—Pues bien, señor de Herblay, no obedezco más que al rey, porque ¿a quién sino al rey debe obedecer un caballero francés?
—Grato, muy grato es para un prelado de Francia —repuso Aramis con voz suavísima— oír expresarse con tanta lealtad a un hombre de vuestro valer.
—¿Habéis dudado de mí, monseñor?
—¿Yo? No.
—¿Luego no dudáis?
—¿Cómo queréis que dude que un hombre como vos no sirva fielmente a los señores que se ha dado voluntariamente a sí mismo?
—¡Los señores! —exclamó Baisemeaux.
—Los señores he dicho.
—¿Verdad que continuáis chanceándoos, señor de Herblay?
—Tener muchos señores en vez de uno, hace más difícil la situación, lo concibo; pero no soy yo la causa del apuro en que os halláis, sino vos, mi buen amigo.
—Realmente no sois vos el causante —repuso el gobernador en el colmo de la turbación—. Pero ¿qué hacéis? ¿Os marcháis?
—Sí.
—¡Qué raro os mostráis para conmigo, monseñor!
—No por mi fe.
—Pues quedaos.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque ya nada tengo que hacer aquí y me llaman a otra parte.
—¿Tan tarde?
—Tan tarde.
—Pensad que en la casa de la cual he venido, me han dicho: «Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionado capitán o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado la orden». He venido, me he explicado, no me habéis comprendido, y me vuelvo para decir a los que me han enviado que se han engañado y que me envíen a otra parte.
—¡Cómo! ¿vos sois…? —exclamó Baisemeaux mirando a Aramis casi con espanto.
—El confesor afiliado a la orden —respondió Aramis sin modificar la voz.
Mas por muy suavemente que Herblay hubiese vertido sus palabras, produjeron en el infeliz gobernador el efecto del rayo. Baisemeaux se puso amoratado.
—¡El confesor! —murmuró Baisemeaux—; ¿vos el confesor de la orden, monseñor?
—Sí; pero como no estáis afiliado, nada tenemos que ventilar los dos.
—Monseñor…
—¡Ah!
—Ni que me niegue a obedecer.
—Pues lo que acaba de pasar se parece a la desobediencia.
—No, monseñor; he querido cerciorarme…
—¿De qué? —dijo Aramis con ademán de soberano desdén.
—De nada, monseñor; de nada —dijo Baisemeaux bajando la voz y humillándose ante el prelado—. En todo tiempo y en todo lugar estoy a la disposición de mis señores, pero…
—Muy bien; prefiero veros así —repuso Herblay sentándose otra vez y tendiendo su vaso al gobernador, que no acertó a llenarlo, de tal suerte le temblaba la mano—. Habéis dicho “pero”, —dijo Aramis.
—Pero como no me habían avisado, estaba muy lejos de esperar…
—¿Por ventura no dice el Evangelio: «Velad, porque sólo Dios sabe el momento»?
¿Acaso las prescripciones de la orden no rezan: «Velad, porque lo que yo quiero, vosotros debéis siempre quererlo»? ¿A título de qué, pues, no esperabais la venida del confesor?
—Porque en este momento no hay en la Bastilla preso alguno que esté enfermo.
—¿Qué sabéis vos? —replicó Herblay encogiendo los hombros.
—Me parece…
—Señor de Baisemeaux —repuso Aramis arrellanándose en su sillón—, he ahí vuestro criado que desea deciros algo.
En efecto, en aquel instante apareció en el umbral del comedor el criado de Baisemeaux.
—¿Qué hay? —preguntó con viveza el gobernador.
—Señor de Baisemeaux —respondió el criado—, os traigo el boletín del médico de la casa.
—Haced que entre el mensajero —dijo Aramis fijando en el gobernador sus límpidos y serenos ojos.
El mensajero entró, saludó y entregó el boletín.
—¡Cómo! ¡el segundo Bertaudiere está enfermo! —exclamó con sorpresa el gobernador después de haber leído el boletín y levantado la cabeza.
—¿No decíais que vuestros presos gozaban todos de salud inmejorable? —repuso Aramis con indolencia y bebiéndose un sorbo del moscatel, aunque sin apartar del gobernador la mirada.
—Si mal no recuerdo —dijo Baisemeaux con temblorosa voz y después de haber despedido con ademán al criado—, si mal no recuerdo, el párrafo dice: «A petición del preso».
—Esto es —respondió Aramis—, pero ved qué quieren de vos. —En efecto, en aquel instante un sargento asomó la cabeza por la puerta medio entornada.
—¿Qué más hay? —exclamó el gobernador—. ¿No me dejarán diez minutos en paz?
—Señor gobernador —dijo el sargento—, el enfermo de la segunda Bertaudiere ha encargado a su llavero que os pida un confesor.
En un tris estuvo que Bertaudiere no cayese por tierra.
Aramis desdeñó el sosegarlo, como desdeñara el asustarlo.
—¿Qué respondo? —prosiguió Baiseméaux.
—Lo que os guste —dijo Aramis—. ¿Por ventura soy yo el gobernador de la Bastilla?
—Decid al preso que se proveerá —exclamó el gobernador volviéndose hacia el sargento y despidiéndole con una seña. Luego añadió&mdahs;: ¡Ah! monseñor, monseñor, ¿cómo pude sospechar… prever…?
—¿Quién os decía que sospecharais, ni quien os rogaba que previerais? —replicó Aramis con desapego—. La orden no sospecha, sabe y prevé: ¿no basta eso?
—¿Qué ordenáis? —dijo el gobernador.
—Nada. No soy más que un pobre sacerdote, un simple confesor. ¿Me mandáis que vaya a visitar a vuestro enfermo?
—No os lo mando, monseñor, os lo ruego.
—Acompañadme, pues.
Después de la singular transformación de Aramis en confesor de la compañía, Baisemeaux dejó de ser el mismo hombre. Hasta entonces Herblay había sido para el gobernador un pre lado a quien debía respeto, un amigo a quien le ligaba la gratitud; pero desde la revelación que acababa de trastornarle todas las ideas, Aramis fue el jefe, y él un inferior.
Baisemeaux encendió por su propia mano un farol, llamó al carcelero, y se puso al las órdenes de Aramis.
El cual se limitó a hacer con la cabeza un ademán que quería decir: «Está bien», y con la mano una seña que significaba: «Marchad delante».
Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.
La noche estaba estrellada; las pisadas de los tres hombres resonaban en las baldosas de las azoteas, y el retentín de las llaves que, colgadas del cinto, llevaba el llavero subía hasta los pisos de las torres como para recordar a los presos que no estaba en sus manos recobrar la libertad.
Así llegaron al pie de la Bertaudiere los tres, y, silenciosamente, subieron hasta el segundo piso, Baisemeaux, si bien obedecía, no lo hacía con gran solicitud, ni mucho menos.
Por fin llegaron a la puerta, y el llavero abrió inmediatamente.
—No está escrito que el gobernador oiga la confesión del preso —dijo Aramis cerrando el paso al Baisemeaux, en el acto de ir a entrar aquél en el calabozo.
Baisemeaux se inclinó y dejó pasar a Aramis, que tomó el farol de manos del llavero y entró; luego hizo una seña para que tras él cerraran la puerta.
Herblay permaneció por un instante en pie y con el oído atento, escuchando si Baisemeaux y el llavero se alejaban; luego, cuando estuvo seguro de que aquéllos habían salido de la torre, dejó el farol en la mesa y miró a todas partes.
En una cama de sarga verde, exactamente igual a las demás camas de la Bastilla, aunque más nueva, y bajo amplias y medio corridas colgaduras, descansaba el joven con quien ya hemos hecho hablar una vez a Herblay.
Según el uso de la prisión, el cautivo estaba sin luz desde el toque de queda, en lo cual se echa de ver de cuántos miramientos gozaba el preso, pues tenía el privilegio de conservar la vela encendida hasta el momento que va dicho.
Junto a la cama había un sillón de baqueta, y, en él, ropas flamantes; arrimada a la ventana, se veía una mesita sin libros ni recado de escribir, pero cubierta de platos, que en lo llenos demostraban que el preso había probado apenas su última comida.
Aramis vio, tendido en la cama y en posición supina, al joven, que tenía el rostro escondido en parte por los brazos.
La llegada del visitador no hizo cambiar de postura al preso, que esperaba o dormía.
Aramis encendió la vela con ayuda del farol, apartó con cuidado el sillón y se acercó al la cama con muestras visibles de interés y de respeto.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó el joven levantando la cabeza.
—¿No habéis pedido un confesor?
—Sí.
—¿Porque estáis enfermo?
—Sí.
—¿De gravedad?
—Gracias —repuso el joven fijando en Aramis una mirada penetrante. Y tras un instante de silencio, agregó—: Ya os he visto otra vez.
Aramis hizo una reverencia. Indudablemente el examen que acababa de hacer al preso, aquella revelación de su carácter frío, astuto y dominador, impreso en la fisonomía del obispo de Vannes, era poco tranquilizador en la situación del joven, pues añadió:
—Estoy mejor.
—¿Así pues?… —preguntó Aramis.
—Siguiendo mejor, me parece que no tengo necesidad de confesarme.
—¿Ni del cilicio de que os habla el billete que habéis encontrado en vuestro pan?
El preso se estremeció.
—¿Ni del sacerdote de la boca del cual debéis oír una revelación importante? —prosiguió Aramis.
—En este caso ya es distinto —dijo el joven dejándose caer nuevamente sobre su almohada.
Aramis miró con más atención al preso y quedó asombrado al ver aquel aire de majestad sencillo y desembarazado que no se adquiere nunca si Dios no lo infunde en la sangre o en el corazón.
—Sentaos, caballero —dijo el preso.
—¿Qué tal encontráis la Bastilla? —preguntó Herblay inclinándose y después de haber obedecido.
—Muy bien.
—¿Padecéis?
—No.
—¿Deseáis algo?
—Nada.
—¿Ni la libertad?
—¿A qué llamáis libertad? —preguntó el preso con acento de quien se prepara a una lucha.
—Doy el nombre de libertad a las flores, al aire, a la luz, a las estrellas, a la dicha de ir adonde os conduzcan vuestras nerviosas piernas de veinte años.
—Mirad —respondió el joven dejando vagar por sus labios una sonrisa que tanto podía ser de resignación como de desdén—, en ese vaso del Japón tengo dos lindísimas rosas, tomadas en capullo ayer tarde en el jardín del gobernador; esta mañana han abierto en mi presencia su encendido cáliz, y por cada pliegue de sus hojas han dado salida al tesoro de su aroma, que ha embalsamado la estancia. Mirad esas dos rosas: son las flores más hermosas ¿Porqué he de desear yo otras flores cuando poseo las más incomparables?
Aramis miró con sorpresa al joven.
—Si las flores son la libertad —continuó con voz triste el cautivo— gozo de ella, pues poseo las flores.
—Pero ¿y el aire? —exclamó Herblay—, ¿el aire tan necesario a la vida?
—Acercaos a la ventana —prosiguió el preso—, está abierta. Entre el cielo y la tierra, el viento agita sus torbellinos de nieve, de fuego, de tibios vapores o de brisas suaves. El aire que entra por esa ventana me acaricia el rostro cuando, subido yo a ese sillón, sentado en su respaldo y con el brazo en torno del barrote que me sostiene, me figuro que nado en el vacío.
—¿Y la luz? —preguntó Aramis, cuya frente iba nublándose.
—Gozo de otra mejor —continuó; el preso—. Gozo del sol, amigo que viene a visitarme todos los días sin permiso del gobernador, sin la compasión del carcelero. Entra por la ventana, traza en mi cuarto un grande y largo paralelogramo que parte de aquélla y llega hasta el fleco de las colgaduras de mi cama. Aquel paralelogramo se agranda desde las diez de la mañana hasta mediodía, y mengua de una a tres, lentamente como si le pesara apartarse de mí tanto cuanto se apresura en venir a verme. Al desaparecer su último rayo, he gozado de su presencia cuatro horas. ¿Por ventura no me basta eso? Me han dicho que hay desventurados que excavan canteras y obreros que trabajan en las minas, que nunca ven el sol.
Aramis se enjugó la frente.
—Respecto de las estrellas, tan gratas a la mirada —continuó el joven—, aparte el brillo y la magnitud, todas se parecen. Y aun en ese punto salgo favorecido; porque de no haber encendido vos esa bujía, podíais haber visto lo hermosa estrella que veía yo desde mi cama antes de llegar vos, y de la cual me acariciaba los ojos la irradiación.
Aramis, envuelto en la amarga oleada de siniestra filosofía que forma la religión del cautiverio, bajó la cabeza.
—Eso en cuanto a las flores, al aire, a la luz y a las estrellas —prosiguió el joven con la misma tranquilidad—. Respecto del andar, cuando hace buen tiempo me paseo todo el día por el jardín del gobernador, por este aposento si llueve, al fresco si hace calor, y si hace frío, lo hago al amor de la lumbre de mi chimenea. —Y con expresión no exenta de amargura, el preso añadió—: Creedme, caballero, los hombres han hecho por mí cuanto puede esperar y anhelar un hombre.
—Admito en cuanto a los hombres —replicó Aramis levantando la cabeza—, pero creo que os olvidáis de Dios.
—En efecto, me he olvidado de Dios —repuso con la mayor calma el joven—. Pero ¿por qué me decís eso? ¿A qué hablar de Dios a los cautivos?
Aramis miró de frente a aquel joven extraordinario, que a la resignación del mártir añadía la sonrisa del ateo, y dijo con acento de reproche.
—¿Por ventura no está Dios presente en todo?
—Al fin de todo —arguyó con firmeza el preso.
—Concedido —repuso Aramis—. Pero volvamos al punto de partida.
—Eso pido.
—Soy vuestro confesor.
—Ya lo sé.
—Así pues, como penitente mío, debéis decirme la verdad.
—Estoy dispuesto a decírosla.
—Todo preso ha cometido el crimen a consecuencia del cual lo han reducido a prisión. ¿Qué crimen habéis cometido vos?
—Ya me hicisteis la misma pregunta la primera vez que me visteis —contestó el preso.
—Y entonces eludisteis la respuesta, como ahora la eludís.
—¿Y por qué opináis que ahora voy a responderos?
—Porque soy vuestro confesor.
—Pues bien, si queréis que os diga qué crimen he cometido, explicadme qué es crimen. Yo, por mi parte, sé deciros que no acusándome de nada mi conciencia, no soy criminal.
—A veces uno es criminal a los ojos de los grandes de la tierra, no sólo porque ha cometido crímenes, sino también porque sabe que otros los han cometido.
—Comprendo —repuso tras un instante de silencio el joven y después de haber escuchado con atención profunda—. Decís bien, caballero; mirado desde ese punto de vista, podría muy bien ser que yo fuese criminal a los ojos de los magnates.