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El hombre del baobab (35 page)

BOOK: El hombre del baobab
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... Allí dentro, como un ser invisible, inexistente, fui comprendiendo poco a poco la verdadera razón de la existencia. Llegué a sentir algo muy cercano a la felicidad. Había encontrado mi lugar...

... Hoy estoy muy cansado. Me cuesta más que nunca avivar la lumbre... y si no lo hago terminará por apagarse... El sol se esconde otra vez tras el horizonte mientras escribo... Como el fuego, se va apagando el día, y a la vez se van encendiendo en mi alma los anhelos, los deseos, las obsesiones. Desde que he vuelto a pensarte, a pensar en tu mundo que fue el mío... se me escapa la poca cordura...

... ¿Y si de improviso descubrieras que toda tu vida ha estado equivocada por una razón u otra?... ¿Y si supieras que esos errores no servirán de nada?... Que no te harán aprender ni una sola de las tediosas e inútiles lecciones que precisamos para vivir...

Vives en un mundo completamente ininteligible para mí... Una sociedad levantada sobre los inestables cimientos de la codicia, la envidia, la sangre derramada y la mentira...

Allí pasé las horas mirando a través de la opaca falsedad de hombres y mujeres, sobreviviendo a duras penas en un loco baile de máscaras... Intentando vencer a los días, ganar tiempo, pero el tiempo es como el aire, te das cuenta de que existe sólo cuando falta, y así lo vas desperdiciando...

He despertado de infinitas pesadillas y de muy pocos dulces sueños. Siempre el mismo desasosiego y el ánimo tan enroscado como las eses de esa palabra... Tembloroso y desconcertado... El miedo y la angustia detienen la vida, la hacen deplorable. Atrás quedaron restos de momentos amables, de levísimas alegrías. ¿Quién inventaría la palabra felicidad?... La felicidad no es una alternativa, sólo una falacia, una utopía. Vivir rodeado de seres falsamente felices, irracionalmente satisfechos, de serviles fingidores, siervos de una inalcanzable dicha, me hizo sentir culpable de todo mi infortunio... Cuanto más desdichado te contemplan, aunque finjan compasión, más se regocijan. Es su manera de sobrevivir. Todos nos aferramos a una u otra mentira para subsistir...

Mirar atrás es contemplar destrozos, ruinas. Rechazo la vehemente y humillante actitud de los «felices», de los que buscan aplacar el miedo negando lo innegable...

Acercarse a la muerte desvela, verla llegar lentamente aterroriza, tenerla caminando a tu lado, enfrentarla es casi imposible, negarla enloquece. La muerte es sólo un paso más en el camino de la vida, la zancada final que marca la distancia vivida. Como en los juegos de los niños, ¡zas!, hasta aquí llegaste. Seremos seres civilizados el día en que la aceptemos más serenamente, como cualquier animal, como las bestias que olvidamos ser... Cuando llegamos a la vida lo hacemos huyendo de la muerte..., y así nos vamos una y otra vez...

Pasamos la vida con el corazón entre los dientes huyendo de una idea, de un momento que nunca existió, de un instante incomparable. ¿Qué será preferible? ¿Vivir o morir? Poco importa ahora... La vida es un continuo suceder en que realmente no sucede nada, en el que nada tiene importancia. Pero este conocimiento no te hace inmune al miedo. Yo también temo a la muerte...

La memoria es un parapeto poco fiable, una frágil defensa para soportar nuestro vacío, un ingenuo engaño del que es difícil escapar o prescindir. Quise huir de mi propia vida, pues no la soportaba, pues no sabía cómo dejar de desperdiciarla... Quise huir del remordimiento, de la culpa, de la nada... y fui a descubrir que la nada lo es todo...

Ahora, escribiendo, busco de nuevo no estar solo, dejar de hablar conmigo para hacerlo con el papel..., contigo... y no enloquecer más... ¿He adoptado el silencio o fue el quién me adoptó a mí?

Escapé de un mundo de años y de seres pero la piel y el tiempo siguen dentro, en alguna parte, indigestando las ideas. En mi árbol conseguí dejar atrás los pensamientos, librarme de la angustia y la inquietud. En mi soledad llegué a ver allí donde pocos se atreverían a mirar... aventurarme por lugares vetados a los vivos, donde los no nacidos esperan aún formando parte del cielo... Una vez llegué a ver a través de los ojos de
VIimma
, una leona, ¿o tal vez fuera un chacal?, una de las bestias que deambulan por este desierto guardando los espíritus dogones. La fiera sólo esconde en su alma certezas, respuestas muy simples para todos los enigmas que hemos inventado. Respuestas que hombres y mujeres apartamos de nuestra mente para no caer en la demencia.

De repente viene a mi cabeza una frase: «Te toco y llueve.» Recuerdo haberla escrito alguna vez... ¡qué extraño!...

Echo de menos conversar. Alguna vez apareció por aquí algún nativo... pero me temen..., no me hablan... Nunca entendieron bien de dónde llegué... En las reuniones de la toguna, los ancianos seguramente seguirán especulando sobre el lugar de procedencia de Dimoune Baobab. Algunos, normalmente niños o jóvenes, vencían el miedo y la pereza, y se acercaban hasta el árbol con curiosidad. Se sentaban en cuclillas a unos metros de la entrada y allí esperaban a que el extraño hombre blanco asomara... Luego, velozmente, con el dedo o una ramita, dibujaban unos cuantos símbolos en la arena, algunas estrellas... Me saludaban con la mano y se alejaban por donde habían venido...

Los dogones tienen ideas singulares acerca de las estrellas. Pasan gran parte de sus vidas observando y esperando del cielo... De sirio, el lucero que adoran... Como yo... Como este árbol que sólo teme a los rayos... Hace mucho que dejaron de venir...

... Sé que ya no soy el mismo pero sigo sin saber quién soy... Quisiera reconocerme en este ser en que he llegado a convertirme. Quien ahora soy no quisiera ser quien es en este instante, ni tampoco volver a ser quien fue. Como ves, ya soy completamente incompatible.

Descubrí tarde que el olvido jamás marchita entre las hojas del corazón. Que el recuerdo permanece siempre como un ardor apoderándose de sus entrañas. Elegí desertar, y no sé qué daría ahora por poder pasear a tu lado entre las ruinas que dejé atrás. Desde entonces espero la muerte, o el despertar de esta pesadilla, como se espera que todo florezca tras el largo letargo del invierno.

No debería haber bajado otra vez a Bandiágara. ¿Qué me trajo de nuevo hasta aquí? Hoy he despertado en este Babel, en este confuso caos... He roto la hipnosis del silencio, de la lentitud... He vuelto al vértigo de esta ansiedad y caigo rendido en el esfuerzo de intentar retroceder... He rasgado el velo del olvido, ahora que ya no recuerdo cómo recordar...

Te amo poderosamente, mi pequeño Adrián, con todas mis fuerzas... y eso me mantiene vivo. Te necesito, necesito encontrarte... Pero tu lugar y el mío son inalcanzables...

Dicen los dogones que el azar no existe... pero espero que estas páginas, aunque sea por azar, caigan algún día entre tus manos. Que me entiendas si es que puedes hacerlo... y me perdones...

La propia muerte está cavando ya la fosa que me guarda...

Hasta ese punto la escritura fue haciéndose cada vez más tortuosa, más incomprensible y caótica, las ideas más absurdas. Costaba leerlo. Después, el texto resultó ya totalmente ilegible. Revisaron hasta la última página. Sólo eran trazos sin significado alguno, una sucesión de monótonas rayas garabateadas con profusión y mano nerviosa. La extraña taquigrafía parecía querer imitar la forma y la cadencia lineal de las palabras escritas. Que el cuaderno terminara así, en aquel galimatías sin sentido, supuso una gran frustración para ellos. Luis no había dejado ni una sola de las sesenta hojas del cuaderno sin rellenar. Línea a línea, prodigando el absurdo. En la última página, abajo, en la esquina inferior derecha, había escrito su nombre, una estrellita perdida y un número, ¿una fecha?: 2000.

Aquello explicaba algunas cosas, supuso Nadia, había tardado al menos, dos años en escribirlo, en rellenar el cuadernillo. Tal vez luego, lo envió él mismo, quién sabe cuándo..., en el año 2000, o mucho después. Bien podía haber dado a alguien el encargo, alguien que tardó en cumplirlo. El paquete pudo traspapelarse en las estanterías de alguna remota oficina de correos, o también podría haberlo remitido Luis hacía unas semanas. ¿Cómo descartar esa posibilidad? Adrián no la eliminaba, ninguna de ellas, pero seguía mostrándose escéptico. Su padre, por lo leído y no leído, no parecía estar ni muy cuerdo ni muy bien de salud. Albergaba poquísimas esperanzas. Le rogó a Nadia no seguir hablando de ello. Necesitaban dormir, el vuelo aún sería largo. Paula llevaba un par de horas haciéndolo con placidez. Compartieron una pastilla y se acurrucaron en sus butacas dispuestos a descansar durante el resto del viaje.

Cuando llegaron a Madrid, Daniel ya les esperaba en Barajas. Iba vestido de uniforme. Él también había aterrizado hacía poco. Fue un encuentro emocionante, muy amoroso, muy tierno y sincero. Dani ya había leído el cuaderno y estaba entusiasmado con el misterio y sus posibilidades. Todos acabaron en su casa. Nadia no se sentía aún con ánimos para entrar en su piso de Madrid, para afrontarlo. Daniel les contó que había intentado hacer algunas gestiones, por desgracia todas infructuosas. Nadie parecía mostrar demasiado interés en buscar al «hombre del baobab», a aquel supuesto superviviente. Todo eran problemas legales o no, inconvenientes grandes o pequeños. Los trámites necesarios sólo para poner en marcha una posible búsqueda serían demasiado largos y costosos. Deberían valerse por ellos mismos. Esa era la conclusión. Invertir algo de pasta y emplear toda su perspicacia, toda su pericia, para emprender cuanto antes la expedición y llevarla a buen fin. Se había informado: conseguir las visas y los permisos para volar a Malí, no sería demasiado difícil. En Bamako podrían alquilar una avioneta, tal vez un bimotor. Si Adrián estaba dispuesto, partirían en unos días. Esperarían el tiempo necesario para vacunarse y solucionar algunos papeleos, nada más. Daniel ya había conseguido la calificación en vuelo, el ascenso. La compañía le había adelantado sin problemas la fecha de la prueba. Ya era comandante y ya estaba de permiso. ¡Dispuesto a partir!, exclamó entusiasta. Lo festejaron con una buena cena y unas botellas de buen vino. También celebraron esa decisión: Daniel y Adrián irían a buscar a Luis. Nadia descartó la idea de acompañarles. No quería viajar a África con Paula, la pequeña correría riesgos innecesarios y posiblemente los dos serían un estorbo. Podía haberla dejado con sus padres y viajar con ellos, pero le parecía mucho más sensato e importante estar a su lado. La niña y su madraza esperarían noticias con impaciencia. Los tres brindaron por el éxito de la misión, por encontrar a Luis, por conseguir hallarlo con vida...

Tuvieron que pasar tres semanas antes de poder partir de Madrid. Llegaron a Malí con un visado para seis meses. Pero en Bamako aún tuvieron que dar muchas explicaciones, rellenar absurdos formularios, firmar seguros de todo tipo, obtener nuevos permisos, en especial los que les permitirían alquilar el avión y poder volar con él. Pasaron otros quince largos días de espera y tribulaciones, hasta que por fin, una mañana, un funcionario les entregó el último salvoconducto en regla. Se desesperaron mientras el tipo encargado del asunto escribía a máquina la autorización, encendiendo un pitillo con otro, tecleando sin prisas con un solo dedo.

En el aeropuerto les esperaba una vieja Cessna 206, una avioneta de seis plazas que, tras una revisión somera, les pareció bien conservada, en buenas condiciones para el vuelo. Pagaron por ella una pequeña fortuna por adelantado, a modo de fianza, y tendrían que pagar setecientos dólares por día. Entre los dos consiguieron sacar de España y meter en el país unos treinta mil. Sólo declararon llevar encima la tercera parte. Calcularon que el dinero llegaría pero en cualquier caso tendrían que darse prisa. Los mecánicos ya habían llenado los depósitos y la habían limpiado especialmente para ellos. La cabina apestaba a pulimento y ambientador de rosas. Cuando ya se disponían a subir al avión, se enteraron de que no iban a volar solos. No podrían. Un empleado de la empresa que les alquilaba el aparato tendría que acompañarles, así lo exigían las normas gubernamentales. El encargado de African Airways fue tajante al respecto. O su oficial iba con ellos o no volaban. Ésa fue la última pega antes de poder despegar. Parecían no fiarse en exceso, por muy pilotos de líneas aéreas que fueran. El aviador africano que iría con ellos, Kananga se llamaba, les pareció un buen tipo, y no se equivocaron en su juicio. Resultó ser un hombre amable y simpático, bien educado y servicial, inteligente y colaborador. Ka, que así prefería ser llamado, se disculpó con ellos por su obligado papel de «carabina».

En seguida congeniaron con él, y pensaron que probablemente les sería de gran ayuda. La primera escala sería en el aeropuerto de Mopti. Daniel se puso a los mandos y Adrián se sentó a su lado, en el asiento de la derecha. El agregado observaba y sonreía desde una de las butacas de atrás, dispuesto a dejarse llevar. Una vez autorizados a entrar en pista y despegar, cuando las ruedas de la avioneta dejaron de tocar tierra, Adrián y Daniel sintieron de algún modo el regocijo de su primer despegue...

La primera noche que pasaron en Mopti, ya se demostró hasta qué punto iba a serles útil la compañía de Kananga, casi imprescindible. Necesitarían guía e intérprete para llegar hasta la falla de Bandiágara y poder moverse en el país dogón. Un buen interlocutor sería la única forma de conseguir contactos, alguna información fiable, una camioneta, camellos o porteadores si fuera necesario. Kananga conocía a la persona indicada, Thiemoko, el director de una agencia que organizaba salidas a los acantilados desde Mopti. Se alojaron en el hotel que regentaba y en el que tenía su base de operaciones para internarse en las tierras dogón. Cenaron cuatro capitanes al horno, un pescado delicioso, con guarnición de arroz y vegetales, a orillas del Niger. Sentados a la mesa, apurando varias cervezas de mijo, pusieron a Thiemoko al tanto de sus planes. Kananga parecía sentirse feliz con los excéntricos clientes que le habían tocado en suerte, no se aburriría, como solía sucederle. Para visitar las aldeas o montar campamentos, les explicó Thiemoko, era necesario hablar con los jefes comunales. Nada sucedía sin su conocimiento y su aprobación. Pagaron a Thiemoko el triple de lo que solía cobrar por organizar una excursión. Viendo buenas perspectivas de negocio, éste decidió de inmediato ocuparse en persona de todo. Y también les acompañaría en su búsqueda. No sería sencillo, les advirtió, pero sí posible. Encontraría el inmenso baobab del que hablaban y al hombre que suponían vivía dentro de él. Si aún vivía, si aún seguía allí...

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