—¡Ah! ¿conque sabéis algo? —preguntó Aramis.
—Nada sé —respondió el joven—, pero en ocasiones medito, y al meditar me digo…
—¿Qué?
—Que de continuar en mis meditaciones, una de dos, o me volvía loco, o adivinaría muchas cosas.
—¿Y qué hacéis? —preguntó Aramis con impaciencia.
—Paro el vuelo de mi mente.
—¡Ah!
—Sí, porque se me turba la cabeza, me entristezco, me invade el tedio, y deseo…
—¿Qué?
—No lo sé, porque no quiero que me asalte el deseo de cosas que no poseo, cuando estoy tan contento con lo que tengo.
—¿Teméis la muerte? —preguntó Herblay con inquietud.
—Sí —respondió el preso sonriéndose.
—Pues si teméis la muerte —repuso Aramis estremeciéndose ante la fría sonrisa de su interlocutor— es señal de que sabéis más de lo que no queréis dar a entender.
—¿Por qué soy yo quien ahora hablo, y vos quien se calla —replicó el cautivo—. Cuando habéis hecho que os llamara a mi lado, y habéis entrado prometiéndome hacerme tantas revelaciones? Ya que los dos estamos cubiertos con una máscara, o continuamos ambos con ella puesta, o arrojémosla los dos a un tiempo.
—Vamos a ver, ¿sois ambicioso?
—¿Qué es ambición? —preguntó el joven.
—Un sentimiento que impele al hombre a desear más de lo que posee.
—Ya os he manifestado que estoy contento, pero quizás me engaño. Ignoro qué es ambición, pero está en lo posible que la tenga. Explicaos, ilustradme.
—Ambicioso es aquel que codicia más que lo que le proporciona su estado.
—Eso no va conmigo —dijo el preso con firmeza que hizo estremecer nuevamente al obispo de Vannes.
Aramis se calló; pero al ver las inflamadas pupilas, la arrugada frente y la reflexiva actitud del cautivo, conocíase que éste esperaba algo más que el silencio.
—La primera vez que os vi —dijo Herblay hablando por fin— mentisteis.
—¡Que yo mentí! —exclamó el preso incorporándose, y con voz tal y tan encendidos ojos, que Aramis retrocedió a su pesar.
—Quiero decir —prosiguió Aramis—, que me ocultasteis lo que de vuestra infancia sabíais.
Cada cual es dueño de sus secretos, caballero, y no debe haber almoneda de ellos ante el primer advenedizo.
Es verdad —contestó Aramis inclinándose profundamente—. Perdonad; pero ¿todavía hoy soy para vos un advenedizo? Os suplico que me respondáis, “monseñor”. —Este titulo causó una ligera turbación al preso; sin embargo, pareció no admirarse de que se lo diesen.
—No os conozco, caballero —repuso el joven.
—¡Ah! Sí yo me atreviera —dijo Herblay— tomaría vuestra mano y os la besaría.
El cautivo hizo un ademán como para dar la mano a Aramis, pero el rayo que emanó de sus pupilas se apagó en el borde de sus párpados, y su mano se retiró fría y recelosa.
—¡Besar la mano de un preso! —dijo el cautivo moviendo la cabeza—. ¿Para qué?
—¿Por qué me habéis dicho que aquí os encontrabais bien? —preguntó Aramis—. ¿Que a nada aspirabais? En una palabra, ¿por qué, al hablar así, me vedáis que a mi vez sea franco?
De las pupilas del joven emanó un tercer rayo; pero, como las dos veces anteriores, se apagó sin más consecuencias.
—¿Receláis de mí? —preguntó el prelado.
—¿Por qué recelaría de vos?
—Por una razón muy sencilla, y es que si vos sabéis lo que debéis saber, debéis recelar de todos.
—Entonces no os admire mi desconfianza, pues suponéis que sé lo que ignoro.
—Me hacéis desesperar, monseñor —exclamó Aramis asombrado de tan enérgica resistencia y descargando el puño sobre su sillón.
—Y yo no os comprendo.
—Haced por comprenderme.
El preso clavó la mirada en su interlocutor.
—En ocasiones —prosiguió Herblay— pienso que tengo ante mí al hombre a quien busco… y luego…
—El hombre ese que decís, desaparece, ¿no es verdad? —repuso el cautivo sonriéndose.
—Más vale así.
—Decididamente nada tengo que decir a un hombre que desconfía de mí hasta el punto que vos —dijo Aramis levantándose.
—Y yo —replicó en el mismo tono el joven— nada tengo que decir al hombre que se empeña en no comprender que un preso debe recelar de todo.
—¿Aun de sus antiguos amigos? Es un exceso de prudencia, monseñor.
—¿De mis antiguos amigos, decís? ¡Qué! ¿vos sois uno de mis antiguos amigos?
—Vamos a ver —repuso Herblay—. ¿Por ventura ya no recordáis haber visto en otro tiempo, en la aldea donde pasasteis vuestra primera infancia…?
—¿Qué nombre tiene esa aldea? —preguntó el preso.
—Noisy-le-Sec, monseñor —respondió Aramis con firmeza.
—Proseguid —dijo el cautivo sin que su rostro afirmase o negase.
—En definitiva, monseñor —repuso el obispo—, si estáis resuelto a obrar como hasta aquí, no sigamos adelante. He venido para haceros sabedor de muchas cosas, es cierto; pero cumple por vuestra parte me demostréis que deseáis saberlas. Convenid en que antes de que yo hablase, antes de que os diese a conocer los importantes secretos de que soy depositario, debíais haberme ayudado, si no con vuestra franqueza, a lo menos con un poco de simpatía, ya que no confianza. Ahora bien, como os habéis encerrado en una supuesta ignorancia que me paraliza… ¡Oh! no, no me paraliza en el concepto que vos imagináis; porque por muy ignorante que estéis, por mucha que sea la indiferencia que finjáis, no dejáis de ser lo que sois, monseñor, y no hay poder alguno, ¿lo oís bien? no hay poder alguno capaz de hacer que no lo seáis.
—Os ofrezco escucharos con paciencia —replicó el preso—. Pero me parece que me asiste el derecho de repetir la pregunta que ya os he dirigido: ¿Quién sois?
—¿Recordáis haber visto, hace quince o diez y ocho años en Noisy-le-Sec, a un caballero que venía con una dama, usualmente vestida de seda negra y con cintas rojas en los cabellos?
—Sí —respondió el joven—, y recuerdo también que una vez pregunté cómo se llamaba aquél caballero, a lo cual me respondieron que era el padre Herblay. Por cierto que me admiró que el tal padre tuviese un aire tan marcial, y así lo expuse, y me dijeron que no era extraña tal circunstancia, supuesto que el padre Herblay había sido mosquetero de Luis XIII.
—Pues bien —dijo Aramis—, el mosquetero de Luis XIII, el sacerdote de Noisy-le-Sec, el que después fue obispo de Vannes y es hoy vuestro confesor, soy yo.
—Lo sé, os he conocido.
—Pues bien, monseñor, si eso sabéis, debo añadir algo que ignoráis, y es que si el rey fuese sabedor de la presencia en este calabozo de aquel mosquetero, de aquel sacerdote, de aquel obispo, de vuestro confesor de hoy, esta noche, mañana a más tardar, el que todo lo ha arrostrado para llegar hasta vos, vería relucir el hacha del verdugo en un calabozo más negro y más escondido que el vuestro.
Al escuchar estas palabras dichas con firmeza, el cautivo volvió a incorporarse, fijó con avidez creciente sus ojos en los de Aramis, y, al parecer, cobró alguna confianza, pues dijo:
—Sí, lo recuerdo claramente. La mujer de quien me habéis hablado vino una vez con vos, y otras dos veces con la mujer…
—Con la mujer que venía a veros todos los meses —repuso Herblay al ver que el preso se interrumpía.
—Esto es.
—¿Sabéis quién era aquella dama?
—Sé que era una dama de la corte —respondió el cautivo dilatándosele las pupilas.
—¿La recordáis claramente?
—Respecto del particular, mis recuerdos no pueden ser confusos: vi una vez a aquella la dama acompañada de un hombre que frisaba en los cuarenta y cinco; otra vez en compañía de vos y de la dama del vestido negro y de las cintas rojas, y luego otras dos veces con esta última. Aquellas cuatro personas, mi ayo, la vieja Peronnette, mi carcelero y el gobernador, son las únicas con quienes he hablado en mi vida, y puede decirse las únicas que he visto.
—¿Luego en Noisy-le-Sec estabais preso?
—Sí aquí lo estoy, allí gozaba de libertad relativa, por más que fuese muy restringida. Mi prisión en Noisy-le-Sec la formaban una casa de la que nunca salí, y un gran huerto rodeado de altísima cerca; huerto y casa que vos conocéis, pues habéis estado en ellos. Por lo demás, acostumbrado a vivir en aquel cercado y en aquella casa, nunca deseé salir de ellos. Así pues, ya comprendéis que no habiendo visto el mundo, nada puedo desear, y que si algo me contáis, no tendréis más remedio que explicármelo.
—Tal es mi deber, y lo cumpliré, monseñor —dijo Aramis haciendo una inclinación con la cabeza,.
—Pues empezad por decirme quién era mi ayo.
—Un caballero bondadoso y sobre todo honrado, a la vez preceptor de vuestro cuerpo y de vuestra alma. De fijo que nunca os dio ocasión de quejaros.
—Nunca, al contrario; pero como me dijo más de una vez que mis padres habían muerto, deseo saber si mintió al decírmelo o si fue veraz.
Se veía obligado a cumplir las órdenes que le habían dado.
—¿Luego mentía?
—En parte, pero no respecto de vuestro padre.
—¿Y mi madre?
—Está muerta para vos.
—Pero vive para los demás, ¿no es así?
—Sí, monseñor.
—¿Y yo estoy condenado a vivir en la oscuridad de una prisión? —exclamó el joven mirando de hito en hito a Herblay.
—Tal creo, monseñor —respondió Aramis exhalando un suspiro.
—¿Y eso porque mi presencia en la sociedad revelaría un gran secreto?
—Si, monseñor.
—Para hacer encerrar en la Bastilla a un niño, como era yo cuando me trasladaron aquí, es menester que mi enemigo sea muy poderoso.
—Lo es.
—¿Más que mi madre, entonces? .
—¿Por qué me dirigís esa pregunta?
—Porque, de lo contrario, mi madre me habría defendido.
—Sí, es más poderoso que vuestra madre —respondió el prelado tras un instante de vacilación.
—Cuando de tal suerte me arrebataron mi nodriza y mi ayo, y de tal manera me separaron de ellos, es señal de que ellos o yo constituíamos un peligro muy grande para mi enemigo.
—Peligro del cual vuestro enemigo se libró haciendo desaparecer al ayo y a la nodriza —dijo Aramis con tranquilidad.
—¡Desaparecer! —exclamó el preso—. Pero ¿de qué modo desaparecieron?
—Del modo más seguro —respondió el obispo—. Muriendo.
—¿Envenenados? —preguntó el cautivo palideciendo ligeramente y pasándose por el rostro una mano tembloroso.
—Envenenados.
—Fuerza es que mi enemigo sea muy cruel. O que la necesídad le obligue de manera inflexible, para que aquellas dos inocentes criaturas, mis únicos apoyos, hayan sido asesinados en el mismo día; porque mi ayo y mi nodriza nunca habían hecho mal a nadie.
—En vuestra casa la necesidad es dura, monseñor, y ella es también la que me obliga con profundo pesar mío, a decirss que vuestro ayo y vuestra nodriza fueron asesinados.
—¡Ah! —exclamó el joven frunciendo las cejas—. No me decís nada que yo no sospechara.
—¿Y en qué fundabais vuestras sospechas?
—Voy a decíroslo.
El joven se apoyó en los codos y aproximó su rostro al rostro de Aramis con tanta expresión de dignidad, de abnegación, y aun diremos de reto, que el obispo sintió cómo la electricidad del entusiasmo subía de su marchitado corazón y en abrasadoras chispas a su cráneo duro como el acero.
—Hablad, monseñor —repuso Herblay—. Ya os he manifestado que expongo mi vida hablándoos, pero por poco que mi vida valga, os suplico la recibáis como rescate da la vuestra.
—Pues bien escuchad por qué sospeché que habían asesinado a mi nodriza y a mi ayo…
—A quien vos dabais título de padre.
—Es verdad, pero yo ya sabía que no lo era mío.
—¿Qué os hizo suponer?…
—Lo mismo que me da suponer que vos no sois mi amigo: el respeto excesivo.
—Yo no aliento el designio de ocultar la realidad. El joven hizo una señal con la cabeza y prosiguió:
—Es indudable que yo no estaba destinado a permanecer encerrado eternamente, y lo que así me lo da a entender, sobre todo en este instante, es el cuidado que se tomaron en hacer de mí un caballero lo más cumplido. Mi ayo me enseñó cuanto él sabía, esto es, matemáticas, nociones de geometría, astronomía esgrima y equitación. Todas las mañanas me ejercitaba en la esgrima en una sala de la planta baja, y montaba a caballo en el huerto. Ahora bien, una calurosa mañana de verano me dormí en la sala de armas, sin que hasta entonces el más pequeño indicio hubiese venido a instruirme o a despertar mis sospechas, a no ser el respeto del ayo. Vivía como los niños, como los pájaros y las plantas, de aire y de sol, por más que hubiese cumplido los quince.
—¿Luego hace de eso ocho años?
—Poco más o menos: se me ha olvidado ya la medida del tiempo.
—¿Qué os decía vuestro ayo para estimularos al trabajo?
—Que el hombre debe procurar crearse en la tierra una fortuna que Dios le ha negado al nacer; que yo, pobre, huérfano y oscuro, no podía contar más que conmigo mismo, toda vez que no había ni habría quien se interesara por mí… Como os decía, pues, estaba yo en la sala de armas, donde, fatigado por mi lección de esgrima, me dormí. Mi ayo estaba en el piso primero, en su cuarto situado verticalmente sobre el mío. De improviso llegó al mí una exclamación apagada, como si la hubiese proferido mi ayo, y luego oí que éste llamaba a Peronnette, mi nodriza, que indudablemente se hallaba en el huerto, pues mi ayo descendió precipitadamente la escalera. Inquieto por su inquietud, me levanté. Mi ayo abrió la puerta que ponía en comunicación el vestíbulo con el huerto, y siguió llamando a Peronnette… Las ventanas de la sala de armas daban al patio, y en aquel instante tenían cerrados los postigos; pero al través de una rendija de uno de ellos, vi cómo mi ayo se acercaba a un gran pozo situado casi debajo de las ventanas de su estudio, se asomaba al brocal, miraba hacia abajo, y hacía descompasados ademanes, al tiempo que volvía a llamar a Peronnette. Ahora bien, como yo, desde el sitio en que estaba atisbando, no sólo podía ver, sino también oír, vi y oí.
—Hacedme la merced de continuar, monseñor —dijo Herblay.
—Mi ayo, al ver a mi nodriza; que acudió a sus voces, salió a su encuentro, la asió del brazo, tiró vivamente de ella hacia el brocal, y en cuanto los dos estuvieron asomados al pozo, dijo mi ayo:
—«Mirad, mirad, ¡qué desventura!»
—«Sosegaos, por dios», repuso mi nodriza. «¿Qué pasa?»