—Tienen unos arranques, que ¡vaya! —repuso Baisemeaux con la boca llena—; a lo mejor prenden a un hombre, lo alimentan por espacio de diez años, recomendando que sobre todo se ejerza sobre él la más escrupulosa vigilancia; y cuando uno se ha acostumbrado a mirar al detenido como a un hombre peligroso, ¡pam! sin saber por qué ni por qué no, le escriben a uno que lo suelte, y aprisa, sin perder segundo. ¿Y aún diréis que no hay para qué encoger los hombros?
—Bien, sí; pero por más que uno chille, no cabe otro remedio que cumplir la orden.
—Poquito a poco, poquito a poco, ¿Os figuráis que soy un esclavo?
—¿Quién os dice tal? Todos conocemos vuestra independencia.
—A Dios gracias…
—Pero también todos conocemos vuestro compasivo corazón.
—Decídmelo a mí.
—Y vuestra obediencia a vuestros superiores. Cuando uno ha sido soldado, lo recuerda mientras vive, ¿no es verdad, Baisemeaux?
—Por eso obedeceré estrictamente, y mañana en cuanto asome el día, el preso será puesto en libertad.
—¿Mañana?
—Al amanecer.
—¿Y por qué no esta noche, supuesto que la orden es urgente?
—Porque esta noche cenamos y también nos apremia a nosotros el tiempo.
—Mi querido Baisemeaux, por más que calce botas, soy sacerdote, y la caridad es para mí un deber más imperioso que el hambre y la se. Ese desventurado ha padecido bastante tiempo, pues según vos mismo me habéis dicho, hace diez años que está encerrado en la Bastilla. Abreviadle su suplicio, proporcionadle sin más tardar la alegría que le espera, y Dios os recompensará.
—¿Os empeñáis?
—Os lo ruego.
—¿Así, en lo mejor de la cena?
—Sí, y vuestra acción será la bendición de vuestra mesa.
—Cúmplase vuestra voluntad; pero os advierto que comeremos frío.
—No importa.
—Baisemeaux se echó atrás para tirar del cordón de la campanilla y llamar a Francisco y por un movimiento natural, se volvió hacia la puerta.
Como la orden estaba sobre la mesa, Aramis aprovechó aquel instante para trocarla con otro papel doblado de la misma manera y que sacó de su bolsillo.
—Francisco, dijo el gobernador —que suba aquí el mayor con los llaveros de la Bertaudiére.
El ordenanza hizo una reverencia con la cabeza, y dejó solos a los dos comensales.
Durante unos instantes ambos guardaron el mayor silencio, durante el cual Aramis no perdió de vista al gobernador, que al parecer no estaba muy decidido al interrumpir su cena, y que era evidente buscaba una razón cualquier, buena o mala, para retardar el cumplimiento de la orden, a lo menos hasta después de los postres.
—¡Ah caramba! —exclamó de improviso Baisemeaux, como si hubiese encontrado lo que buscaba—. No puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser? —preguntó Aramis.
—El dar suelta al preso al esta hora. ¿Adónde irá si no conoce París?
—Adonde pueda.
—Ya lo veis, sería lo mismo que libertar a un ciego.
—Ahí fuera me aguarda una carroza, y yo me encargo de conducirlo adonde quiera.
—Para todo tenéis respuesta… ¡Francisco!… al mayor que vaya abrir el calabozo del señor Seldón, número 3 de la Bertaudiére.
—¿Seldón, decís? —preguntó con la mayor naturalidad el obispo.
—Sí, es el nombre del individuo al quien ponen en libertad.
—Querréis decir Marchiali —replicó Aramis.
—¿Marchiali? ¡Je! ¡Je! Seldón.
—Tengo para mí que os engañáis, señor de Baisemeaux.
—Como que he leído la orden…
—Y yo también.
—Y en ella he visto Seldón en letras gordas, así —repuso el gobernador mostrando un dedo.
—Pues yo he visto Marchiali en letras así —replicó Aramis alzando dos dedos.
—Aclarémoslo inmediatamente —dijo Baisemeaux, plenamente convencido de lo que afirmaba—. Basta leer el papel.
—Aquí esta. ¿Veis como dice Marchiali? —dijo Herblay desdoblando el papel—. Mirad.
—Es verdad —respondió el gobernador con ademán de terror y dejando caer los brazos.
—¿No os lo dije?
—¡Cómo! ¡el hombre de quien tanto hemos hablado! ¡El hombre sobre quien me recomiendan incesantemente que vele!
—Ya lo veis, Marchiali —replicó el inflexible Aramis.
—Confieso que no entiendo jota, monseñor.
—Sin embargo, debéis dar crédito a vuestros ojos.
—¡Y decir que reza Marchiali!
—Y en buena letra.
—¡Es fenomenal! Todavía estoy viendo la orden y el nombre de Seldón, irlandés. Y aun recuerdo que debajo del nombre, había un borrón.
—No hay borrón alguno; ved.
—Sí, repito —dijo el gobernador—; y tan es así, que he arañado la arenilla de que el borrón estaba cubierto.
—Sea lo que fuere, con o sin borrón dice la orden que pongáis en libertad a Marchiali.
—De que ponga en libertad a Marchiali —repitió el gobernador esforzándose en recobrar la lucidez de su mente.
—Y vais a soltar al preso. Si de paso os da el corazón por abrir las puertas de la Bastilla a Seldón, no me opongo.
Aramis coronó sus últimas palabras con una sonrisa tan preñada de ironía, que Baisemeaux acabó de serenar y cobró alientos.
—Monseñor —dijo Baisemeaux—. Marchiali es el preso a quien el otro día vino a visitar por manera tan imperiosa y tan en secreto un padre cura, confesor de “nuestra orden”.
—No sé nada de eso —replicó Aramis.
—Sin embargo, no hace tanto tiempo…
—Es verdad; pero entre nosotros importa que el hombre de hoy olvide lo que hizo el hombre de ayer.
—Como quiera que sea —repuso Baisemeaux—, la visita del confesor jesuita habrá sido grandemente provechosa para ese joven.
Aramis no replicó y se puso a comer y a beber.
Baisemeaux, lejos de imitar a Herblay, tomó nuevamente la orden y, después de releerla, la examinó por el anverso y por el reverso con la mayor atención.
Aquel examen, en circunstancias normales habría hecho subir los colores al rostro del poco paciente Aramis; pero el obispo de Vannes no se atufaba por tan poco, sobre todo cuando sabía que el atufarse era peligroso.
—¿Vais a libertar a Marchiali? —dijo Herblay—. ¡Zape! ¡Qué rico jeréz, mi querido gobernador!
—Lo pondré en libertad después que haya visto yo al correo que ha traído la orden, y del interrogatorio a que voy a sujetarlo resulte claro para mí…
—Pero, si las órdenes están selladas, y por consiguiente nada sabe de ellas el correo. ¿Y qué queréis ver claro por ese camino?
—Bueno, enviaré un parte al ministerio, y el señor Lyonne confirmará o rectificará la orden.
—¿Y qué provecho vais a sacar? —repuso Aramis con la mayor frescura.
—Así uno nunca se engaña, ni falta al respeto que un subalterno debe a sus superiores, ni infringe los deberes del cargo que desempeña por voluntad propia.
—Vuestra elocuencia me admira. Es verdad, un subalterno debe respetar a sus superiores, y es culpado cuando se engaña, y es castigado cuando infringe los deberes o las leyes del cargo que desempeña.
Baisemeaux fijó una mirada de extrañeza en el obispo.
—De lo cual se sigue —continuó Aramis— que para descargo de vuestra conciencia acudís a la consulta.
—Sí, monseñor.
—Y si un superior os impone una orden, ¿la cumpliréis?
—Claro que sí, monseñor.
—¿Conocéis bien la firma del rey, señor de Baisemeaux?
—Sí, monseñor.
—¿No está estampada al pie de esa orden de libertad?
—Es verdad, pero puede…
—Ser falsa, ¿no es verdad?
—Se han dado casos, monseñor.
—Decís bien. ¿Y la del señor de Lyonne?
—También figura en esa orden; pero así como pueden falsificar la firma del rey, con tanta mayor razón pueden hacerlo con la del señor de Lyonne.
—Andáis a paso de gigante por el campo de la lógica, señor Baisemeaux —dijo Aramis—, y vuestra argumentación no tiene réplica. Pero ¿en qué os fundáis para suponer que esas firmas sean falsas?
—En que la firma de Su Majestad no está refrendada. Además, el señor de Lyonne no está presente para decirme que ha firmado.
—Pues bien, señor de Baisemeaux —repuso Aramis fijando en el gobernador su mirada de águila—. Adopto sin vacilar vuestras dudas y vuestra manera de aclararlas y voy a tomar una pluma si me la dais.
Baisemeaux le dio una pluma.
—Y una hoja en blanco —añadió Aramis.
—Baisemeaux le dio el papel.
—Y yo también, presente, incontestable, voy a escribir una orden a la cual estoy seguro de que daréis fe, por mucha que sea vuestra incredulidad.
Ante la glacial seguridad de Aramis, el gobernador palideció. Creyó que la voz de aquél tan afable y alegre poco antes, había tomado un sonido fúnebre y siniestro.
Aramis tomó la pluma y escribió, mientras el gobernador, petrificado leía por encima de su hombro:
“A. M. D. G.” escribió el obispo, trazando una cruz debajo de aquellas cuatro letras, que significaban “ad majorem Dei gliriam”. Luego continuó:
Es nuestra voluntad que la orden entregada al señor de Baisemeaux de Montiexun, gobernador de la Bastilla por el rey, sea tenida por buena y valedera, y puesta en ejecución inmediatamente.
Herblay,
general de la Compañía por gracia de Dios.
Tal fue la emoción que sintió el gobernador, que se le contrajeron las facciones, abrió la boca y quedó con la mirada fija, inmóvil y mudo.
Aramis, sin dignarse siquiera mirar al gobernador, sacó de su faltriquera un pequeño estuche que encerraba un trozo de cera negra; cerró su carta, imprimió en la cera un sello que suspendido al cuello y debajo de su jubón llevaba, y terminada su operación le entregó silenciosamente la orden.
Templándole las manos que daba compasión, miró Baisemeaux con ojos apagados y sin inteligencia el sello, y después cayó en su silla como herido por el rayo.
—Vaya —dijo Aramis tras un dilatado silencio—. No me hagáis creer que la presencia del general de la compañía es terrible como la de Dios, y que uno muere a consecuencia de haberle visto. ¡Animo! levantaos, dadme vuestra mano, y obedeced.
Baisemeaux, tranquilizado, si no satisfecho, obedeció, besó la mano a Aramis y se levantó diciendo con tartamuda lengua:
—¿Inmediatamente?
—No exageremos —repuso Aramis—. Sentaos otra vez en vuestro sitio, y rindamos acatamiento a esos ricos postres.
—De esta no me levanto, monseñor —dijo Baisemeaux—. ¡Y yo, que he reído y bromeado con vos, y he osado trataros de igual a igual!
—¿Quieres callarte, mi viejo compadre? —replicó el obispo comprendiendo que la cuerda estaba muy tirante y sería peligroso romperla—. Vivamos cada cual en nuestra esfera respectiva: tú, contando con mi protección y amistad, y yo con tu obediencia. Pagados puntualmente esos dos tributos, sigamos tan contentos.
Baisemeaux reflexionó, y al ver, de una ojeada, las consecuencias fatales que podía acarrearle la extorsión de un preso por medio de una orden falsa puso en parangón aquellas con la orden oficial del general de la orden, y halló que esta última no le compensaba.
—Mi buen Baisemeaux, sois un mentecato —dijo Aramis, que leyó en el pensamiento de su comensal—. Perded el hábito de reflexionar, cuando yo me tomo la molestia de hacerlo por vos.
—Bueno, sí; pero ¿cómo voy a arreglarme? —repuso el gobernador después de haberse inclinado ante un nuevo gesto que hiciera el obispo.
—¿Qué hacéis cuando soltáis a un preso?
—Sigo las instrucciones del reglamento.
—Pues obrad ahora de la misma manera.
—Me presento con el mayor en el calabozo del preso, y yo mismo le acompaño cuando es personaje de cuenta.
—Marchiali no es nada de eso —repuso Aramis con negligencia.
—No lo sé —replicó el gobernador con acento que quería decir «A vos os toca probármelo».
—Pues si no lo sabéis, es señal que yo tengo razón; de consiguiente tratad a Marchiali como si fuera de los ínfimos.
—Seguiré al pie de la letra el reglamento, el cual indica que el carcelero o uno de los oficiales subalternos debe conducir el preso a la presencia del gobernador, en el archivo.
—Es una disposición muy atinada. ¿Qué más?
—Luego, se devuelven al preso cuantos objetos de valor traía en el instante de la encarcelación, así como los trajes y papeles, salvo orden contraria del ministro.
—¿Qué reza la orden del ministro acerca de Marchiali?
—Absolutamente nada, pues el desventurado entró en la Bastilla sin joyas, sin papeles y casi desnudo.
—Ya veis que no puede ser más sencillo el caso.
—Quedaos aquí, y que conduzcan el preso al archivo.
Baisemeaux llamó a un teniente, y le dio una consigna, que éste transmitió automáticamente a quien debía.
Media hora después se oyó cerrar una puerta en el patio: era la puerta del torreón que acababa de soltar su presa. Aramis apagó todas las bujías del comedor, dejando tan sólo una encendida detrás de la puerta. Aquella luz trémula no permitía fijarse en los objetos, pues duplicaba los aspectos y los vislumbres con su movilidad.
Se iba acercando el rumor de pasos.
—Salid a recibir a esos hombres —dijo Aramis.
El gobernador obedeció, y despidiendo al sargento y a los carceleros, seguido del preso regresó al comedor, donde con voz conmovida notificó al joven la orden que le devolvía la libertad.
El preso escuchó sin hacer un gesto ni proferir una palabra.
—Ahora y cumpliendo una formalidad que exige el reglamento —añadió el gobernador— vais a jurar que nunca jamás revelaréis cuánto habéis visto u oído en la Bastilla.
El preso vio un crucifijo, y tendiendo la mano, juró sólo con los labios.
—Estáis libre —dijo Baisemeaux—. ¿Adónde pensáis ir?
El joven volvió la cabeza como buscando tras sí una protección con la cual contara de antemano.
—Aquí estoy, para prestaros el servicio que os plazca pedirme —dijo Aramis saliendo de la penumbra.
—Dios os tenga en su santa guarda —dijo el preso con voz tan firme que hizo estremecer al gobernador, tanto cuanto le extrañara la fórmula.
El preso, ligeramente sonrojado, apoyó sin vacilación su brazo en el del obispo.
—¿Os da mala espina mi orden? —dijo Aramis estrechando la mano a Baisemeaux—. ¿Teméis que la encuentren si vienen a practicar un registro?