El hombre del baobab (36 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Dos días después aterrizaron en una pista de arena llena de baches, entre campos de mijo y cacahuetes, a las afueras de la aldea de Shanga, en la parte alta de la falla de Bandiágara. La toma no fue sencilla. Un enjambre de excitadísimos chavalillos se acercó a toda carrera, para ver de cerca el aparato que acababa de descender del cielo. El calor y la humedad del Sáhel les dieron también la bienvenida. Cuando se apagó el rugido del motor y se apaciguó el griterío de la muchachada, llegó el melancólico sonido de la kora que un viejo tocaba apoyado en una acacia, sentado sobre una lata...

Nada más tomar tierra, Thiemoko se puso a hacer su trabajo. Y lo hizo bien. Lo primero fue consultar a los jefes dogones de la zona. Éstos, intrigados, aceptaron recibir a «los blancos que buscaban a otro blanco». Ante la complejidad del asunto, decidieron que éste requería ser dilucidado con calma en la Toguna, el lugar donde los dogones intentan solucionar todos sus problemas, acallar todas sus preocupaciones. Los ocho ancianos se vistieron para la «ceremonia» con raídas tú nicas azules y singulares sombreros, e invitaron a entrar a los extranjeros, de forma absolutamente excepcional. Ni ellos, ni las mujeres o los niños podían hacerlo. Allí dentro, entre máscaras que representaban diferentes animales, los viejos se colocaron formando una media luna y escucharon con gran atención la historia que contaban los dos jóvenes blancos. Sus dos acompañantes negros sirvieron de intérpretes. Pasaron muchas horas sentados en la toguna, bajo un techado ancho y abierto, excesivamente bajo para poder levantarse y ponerse en pie. La techumbre se apoyaba sobre ocho gruesas columnas de madera tallada. Una por cada uno de sus ancestros fundadores, nos explicó Thiemoko, sus ocho antepasados, la serpiente, el lagarto, la tortuga, el escorpión, la rana, el caimán, la hiena y el conejo.

Gran parte del país dogón crece como hiedra aferrándose a las paredes de la falla. Casas y graneros de barro se alzan colgando literalmente de los acantilados. Cerca de una de sus cuevas sagradas, casi en el borde del precipicio, se celebró la larga reunión de la toguna. La rara solemnidad de la situación, las magníficas vistas desde ese extraño balcón al infinito, embriagaron a los invitados. Allí pasaron muchas horas explicando a sus anfitriones los verdaderos significados de su visita, de sus propósitos. Después de escuchar en completo silencio, los ancianos reflexionaron y hablaron. Sabían de la existencia de Dimoune Baobab y de su árbol, el mayor del universo, sentenciaron. Para mayor alegría, les aseguraron que sabrían llevarles hasta la zona donde arraigaba el gigante. A los dogones les fascinó conocer los detalles de la historia de Luis, les gustó cómo sonaba su verdadero nombre. «Uisss», lo pronunciaban ellos en su acento. Entendieron la inquietud de los visitantes y decidieron ayudarles. Al día siguiente, dos guías les acompañarían hasta la aldea de Niminiama. El baobab no quedaba muy lejos de allí. Adrián y Thiemoko decidieron viajar por tierra, en la camioneta, junto a los batidores dogón. Daniel y Kananga buscarían desde el aire, e intentarían aterrizar lo más cerca posible de la aldea o del árbol si es que lo avistaban. Intentarían avisarles en caso de hacerlo, por radio o sobrevolando el coche en círculos.

Abandonaron la insólita reunión en la toguna poco antes de que se ocultara el sol. Por apaciguar la impaciencia de los inquietos blancos, esa noche llevarían a cabo un extraño rito adivinatorio. Al amanecer, les prometieron, les dirían con certeza si Dimoune Baobab seguía vivo o no.

Con la ayuda de una vara, el más anciano del grupo dibujó en la tierra un gran rectángulo y trazó varias líneas cuadriculándolo. En cada una de las celdas fue echando unos puñados de cacahuetes. A la mañana siguiente, leyendo, interpretando los rastros de los chacales, sabrían decirles si la búsqueda merecería la pena o no, si sería o no en vano. Al chacal le enloquece el maní, les explicó sereno y convencido Thiemoko ante sus caras de incrédulos. Ese animal era uno de los principales dioses dogones, alguno vendría, les aseguró. Para todo lo inexplicable hay siempre una explicación, les dijo un hombre que escondía su rostro tras una máscara con forma de pájaro. Luego, el hechicero les invitó a retirarse, a ir a descansar. Los jefes les dieron libertad para acampar donde quisieran, también les ofrecieron una cabaña para pasar la noche. Los cuatro eligieron quedarse cerca del avión. Kananga y Thiemoko durmieron dentro, uno sentado en la cabina y el otro atrás, tirado en el angosto pasillo, con las botas como almohada. Ellos en dos sacos, al aire libre, bajo las estrellas y las alas.

Adrián tardó en conciliar el sueño. Le dio por pensar en Nadia. Deseó soñarla. Pero la noche se prolongó para él en una pesadilla atroz, en la que el cadáver de su padre le imploraba ayuda.

Despertó trastornado y aterido de frío. Encendió un fuego no muy lejos del avión, preparó un puchero de café y fue a ver si algún animal había entrado en el rectángulo de los adivinos. Estos, dando grandes zancadas en torno al dibujo, examinaban ya ensimismados las huellas de los chacales, dos o tres, decían, sin duda, que no habían dejado rastro de los maníes. Después de muchas deliberaciones, uno de los chamanes se dirigió con solemnidad a Adrián. No podía asegurar que su padre habitara aún dentro de un baobab pero era seguro que, estuviera donde estuviera, seguía con vida, sentenció escupiendo al suelo.

Una hora después, Thiemoko ya estaba al volante de la
pick-up
esperando a que subiera Adrián con los dos guías dogones sentados en la parte trasera, un hombre maduro y enjuto y un chaval risueño de unos quince años. Todo estaba dispuesto para partir, el agua, las provisiones, hasta improvisaron una rudimentaria camilla por si llegaban a necesitarla. Tío y sobrino revisaron juntos el avión, observados con curiosidad por el gentío que los rodeaba. Antes de separarse, Adrián y Daniel se abrazaron con fuerza, esperanza y aprensión. Luego probaron una vez más los walkie-talkie con los que intentarían comunicarse, permanecer en contacto, y sintonizaron una de las radios del avión en la misma frecuencia. Los teléfonos no funcionaban bien por allí, conseguir cobertura era un auténtico milagro. Adrián subió a la camioneta y Daniel a la avioneta. Cuando puso en marcha el motor, la multitud se alejó unos metros hacia atrás, veloces y asustados. Luego, el aparato correteó dando botes hacia el punto de partida, mientras muchos corrían a colocarse a ambos lados de la rudimentaria pista de despegue. La Cessna rugió impetuosa en su carrera hacia el cielo dorado y limpio de la mañana. Subió y se alejó virando al este. No tardarían mucho en sobrevolar la zona, menos de media hora, calculó Adrián mirando en el mapa una vez más. Ellos, en coche, transitando aquellos carriles infames, sorteando socavones y piedras, emplearían en llegar tres horas como poco... Adrián no andaba equivocado. Desde el aire, en unos veinte minutos avistaron las chozas de la aldea. Descendieron y dieron un par de pasadas por encima de sus pocos y asombrados habitantes. Un par de hombres, unas cuantas mujeres y muchos niños. Aquello debía ser Niminiama. Introdujeron las coordenadas en el GPS y ascendieron de nuevo hasta los mil pies de altura, poniendo rumbo a la zona marcada en la carta de vuelo, donde se suponía que se alzaba el árbol gigantesco. Entre las acacias cada vez más dispersas, sobre la tierra ocre y rojiza, empezaron a asomar algunos altísimos baobabs, engrandeciéndose en el paisaje de forma inverosímil. En pequeños grupos o solitarios, se alzaban por aquí o por allá en medio de una frondosidad de arbustos llenos de espinas. Dispersos e imponentes, crecían a lo largo de muchos kilómetros cuadrados de terreno, formando una franja larga y ancha de paisaje completamente insólito e inquietante, absolutamente irreal. Sus desnudos ramajes, como dedos gigantescos, se aferraban al cielo moteado de nubes bajas. Cortaron motor y descendieron a menos de quinientos pies. Las manos de los árboles parecieron entonces querer agarrar el avioncito de juguete. Daniel pidió a Kananga que tomara los mandos, que siguiera volando en línea recta, muy atento al rumbo, a la altitud y la velocidad, él observaría con más atención afuera. Al poco, fue Kananga quien por casualidad lo avistó primero. I —o divisó a su derecha y dio un grito de admiración. Ahí estaba el baobab que buscaban, no podía ser otro, a unas cinco millas, aunque era complicado calcular tomando como referencia aquellos desproporcionados seres. Daniel cogió los cuernos y viró a la vez que metía potencia. A medida que se aproximaron pudieron comprobar sus verdaderas y soberbias dimensiones. Kananga intentaba con insistencia comunicar con el coche. La voz de Adrián contestó entre silbidos y estridencias: «¡Os recibimos!...,
roger...»
Daniel, ocupado en el vuelo rasante, y muy aturdido por la emoción, sólo acertó a darle un lacónico mensaje: «¡Lo hemos encontrado!» Mientras Daniel maniobraba de forma endiablada rastreando un lugar donde posarse, Kananga, temiendo perder el contacto por radio, se afanó en señalarles el rumbo y las coordenadas que debían tomar para llegar hasta allí. Iban a intentar aterrizar. Podrían hacerlo. Muy cerca del cíclope había un área en apariencia despejada. En cuanto tomaran tierra encenderían un gran fuego, la humareda les ayudaría a tomar la buena dirección. Y esperarían. Esperarían su llegada antes de acercarse al árbol. No soplaba un hilo de viento. El paisaje parecía detenido en una formidable fotografía en tres dimensiones tomada en otro planeta. Todo parecía inanimado, y sobre todo aquel baobab en el que se adivinaba con claridad una embocadura oscura. La entrada que Luis describía en su carta, por la que muy pronto accederían para salir de dudas...

Daniel consiguió tomar tierra con pericia y detener el avión a unos trescientos metros del árbol. Todo parecía muerto. No se escuchaba un solo ruido. Nada se movía, ni una rama, ni una hoja, nada en el entorno tenía en apariencia el más mínimo atisbo de vida. Se cercioró de que podrían volver al aire llegado el momento. Para asegurarse limpiaron de piedras un buen trecho del terreno. Esperarían allí, junto al avión, a la sombra de las alas. No se acercarían al árbol hasta que Adrián no llegara, hasta que no estuviera a su lado. El sol ya estaba alto en el cielo y el calor era asfixiante, el termómetro marcaba más de 37°. Durante la sofocante espera desbrozaron matorrales, recogieron palos secos y fueron amontonándolos formando una gran pira. Dos horas después de aterrizar la encendieron, asegurándose de que no se extendería. No consiguieron volver a contactar con el coche, que calcularon ya no debería tardar en aparecer. Por hacer más visible y negra la humareda, echaron a las llamas uno de los neumáticos de repuesto que llevaban en la bodega del avión. Luego, lo que les pareció el lejano rumor de un motor fue creciendo hasta hacerse inequívoco. Poco después distinguieron a lo lejos la polvareda que levantaba la camioneta acercándose. Una vez reunidos, comieron y bebieron algo, charlaron un buen rato, tardaron aún en atreverse a caminar hasta la boca abierta del baobab.

Los últimos pasos fueron aterradores. Aproximarse a aquella mole perdida en la nada resultó sobrecogedor. Adrián y Daniel caminaron delante, tras ellos, a sólo unos pasos, Kananga, y mucho más atrás, muy recelosos, los guías dogones. Thiemoko, poco amigo de los posibles difuntos, decidió quedarse acuclillado bajo uno de los planos de la avioneta. Prefería estar alerta, vigilar por si acaso, se excusó sombrío. Una vez estuvieron a los pies del árbol la perspectiva resultó turbadora. La inmarcesible copa se perdía en las alturas cada vez más nubladas, como un extravagante rascacielos arborescente. La boca de entrada quedaba a un metro y medio del suelo, y tendría otro metro y medio de diámetro. Se detuvieron un instante antes de aventurarse a mirar en la oscuridad. Adrián fue el primero en decidirse. Se aupó agarrándose al borde de la entrada y, asomándose, preguntó al vacío dando una voz: «¡¿Hay alguien ahí?!» La única respuesta que obtuvo fue la del eco de sus palabras y el frenético aletear de unos murciélagos. Los bichos escaparon despavoridos de la gruta para volver a entrar en seguida, huyendo de la ardiente luz del día. Todos se sobresaltaron y se sintieron ridículos por ello. Aunque desdeñaron con nerviosas burlas el miedo, supieron que habría que armarse de coraje para, de una vez por todas, penetrar en el arcano. No habían llegado hasta allí para amedrentarse de forma tan grotesca. Ayudándose el uno al otro, y con el apoyo de Kananga, Daniel y Adrián ingresaron tímidamente en la escabrosa cueva, con gran precaución. Para poder avanzar y adentrarse en las tinieblas, tuvieron que limpiar el acceso, apartar una gran maraña de espinas. Daniel se hizo un profundo corte en una mano con una de las púas, que desinfectó y vendó de mala manera. Detrás de los abrojos que cegaban la entrada, encontraron el primer signo inequívoco de que algún ser humano había pasado por allí. Una especie de enrejado, una tranquera medio caída que intentaba hacer las veces de puerta. Era una rudimentaria defensa artesanal, ramas trenzadas a mano con jiras de liana. Alguien la había colocado allí a propósito, eso era seguro. Avanzaron un poco más e intentaron iluminar el interior con sus linternas. La bóveda parecía enorme y la luz del todo insuficiente. Dentro aún revoloteaban los ratones alados arrastrando enormes velos de seda arácnida. Un olor acre, nauseabundo, les obligó a taparse la boca y la nariz con pañuelos. Los haces de luz de las lámparas se perdieron en la tenebrosidad, casi impotentes. Esperaron a que los ojos se fueran habituando a las sombras para poder ver con más claridad. Se dieron cuenta de que, desde arriba, tamizada por una densidad inimaginable de telas de araña y restos de vegetación, entraba algo de luz, muy tenue. Ese hueco ahora casi obstruido debió ser antes la «chimenea» que Luis describía en su cuaderno. Con unas varas, como dos ciegos, se movieron más hacia el interior palpando antes de pisar. Descendiendo, resbalando por una ligera pendiente. Todo el suelo era inconsistente y escurridizo. Los pies se hundían un poco más a cada paso en la putrefacta capa vegetal que lo revestía. En el centro de la gruta se alzaba un promontorio, una especie de volcán enano lleno de cenizas. Allí debía haber mantenido Luis encendido el fuego durante años. Les pareció que la escoria aún conservaba algo de calor. Era otra posible «prueba de vida» que les alentó a seguir con sus ingratas pesquisas. Subidos a lo alto del cráter enfocaron con las linternas girando alrededor. Muy lentamente, escrutando en cada recoveco, alumbrando cada pequeño rincón. Al fondo, unos metros más atrás, la figura de Kananga se recortaba a contra luz mirándoles desde la embocadura de la caverna. Casi habían desistido cuando Adrián creyó ver algo. Los dos concentraron allí los faros y quedaron petrificados. Al fondo, oculta entre bejucos y trepadoras, dentro de una recóndita oquedad en la pared, casi impenetrable, distinguieron lo que les pareció una figura humana, una especie de momia...

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