—¡D'Artagnan! ¡gascón testarudo! ¿quién es el rey aquí? ¿vos o yo?
—Vos, Sire, por desgracia.
—¡Por desgracia!
—Sí, Sire, porque de ser yo el rey…
—Aplaudiríais la rebelión del señor de D'Artagnan, ¿no es así?
—¡No había de aplaudirla!
—¿De veras? —dijo Luis XIV encogiendo los hombros.
—Y —continuó D'Artagnan—, diría a mi capitán de mosqueteros, mirándole con ojos humanos y no con esas ascuas: «Señor de D'Artagnan, he olvidado que soy el rey: he bajado de mi trono para ultrajar a un caballero».
—¿Y vos estimáis que es excusar a vuestro amigo el sobrepujarlo en insolencia? —prorrumpió Luis.
—¡Ah! Sire —dijo D'Artagnan—, yo no me quedaré en los términos que él, y vuestra será la culpa. Yo voy a deciros lo que él, el hombre delicado por excelencia, no os ha dicho; yo os diré: Sire, habéis sacrificado a su hijo, y él defendía a su hijo; lo habéis sacrificado a él, siendo así que os hablaba en nombre de la religión y la virtud, y lo habéis apartado, aprisionado. Yo seré más inflexible que él, Sire, y os diré: Sire, elegid. ¿Queréis amigos o lacayos? ¿soldados o danzantes de reverencias? ¿grandes hombres o muñecos? ¿queréis que os sirvan o que ante vos se dobleguen? ¿que os amen o que os teman? Si preferís la bajeza, la intriga, la cobardía, decidlo, Sire; nosotros, los únicos restos, qué digo, los únicos modelos de la valentía pasada, nos retiraremos, después de haber servido y quizá sobrepujado en valor y mérito a hombres ya resplandecientes en el cielo de la posteridad. Elegid, Sire, y pronto. Los contados grandes señores que os quedan, guardadlos bajo llave; nunca os faltarán cortesanos. Apresuraos, Sire, y enviadme a la Bastilla con mi amigo; porque si no habéis escuchado al conde de La Fere, es decir la voz más suave y más noble del honor, ni escucháis a D'Artagnan, esto es, la voz más franca y ruda de la sinceridad, sois un mal rey, y mañana seréis un rey irresoluto; y a los reyes malos se les aborrece, y a los reyes irresolutos se les echa. He ahí lo que tenía que deciros, Sire: muy mal habéis hecho al llevarme hasta ese extremo.
Luis XIV se dejó caer frío y pálido en su sillón; era evidente que un rayo que le hubiese caído a los dos no le habría causado más profundo asombro: no parecía sino que iba a expirar. Aquella ruda voz de la sinceridad, como la llamó D'Artagnan, le entró en el corazón cual la hoja de un puñal.
D'Artagnan había dicho cuanto tenía que decir, y haciéndose cargo de la cólera del rey, desenvainó lentamente, se acercó con el mayor respeto a Luis XIV, y dejó sobre el bufete su espada, que casi al mismo instante rodó por el suelo impelida por un ademán de furia del rey, hasta los pies de D'Artagnan.
Por mucho que fuese el dominio que sobre él tenía, el mosquetero palideció a su vez, y temblando de indignación, exclamó:
—Un rey puede retirar su favor a un soldado, desterrarlo, condenarlo a muerte; pero aunque fuese cien veces rey, no tiene derecho a insultarlo deshonrando su espada. Sire, nunca en Francia ha habido rey alguno que haya repelido con desprecio la espada de un hombre como yo. Está espada mancillada ya no tiene otra vaina que mi corazón o el vuestro, y dad gracias a Dios y a mi paciencia de que escoja el mío. —Y abalanzándose a su espada, añadió—: Sire, caiga mi sangre sobre vuestra cabeza.
Y apoyando en el suelo la empuñadura de su espada, D'Artagnan se precipitó con rapidez sobre la punta, dirigida contra su pecho. El rey hizo un movimiento todavía más veloz que el de D'Artagnan, rodeó el cuello de éste con el brazo derecho, y tomando con la mano izquierda la espada por la mitad de la hoja, la envainó silenciosamente, sin que el mosquetero, envarado, pálido y todavía tembloroso, le ayudase para nada.
Entonces, Luis XIV, enternecido, se sentó de nuevo en el bufete, tomó la pluma, trazó algunas líneas, echó su firma al pie de ellas, y tendió la mano al capitán.
—¿Qué es ese papel, Sire? —preguntó el mosquetero.
—La orden al señor de D'Artagnan de que inmediatamente ponga en libertad al señor conde de La Fere.
D'Artagnan asió la mano del rey y se la besó; luego dobló la orden, la metió en su pechera y salió, sin que él ni su majestad hubiesen articulado palabra.
—¡Oh corazón humano! ¡norte de los reyes! —murmuró Luis cuando estuvo solo—. ¿Cuándo leeré en tus senos como en un libro abierto? No, yo no soy un rey malo ni irresoluto, pero todavía soy un niño.
D'Artagnan había prometido a Baisemeaux estar de vuelta a los postres, y cumplió su palabra.
Athos y Aramis se habían mostrado tan cautos, que ninguno de los dos pudo leer en el pensamiento del otro. Cenaron, hablaron largo y tendido de la Bastilla, del último viaje a Fontainebleau y de la próxima fiesta que Fouquet debía dar en Vaux.
D'Artagnan llegó en lo más recio de la conversación, todavía pálido y conmovido de la suya con el rey.
Athos y Aramis notaron la emoción de D'Artagnan; pero Baisemeaux solamente vio al capitán de los mosqueteros del rey, y se apresuró a agasajarlo porque, para el gobernador, el codearse con el rey implicaba un derecho a todas sus atenciones.
Con todo aunque Aramis notó la emoción de D'Artagnan, no pudo calar la causa de ella. Solamente a Athos le pareció haberla profundizado. Para éste el regreso de D'Artagnan y sobre todo el trastorno del hombre impasible, significaba que su amigo había pedido algo al rey, pero en vano Athos, pues, plenamente convencido de estar en lo firme, se levantó de la mesa, y con faz risueña hizo una seña a D'Artagnan, como para recordarle que tenía otra cosa que hacer que no cenar juntos.
D'Artagnan comprendió y correspondió con otra seña, mientras Aramis y Baisemeaux, al presenciar aquel mudo diálogo, se interrogaban mutuamente con la mirada.
Athos pensó que le tocaba explicar lo que pasaba, y dijo sonriéndose con dulzura:
—La verdad es, amigos míos, que vos, Aramis, acabáis de cenar con un reo de Estado y vos, señor de Baisemeaux, con uno de vuestros presos.
Baisemeaux lanzó una exclamación de sorpresa y casi de alegría; tal era el amor propio que de su fortaleza, de su Bastilla, tenía el buen sujeto.
—¡Ah! mi querido Athos —repuso Aramis poniendo una cara apropiada a las circunstancias—. Casi me he temido lo que decís. Alguna indiscreción de Raúl o de La Valiére, ¿no es verdad? Y vos, como gran señor que sois, olvidando que ya no hay sino cortesanos, os habéis visto con el rey y le habéis dicho cuántas son cinco.
—Adivinado, amigo mío.
—De manera —dijo Baisemeaux, no teniéndolas todas consigo por haber cenado tan familiarmente con un hombre que había perdido el favor de Su Majestad—, de manera que, señor conde…
—De manera, mi querido señor gobernador —repuso Athos—, que el señor de D'Artagnan va a entregaros ese papel que asoma por su coleto, y que, de fijo, es mi auto de prisión.
Baisemeaux tendió la mano con agilidad.
En efecto, D'Artagnan sacó dos papeles de su pechera y entregó uno al gobernador. Este lo desdobló y lo leyó a media voz, mirando al mismo tiempo y por encima de él a Athos e interrumpiéndose a cada punto.
—“Ordeno y mando que encierren en mi fortaleza de la Bastilla.” Muy bien… “En mi fortaleza, de la Bastilla… al señor conde de La Fere”. ¡Ah! caballero, ¡qué dolorosa honra para mí el teneros bajo mi guardia!
—No podíais hallar un preso más paciente —contestó Athos con voz suave y tranquila.
—Preso que no permanecerá mucho tiempo aquí —exclamó D'Artagnan exhibiendo el segundo auto—, porque ahora, señor de Baisemeaux, os toca copiar este otro papel y poner inmediatamente en libertad al conde.
—¡Ah! me ahorráis trabajo, D'Artagnan —dijo Aramis estrechando de un modo significativo la mano del mosquetero y la de Athos.
—¡Cómo! —exclamó con admiración éste último—. ¿El rey me da la libertad?
—Leed, mi querido amigo —dijo D'Artagnan.
—Es verdad —repuso el conde después de haber leído el documento.
—¿Os duele? —preguntó el gascón.
—No, lo contrario. No deseo ningún mal al rey, y el peor mal que uno puede desear a los reyes, es que cometan una injusticia. Pero habéis sufrido un disgusto, no lo neguéis.
—¿Yo? —dijo el mosquetero riéndose—. Ni por asomo. El hace cuanto quiero.
Aramis miró a D'Artagnan y vio que mentía, pero Baisemeaux no miró más que al hombre, y se quedó pasmado, mudo de admiración ante aquel que conseguía del rey lo que se le antojaba.
—¿Destierra a Athos Su Majestad? —preguntó Aramis.
—No; sobre el particular el rey no ha dicho una palabra —repuso D'Artagnan—, pero tengo para mí que lo mejor que puede hacer el conde, a no ser que se empeñe en dar las gracias a Su Majestad…
—No —respondió Athos.
—Pues bien, lo mejor que, en mi concepto, puede hacer el conde —continuó D'Artagnan— es retirarse a su castillo. Por lo demás, mi querido Athos, hablad, pedid; si preferís una residencia a otra me comprometo a dejar cumplidos vuestros deseos.
—No, gracias —contestó Athos—. Lo más agradable para mí es tomar a mi soledad a la sombra de los árboles, a orillas del Loira. Si Dios es el médico supremo de los males del alma, la naturaleza es el remedio soberano. ¿Conque estoy libre, caballero? —añadió Athos volviéndose hacia el señor de Baisemeaux.
—Sí, señor conde, a lo menos así lo creo y espero —añadió el gobernador volviendo y revolviendo los dos papeles—. A no ser, sin embargo, que el señor de D'Artagnan traiga otro auto.
—No, mi buen Baisemeaux —dijo el mosquetero—. Hay que atenernos al segundo y no pasar por ahí.
—¡Ah! señor conde —dijo el gobernador dirigiéndose a Athos—, no sabéis lo que perdéis. Os hubiera puesto a treinta libras como los generales; ¡qué digo! a cincuenta, como los príncipes, y habríais cenado todas las noches como habéis cenado ahora.
—Dejad que prefiera mi medianía, caballero —replicó Athos. Y volviéndose hacia D'Artagnan, dijo—: Vámonos, amigo mío.
—Vámonos —repuso D'Artagnan.
—¿Me cabría la inefable dicha de teneros por compañero de viaje, amigo mío? —preguntó Athos al mosquetero.
—Tan sólo hasta la puerta —respondió el gascón—, después de lo cual os diré lo que he dicho al rey, esto es, que estoy de servicio.
Y vos, mi querido Aramis —preguntó al conde sonriéndose—, ¿me acompañáis? La Fere está en el camino de Vannes.
—No, amigo mío —respondió el prelado—. Esta noche tengo una cita en París, y no puedo alejarme sin que se resientan graves intereses.
—Entonces —dijo Athos—, dejad que os abrace y me vaya. Señor de Baisemeaux, gracias por vuestra buena voluntad, y, sobre todo, por la muestra que de lo que se come en la Bastilla me habéis dado.
Athos abrazó a Aramis y estrechó la mano del gobernador, que le desearon el más feliz viaje, y salió con D'Artagnan.
Mientras en la Bastilla tenía su desenlace la escena iniciada en palacio, digamos lo que pasaba en casa de Athos y en la de Bragelonne.
Como hemos visto, Grimaud acompañó a su amo a París, asistió a la salida de Athos, vio cómo D'Artagnan se mordía los bigotes, y cómo su amo subía a la carroza, después de haber interrogado la fisonomía de los dos amigos, a quienes conocía de fecha bastante larga para haber comprendido al través de la máscara de su impasibilidad, que pasaba algo gravísimo.
Grimaud recordó la singular manera con que su amo le dijera adiós, la turbación, imperceptible para cualquiera otro, de aquel hombre de tan claro entendimiento y de voluntad tan inquebrantable. Grimaud sabía que Athos no se había llevado más que la ropa puesta, y, sin embargo, le pareció que Athos no partía por una hora, ni por un día.
—Comprendo el enigma —dijo Grimaud—. La muchacha ha hecho de las suyas. Lo que dicen de ella y del rey es verdad. Mi joven amo ha sido engañado. ¡Ah! ¡Dios mío! El señor conde ha ido a ver al rey y le ha dicho de una hasta ciento, y luego el rey ha enviado al señor de D'Artagnan para que arreglara el asunto… ¡el conde ha regresado sin espada!
Semejante descubrimiento hizo subir el sudor a la frente del honrado Grimaud; el cual, dejándose de más conjetura, se puso el sombrero y se fue volando a casa de Raúl.
El digno Porthos, fiel a las leyes de la caballería antigua, se decidió a aguardar a Saint-Aignán hasta la puesta del sol. Y como Saint-Aignán no debía comparecer y Raúl se había olvidado de avisar a su padrino, y la centinela empezaba a ser más larga y penosa, Porthos se hizo servir por el guarda de una puerta algunas botellas de buen vino y carne, para tener a lo menos la distracción de hacer saltar de tiempo en tiempo un corcho y tirar un bocado. Y había llegado a las últimas migajas, cuando Raúl y Grimaud llegaron a escape.
Al ver venir por el camino real a aquellos dos jinetes, Porthos creyó que eran Saint-Aignán y su padrino. Pero en vez de SaintAignán, sólo vio a Raúl, el cual se le acercó haciendo desesperados gestos y exclamando:
—¡Ah! ¡mi querido amigo! perdonadme, ¡qué infeliz soy!
—¡Raúl! —dijo Porthos.
—¿Estáis enojado contra mí? —repuso el vizconde abrazando a Porthos.
—¿Yo? ¿por qué?
—Por haberos olvidado de ese modo. Pero ¡ay! tengo trastornado el juicio.
—¡Bah!
—¡Si supieseis, amigo mío!
—¿Lo habéis matado?
—¿A quién?
—A Saint-Aignán.
—¡Ay! no me refiero a Saint-Aignán.
—¿Qué más ocurre?
—Que en la hora es probable que el señor conde de La Fere esté arrestado.
—¡Arrestado! ¿por qué? —exclamó Porthos haciendo un ademán capaz de derribar una pared.
—Por D'Artagnan.
—No puede ser —dijo el coloso.
—Sin embargo, es la pura verdad —replicó el vizconde.
Porthos se volvió hacia Grimaud como quien necesita una segunda afirmación, y vio que el fiel criado de Athos le hacía una señal con la cabeza.
—¿Y adónde lo han llevado? —preguntó Porthos.
—Probablemente la Bastilla.
—¿Qué os lo hace creer?
—Por el camino hemos interrogado a algunos transeúntes que han visto pasar la carroza, a otros que la han visto entrar en la Bastilla.
—¡Oh! ¡oh! —repuso Porthos adelantándose dos pasos.
—¿Qué decís? —preguntó Raúl.
—¿Yo? nada: pero no quiero que Athos se quede en la Bastilla.
—¿Sabéis que han arrestado al conde por orden del rey? —dijo el vizconde acercándose a su amigo.