que aparentemente sabía contar. Su domador lanzaba un dado y le preguntaba qué número había salido. Para sorpresa de los presentes, Hans piafaba lentamente tantas veces como puntos marcaba el dado. Lo que no se notaba tanto, sin embargo, era que el domador se estaba quieto como una estatua hasta que Hans no había piafado el número de veces correcto, y que en este preciso instante, consciente o inconscientemente, se movía ligeramente, con lo que Hans paraba de piafar. El caballo no era la fuente de la respuesta, sino un simple reflejo del conocimiento de la misma por el domador. Inconscientemente, la gente que consulta a un astrólogo juega a menudo el papel del domador, y aquél, como Hans, refleja las necesidades de sus clientes.

El mejor antídoto contra la astrología en particular y contra la pseudociencia en general es, como ha dicho Carl Sagan, la verdadera ciencia, cuyas maravillas son igualmente asombrosas y tienen la virtud adicional de que probablemente sean reales. Al fin y al cabo no es lo estrafalario de las conclusiones lo que hace que una determinada doctrina sea pseudociencia: las conjeturas afortunadas, los descubrimientos fortuitos, las hipótesis atrevidas e incluso cierta credulidad inicial, también tienen su papel en la ciencia. El fallo de las pseudociencias estriba en que no someten sus conclusiones a ninguna prueba, en que no las relacionan de modo coherente con otros enunciados que han pasado el examen. Se me hace difícil imaginar a Shirley MacLaine, por ejemplo, negando la realidad de un suceso aparentemente paranormal, la comunicación a través de un médium, digamos, porque no hay pruebas suficientes del mismo, o porque hay una explicación alternativa mejor.

Vida extraterrestre, sí; visitantes en OVNI, no

Además de la astrología, las personas anuméricas están considerablemente más predispuestas que el resto de la gente a creer en visitantes procedentes del espacio exterior. Que haya habido o no ese tipo de visitas es una cuestión completamente distinta a si hay o no vida consciente en otros lugares del universo.

Presentaré unos cálculos muy aproximados en apoyo de por qué, aunque es muy probable que haya otras formas de vida en nuestra propia galaxia, lo más probable es que no nos hayan hecho ninguna visita de cortesía (a pesar de las declaraciones de libros como
The Intruders
[«Los intrusos»], de Budd Hopkins, y
Communion
[«Comunión»] de Whitley Strieber). Las estimaciones nos dan un buen ejemplo de cómo sirve el sentido común numérico para mantener a raya los desvaríos pseudocientíficos.

Si la inteligencia se ha desarrollado de modo natural en la tierra, es difícil pensar que el mismo proceso no haya podido producirse en otros lugares. Lo que hace falta es un sistema de elementos físicos que admitan muchas combinaciones distintas, así como una fuente de energía que alimente dicho sistema. El flujo de energía hace que el sistema «explore» varias combinaciones de posibilidades, hasta que se produce un pequeño conjunto de moléculas estables y complejas, capaces de almacenar energía. Estas moléculas evolucionan luego químicamente hacia compuestos más complejos, como algunos aminoácidos, a partir de los cuales se forman las proteínas. Luego aparecen las formas de vida primitiva y así hasta llegar a las galerías comerciales.

Se estima que en nuestra galaxia hay aproximadamente 100 mil millones de estrellas (10¹¹), de las que, pongamos, una décima parte tiene un planeta.

De estos 10 mil millones de estrellas, aproximadamente una de cada cien, quizá, tiene un planeta en la zona viva de la estrella, ni tan cerca como para que hierva el disolvente, agua, metano, o lo que sea, ni tan lejos como para que solidifique. Nos quedan, pues, aproximadamente 100 millones de estrellas (10
8
) de la galaxia que podrían tener vida en su sistema planetario. Como la mayoría son bastante menores que nuestro sol, sólo habría que considerar una décima parte de ellas como candidatas serias a tener planetas con vida. Esto nos deja aún con 10 millones (10
7
) de estrellas, sólo en nuestra galaxia, susceptibles de tener vida, y quizás en una décima parte de ellas se haya producido ya. Supongamos que en nuestra propia galaxia haya efectivamente 10
6
un millón de estrellas con planetas que tienen vida. ¿Por qué no nos llega ninguna evidencia de ello?

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