Vamos a deducir esto último en unas pocas líneas. Como la probabilidad de que uno no haya nacido el 19 de marzo es 364/365, y como los cumpleaños son independientes, la probabilidad de que dos personas no hayan nacido el 19 de marzo es 364/365 × 364/365. Y la probabilidad de que N personas no celebren el cumpleaños en este día es (364/365)
N
, lo que para N = 253 da aproximadamente 1/2. Por tanto, la probabilidad complementaria de que por lo menos una de estas 253 personas haya nacido el 19 de marzo es también 1/2, o el 50%.
La moraleja vuelve a ser que mientras es probable que ocurra algún hecho improbable, lo es mucho menos que se dé un caso concreto. El divulgador matemático Martin Gardner ilustra la distinción entre acontecimientos genéricos y acontecimientos concretos por medio de una ruleta con las veintiséis letras del alfabeto. Si se la hace girar cien veces y se apunta la letra que sale cada vez, la probabilidad de que salga la palabra GATO o FRIO es muy baja, pero la probabilidad de que salga alguna palabra es ciertamente alta. Como ya he sacado a colación el tema de la astrología, el ejemplo de Gardner aplicado a las iniciales de los meses del año y de los planetas viene particularmente a cuento. Los meses EFMAMJJASOND nos dan JASON, y con los planetas MVTMJSUNP tenemos SUN. ¿Tiene esto alguna trascendencia? En absoluto.
La conclusión paradójica es que sería muy improbable que los casos improbables no ocurrieran. Si no se concreta con precisión cuál es el acontecimiento a predecir, puede ocurrir un suceso de tipo genérico de muchísimas maneras distintas.
En el próximo capítulo hablaremos de los curanderos y de los tele-evangelistas, pero ahora viene a cuento observar que sus predicciones suelen ser lo suficientemente vagas como para que la probabilidad de que se produzca un hecho del tipo predicho sea muy alta. Son las predicciones concretas las que raramente se hacen realidad. Que un político de fama nacional vaya a someterse a una operación de cambio de sexo, como predecía recientemente una revista de astrología y parapsicología, es considerablemente más probable que el hecho de que este político sea precisamente Koch, el alcalde de Nueva York. Que algún telespectador sane de su dolor de estómago porque un predicador televisivo atraiga los síntomas es considerablemente más probable que el hecho de que esto le ocurra a un espectador determinado. Análogamente, las políticas de seguros de amplia cobertura, que compensan cualquier accidente, suelen ser a la larga más baratas que los seguros para una enfermedad o un accidente concretos.
Encuentros fortuitos
Dos extraños, procedentes de puntos opuestos de los Estados Unidos, se sientan juntos en un viaje de negocios a Milwaukee y descubren que la mujer de uno de ellos estuvo en un campo de tenis que dirigía un conocido del otro. Esta clase de coincidencias es sorprendentemente corriente. Si suponemos que cada uno de los aproximadamente 200 millones de adultos que viven en los Estados Unidos conoce a unas 1.500 personas, las cuales están razonablemente dispersas por todo el país, entonces la probabilidad de que cada dos tengan un conocido en común es del 1%, y la de que estén unidos por una cadena con dos intermediarios es mayor que el 99%.
Podemos entonces estar prácticamente seguros, si aceptamos estas suposiciones, de que dos personas escogidas al azar, como los extraños del viaje de negocios, estarán unidos por una cadena de dos intermediarios como mucho. Que durante su conversación pasen lista de las 1.500 personas que conoce cada uno (así como de los conocidos de éstas), y así sean conscientes de la relación y de los dos intermediarios, es ya un asunto más dudoso.
Las suposiciones en que basamos la deducción anterior se pueden relajar un tanto. Quizás el adulto medio conozca menos de 1.500 personas o, lo que es más probable, la mayoría de la gente que conoce vive cerca y no está dispersa por todo el país. Incluso en este caso, menos favorable, es inesperadamente alta la probabilidad de que dos personas escogidas al azar estén unidas por una cadena de como mucho dos intermediarios.
El psicólogo Stanley Milgrim emprendió un enfoque más empírico del problema de los encuentros fortuitos. Tomó un grupo de personas escogidas al azar, dio un documento a cada miembro del grupo y le asignó un «individuo destinatario» al que tenía que transmitir el documento. Las instrucciones eran que cada persona tenía que mandar el documento a aquel de sus conocidos que más probablemente conociera al destinatario, instruyéndole para que hiciera lo mismo, hasta que el documento llegara a su destino. Milgrim encontró que el número de intermediarios iba de dos a diez, siendo cinco el número más frecuente. Aunque menos espectacular que el argumento probabilístico anterior, el resultado de Milgrim es más impresionante. Aporta bastante a la explicación de cómo las informaciones confidenciales, los rumores y los chistes corren tan rápidamente entre cierta población.
Si el destinatario es un personaje conocido, el número de intermediarios es aún menor, sobre todo si uno está relacionado con uno o dos personajes célebres. ¿Cuántos intermediarios hay entre tú y el presidente Reagan? Pongamos que sean N. Entonces el número de intermediarios entre tú y el secretario general Gorbachov es menor o igual que (N + 1), pues Reagan y Gorbachov se conocen. ¿Cuántos intermediarios hay entre tú y Elvis Presley? Aquí tampoco pueden ser más de (N + 2), pues Reagan conoce a Nixon y éste conoció a Presley. La mayoría de las personas se sorprenden al darse cuenta de lo corta que es la cadena que les une a cualquier personaje célebre.
Cuando era estudiante de primer año, de universidad escribí una carta al filósofo y matemático inglés Bertrand Russell, en la que le contaba que había sido uno de mis ídolos desde el bachillerato y le preguntaba sobre algo que él había escrito referente a la teoría de la lógica del filósofo alemán Hegel. Además de contestarme, incluyó la respuesta en su autobiografía, entre cartas a Nehru, Jruschov, T. S. Eliot, D. H. Lawrence, Ludwig Wittgenstein y otras lumbreras. Me gusta decir que el número de intermediarios que me relaciona con esas figuras históricas es una: Russell.
Otro problema de probabilidad sirve para ilustrar lo corrientes que pueden llegar a ser las coincidencias en otro contexto. El problema se formula a menudo como sigue: un número grande de hombres dejan sus sombreros en el guardarropa de un restaurante y el encargado baraja inmediatamente los números de orden de los sombreros. ¿Cuál es la probabilidad de que, a la salida, por lo menos uno de los hombres recupere su propio sombrero? Lo natural es pensar que, al tratarse de un número grande de hombres, la probabilidad ha de ser muy pequeña. Sorprendentemente, el 63% de las veces por lo menos uno de los clientes recuperará su sombrero.
Planteémoslo de otro modo: si barajamos mil sobres con las direcciones escritas en ellos y mil cartas con las mismas direcciones también, y luego metemos cada carta en un sobre, la probabilidad de que por lo menos una carta vaya en el sobre que le corresponde es también del 63%. O bien tómense dos mazos de cartas completamente barajadas y puestas boca abajo. Si vamos destapando las cartas de dos en dos, una de cada mazo, ¿cuál es la probabilidad de que el par de cartas coincida por lo menos una vez?
El 63% también. (Pregunta al margen: ¿Por qué sólo hace falta barajar completamente uno de los mazos?) El ejemplo del cartero que ha de distribuir veintiuna cartas entre veinte buzones nos permitirá ilustrar un principio numérico que a veces sirve para explicar la certeza de un determinado tipo de coincidencias. Como 21 es mayor que 20, puede estar seguro, sin necesidad de mirar previamente las direcciones, que por lo menos uno de los buzones tendrá más de una carta. Este principio de sentido común, que se conoce a veces como principio del casillero o de los cajones de Dirichlet, puede servir a veces para llegar a conclusiones que no son tan obvias.
Ya lo hemos empleado más arriba al afirmar que si tenemos 367 personas juntas podemos estar seguros de que por lo menos dos de ellas han nacido en el mismo día del año. Más interesante es el hecho de que, de entre los habitantes de Filadelfia, hay por lo menos dos con el mismo número de cabellos. Consideremos todos los números hasta 500.000, cantidad que se toma generalmente como cota superior del número de cabellos de una persona, e imaginemos que numeramos medio millón de buzones con dichos números. Imaginemos también que cada uno de los 2,2 millones de habitantes de Filadelfia es una carta que hay que depositar en el buzón numerado con el número de cabellos de esa persona. Así, si el alcalde Wilson Goode tiene 223.569 cabellos, será depositado en el buzón correspondiente a dicho número.
Como 2.200.000 es considerablemente mayor que 500.000, podemos estar seguros de que por lo menos dos personas tienen el mismo número de cabellos; esto es, que alguno de los buzones recibirá por lo menos dos habitantes de Filadelfia. (De hecho, podemos estar seguros de que por lo menos cinco habitantes de Filadelfia tienen el mismo número de cabellos. ¿Por qué?).
Un timo bursátil
Los asesores de bolsa están en todas partes y es muy probable encontrar alguno que diga cualquier cosa que uno esté dispuesto a oír. Normalmente son enérgicos, parecen muy expertos y hablan una extraña jerga de opciones de compra y de venta, cupones de cero y cosas por el estilo. A la luz de mi humilde experiencia, la mayoría no tiene mucha idea de lo que está hablando, pero cabe esperar que algunos sí.
Si durante seis semanas seguidas recibieras por correo las predicciones de un asesor de bolsa acerca de cierto índice del mercado de valores y las seis fueran acertadas, ¿estarías dispuesto a pagar por recibir la séptima predicción? Supón que estás realmente interesado en hacer una inversión y también que te han planteado la pregunta antes de la crisis del 19 de octubre de 1987. Si estuvieras dispuesto a pagar por esa predicción (y si no, también), piensa en el siguiente timo.
Uno que se hace pasar por asesor financiero imprime un logotipo en papel de lujo y envía 32.000 cartas a otros tantos inversores potenciales en un cierto valor de la bolsa. Las cartas hablan del elaborado sistema informático de su compañía, de su experiencia financiera y de sus contactos. En 16.000 de las cartas predice que las acciones subirán y, en las otras 16.000, que bajarán. Tanto si suben las acciones como si bajan, envía una segunda carta pero sólo a las 16.000 personas que recibieron la «predicción» correcta. En 8.000 de ellas, se predice un alza para la semana siguiente, y en las 8.000 restantes, una caída.
Ocurra lo que ocurra, 8.000 personas habrán recibido ya dos predicciones acertadas. Manda una tercera tanda de cartas, ahora sólo a estas 8.000 personas, con una nueva predicción de la evolución del valor para la semana siguiente: 4.000 predicen un alza y 4.000 una caída. Pase lo que pase, 4.000 personas habrán recibido tres predicciones acertadas seguidas.
Sigue así unas cuantas veces más, hasta que 500 personas han recibido seis «predicciones» correctas seguidas. En la siguiente carta se les recuerda esto y se les dice que para seguir recibiendo una información tan valiosa por séptima vez habrán de aportar 500 dólares. Si todos pagan, nuestro asesor les saca 250.000 dólares. Si se hace esto a sabiendas y con intención de defraudar, es un timo ilegal. Y sin embargo, se acepta si lo hacen involuntariamente unos editores serios pero ignorantes de boletines informativos sobre la bolsa, los curanderos o los tele-evangelistas. El puro azar siempre deja lugar a una cantidad suficiente de aciertos que permitan justificar casi cualquier cosa a alguien predispuesto a creer.
Un problema totalmente distinto es el que tiene como ejemplo los pronósticos bursátiles y las explicaciones fantásticas del éxito en la bolsa. Como sus formatos son muy variados y a menudo resultan incomparables y muy numerosos, la gente no puede seguirlos todos. Generalmente, aquellas personas que prueban suerte y no les sale bien, no airean su experiencia. Pero siempre hay algunas personas a las que les va muy bien. Estas harán una sonora propaganda de la eficacia del sistema que han seguido, sea cual fuere éste. Otros harán pronto lo mismo, nacerá una moda pasajera que medrará durante una temporada a pesar de carecer de fundamento.
Hay una tendencia general muy fuerte a olvidar los fracasos y concentrarse en los éxitos y los aciertos. Los casinos abonan esta tendencia haciendo que cada vez que alguien gana un cuarto de dólar en una máquina tragaperras, parpadeen las lucecitas y la moneda tintinee en la bandeja de metal. Con tanta lucecita y tanto tintineo, no es difícil llegar a creer que todo el mundo está ganando. Las pérdidas y los fracasos son silenciosos. Lo mismo vale para los tan cacareados éxitos financieros frente a los que se arruinan de manera relativamente silenciosa jugando a la bolsa, y también para el curandero que gana fama con cualquier mejoría fortuita, pero niega cualquier responsabilidad si, por ejemplo, atiende a un ciego y éste se queda cojo.
Este fenómeno de filtrado está muy extendido y se manifiesta de muchas maneras distintas. Para casi cualquier magnitud que uno elija, el valor medio de una gran colección de medidas es aproximadamente el mismo que el valor medio de un pequeño conjunto, y en cambio el valor extremo de un conjunto grande es considerablemente más extremo que el de una colección pequeña. Por ejemplo, el nivel medio de agua de cierto río tomado sobre un período de veinticinco años es, aproximadamente, el mismo que el nivel medio en un período de un año, pero seguro que la peor riada habida en el intervalo de veinticinco años será más intensa que la que haya habido en el período de un año. El científico medio de la pequeña Bélgica será comparable al científico medio de los Estados Unidos, aún cuando el mejor científico norteamericano será, en general, mejor que el belga (aquí no hemos tenido en cuenta factores que evidentemente complican el problema, como tampoco cuestiones de definición).
¿Y qué? Como la gente sólo suele prestar atención a los vencedores y a los casos extremos, ya sea en deportes, artes o ciencias, siempre hay una tendencia a denigrar a las figuras de hoy en día, tanto deportivas como artísticas o científicas, comparándolas con los casos extraordinarios. Una consecuencia de ello es que las noticias internacionales acostumbran a ser peores que las nacionales, que a su vez son peores que las estatales, las cuales son, por la misma regla, peores que las locales, que en última instancia son peores que las del entorno particular de cada uno. Los supervivientes locales de la tragedia acaban invariablemente diciendo en televisión algo así como: «No puedo entenderlo. Nunca había ocurrido nada parecido por aquí».