El hombre demolido (22 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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–Hola, Ben.

–No estés tan contento –gruñó Reich–. ¿Dónde demonios está Hassop? Pienso que tú seguramente…

–No es ya mi problema, Ben.

–¿Qué estás diciendo?

West exhibió los volúmenes.

–Estoy aquí sólo para dar los últimos toques a mi trabajo. Historia de mi carrera en Monarch para tus archivos.

–¡Qué!

–Sí. Te lo advertí, Ben. El gremio acaba de ordenar a Monarch que me deje en libertad. El espionaje comercial está prohibido.

–Oye, Ellery, no puedes irte ahora. Estoy en un aprieto y te necesito de veras. Alguien me preparó una trampa en el barco, esta mañana. Me salvé por un pelo. Tengo que descubrir qué pasa. Necesito un telépata.

–Lo siento, Ben.

–No tienes por qué trabajar para Monarch. Puedes seguir con un contrato privado. Servicios personales. Un contrato como el de Breen.

–¿Breen? ¿Un segundo? ¿El analista?

–Sí, mi analista.

–Ya no.

–¡Qué!

West movió afirmativamente la cabeza.

–La ordenanza salió hoy. No más prácticas exclusivas. Limitan los servicios de los telépatas. Tenemos que dedicarnos al mayor número de gente para beneficio de todos. Has perdido a Breen.

–¡Es Powell! –exclamó Reich–. Está recurriendo a todas las trampas sucias que puede encontrar para molestarme. Está tratando de endilgarme la muerte de DʼCourtney, el asqueroso mirón, Powell…

–Cállate, Ben. Powell no tiene nada que ver. Separémonos amigablemente, ¿eh? Siempre nos hemos llevado bien. Una despedida amistosa. ¿Qué me dices?

–¡Digo que te vayas al diablo! –rugió Reich y cortó la comunicación. Al piloto de la lancha le dijo en el mismo tono–: ¡Lléveme a casa!

Reich entró apresuradamente en el edificio, volviendo a encender en los corazones de sus empleados el odio y el terror. Arrojó la maleta en las manos de su ayuda de cámara, y se dirigió precipitadamente al cuarto de Breen. Estaba vacío. En el escritorio una nota breve repetía la información que le había dado West. Se encaminó a sus propias habitaciones, fue hacia el teléfono, y llamó a Gus Tate. La pantalla se aclaró y exhibió un anuncio:

SERVICIO DESCONECTADO

Reich miró un rato, cortó la comunicación y llamó a Jerry Church. La pantalla se aclaró y exhibió un anuncio:

SERVICIO DESCONECTADO

Reich cerró bruscamente la llave de contacto, se paseó por el estudio, y se acercó al fin al rincón donde brillaba la luz de su caja fuerte. Movió el dispositivo exterior, revelando el papel alveolado, y buscó en el orificio de arriba, a la izquierda, el sobrecito rojo. En el momento en que tocaba el sobre, oyó el débil ruido metálico. Saltó hacia atrás, tapándose la cara con los brazos. Una fuerte explosión, acompañada por una luz enceguecedora, conmovió el estudio. Algo golpeó el costado izquierdo de Reich lanzándolo a través de la habitación hasta la pared. El techo se desmoronó en algunos sitios.

Reich se incorporó trabajosamente, gimiendo de asombro y de furia, y arrancándose las ropas ya destrozadas para examinar el estado de su cuerpo. Estaba muy lastimado, y un dolor particularmente agudo revelaba que por lo menos tenía una costilla rota.

Oyó que el personal de la casa venía corriendo por el pasillo y les gritó:

–¡Váyanse! ¿Me oyen? ¡Váyanse! ¡Todos!

Avanzó tambaleándose entre los escombros, y comenzó a examinar los restos de su caja fuerte. Encontró el desintegrador de neuronas que le había sacado a la mujer de ojos rojos en casa de Chooka Frood. Encontró la maligna flor de acero, el cuchillo-pistola que había matado a DʼCourtney. La cámara contenía aún cuatro cartuchos sin disparar cargados con agua en cápsulas de gelatina. Reich se guardó las dos armas en los bolsillos de su nuevo traje, sacó una caja de bulbos detonadores de un cajón de su escritorio, y salió corriendo de la habitación sin fijarse en los sirvientes que lo miraban asombrados.

Jurando incesantemente, bajó al sótano y depositó la llave de su aparato aéreo en la casilla de llamada. Cuando la máquina salió del depósito, con la llave en la puerta, vio que se acercaba otro inquilino que lo miraba desde lejos. Reich movió la llave y tiró de la puerta. Se oyó un rasguido provocado, indudablemente, por una presión muy baja. Reich se arrojó al suelo. El tanque de la máquina estalló en pedazos. Por algún capricho no se incendió, lanzando a su alrededor un abanico de combustible y metales retorcidos. Reich se arrastró frenéticamente, buscó la rampa de salida, y corrió hacia la calle.

En la acera, otra vez con las ropas destrozadas, sanguinolento, cubierto de creosota, buscó desesperadamente un vehículo público. No lo encontró. Se decidió a tomar un aparato con piloto.

–¿Adónde? –le preguntó el conductor.

Reich se frotó aturdido la sangre y el aceite que le cubrían el cuerpo.

–¡Chooka Frood! –cacareó con una voz histérica.

El piloto lo dejó en Bastión Oeste 99.

Reich pasó sin detenerse junto al vociferante portero, el indignado administrador del edificio y el costoso
chargé d 'affaires
, y se metió en la oficina de Chooka Frood, una habitación de estilo victoriano amueblada con manchadas lámparas de cristal, recargados sillones y un escritorio de tapa rodante. Chooka estaba sentada ante un escritorio. Tenía una bata oscura y una expresión oscura que se transformó en alarma cuando Reich exhibió el desintegrador.

–¡Por amor de Dios, Reich! –exclamó Chooka.

–Aquí estoy, Chooka –dijo Reich con voz ronca–. Juzguemos tu suerte antes de jugarla a los dados. Ya usé una vez contigo este desintegrador, Chooka. Me gustaría mucho usarlo de nuevo.

La mujer dio un salto, alejándose del escritorio, y gritó:

–¡Magda!

Reich la tomó de un brazo y la arrastró por la habitación. Chooka tropezó con el sofá y cayó sobre él. La guardaespaldas de ojos rojos entró corriendo en la oficina. Reich estaba esperándola. Le dio un puñetazo en la nuca, y mientras la mujer caía hacia delante le hundió el talón en la espalda, aplastándola contra el piso. La mujer se retorció y le clavó las uñas en una pierna. Ignorándola, Reich le dijo a Chooka:

–Acabemos con las discusiones. ¿A qué vienen esas trampas para incautos?

–¿Qué está diciendo?

–¿Qué crees tú? Fíjate en esta sangre. He escapado a tres defunciones. ¿Hasta cuándo puedo confiar en mi suerte?

–¡No pierda la cabeza, Reich! Yo no…

–Estoy hablando de la muerte, Chooka. La muerte de veras. Vine aquí y te obligué a confesar dónde estaba la muchacha DʼCourtney, y golpeé a tu amiga y te golpeé a ti. Y ahora tú me armas estas trampas. ¿No es cierto?

Chooka sacudió la cabeza aturdidamente.

–Tres hasta ahora. En la nave que venía de Espaciolandia. En mi estudio. En mi máquina saltadora. ¿Cuántas más, Chooka?

–No he sido yo, Reich. Por favor, yo…

–Tienes que haber sido tú, Chooka. Eres la única persona que tenía un motivo. Y la única que alquila a profesionales. Todo te señala, así que no discutamos más. –Reich sacó el seguro del desintegrador–. No puedo dedicar más tiempo a una conspiradora barata con amigos tan fúnebres.

–¡Por amor de Dios! –gritó Chooka–. ¿Qué demonios tengo contra usted? Ha alborotado la casa. Ha golpeado a Magda. No es usted el primero. Y no será el último. ¡Use su cabeza!

–La he usado. Si no fuiste tú, ¿quién fue?

–Church.

–No tiene agallas. Si las tuviese, lo hubiese probado hace diez años. ¿Algún otro?

–Qué sé yo. Centenares de personas lo odian.

–Miles. ¿Pero quién pudo romper mi caja fuerte? ¿Quién pudo descifrar una combinación como ésa?

–Quizá nadie rompió la caja. Quizás alguien entró en su cabeza y leyó la combinación. Quizá…

–¡Leyó la combinación!

–Sí. Leyó la combinación. Quizá se equivoca a propósito de Church. Quizás otro telépata tiene bastantes motivos para querer meterlo en un ataúd.

–Dios mío –murmuró Reich–. Oh, Dios mío…, sí.

–Church.

–No, Powell.

–¿El policía?

–El policía, Powell. Sí, San Lincoln Powell. ¡Sí! –Las palabras comenzaron a surgir a torrentes de la boca de Reich–. ¡Sí, Powell! El hijo de perra está valiéndose de argucias porque lo vencí de veras. No ha podido presentar el caso. Sólo le quedan ahora estas trampas…

–Está loco, Reich.

–¿Lo estoy? ¿Por qué me sacó a Ellery y a Breen? Sabe que sólo tengo una defensa: los telépatas. Es Powell.

–¿Pero un policía, Reich, un policía?

–¡Sí, un policía! –gritó Reich–. ¿Por qué no? Está a salvo. ¿Quién sospechará de él? Una posición inteligente. Yo habría hecho lo mismo. Muy bien… ¡Ahora seré yo quien pondrá las trampas!

Pateó a la mujer de los ojos rojos, se acercó a Chooka y la obligó a incorporarse.

–Llama a Powell.

–¿Qué?

–¡Llama a Powell! –aulló Reich–. Lincoln Powell. Llámalo a su casa. Dile que venga enseguida.

–No, Reich.

Reich sacudió a la mujer.

–Óyeme, gerenta de prostíbulos. Bastión Oeste es propiedad de la sociedad DʼCourtney. Ahora que el viejo DʼCourtney ha muerto, seré el dueño de Bastión Oeste. Seré el dueño de esta casa. Seré tu dueño, Chooka. ¿Quieres continuar tus negocios? ¡Llama a Powell!

La mujer clavó los ojos en aquel rostro lívido, leyéndole deliberadamente el pensamiento, comprendiendo que decía la verdad.

–Pero no tengo ninguna excusa, Reich.

–Un momento, un momento. –Reich reflexionó un rato y al fin sacó del bolsillo el revólver-estilete y se lo entregó a Chooka–. Enséñale esto. Dile que la chica DʼCourtney lo dejó aquí.

–¿Qué es?

–El arma que mató a DʼCourtney.

–Por el amor de… ¡Reich!

Reich se rio.

–No le servirá de nada. Cuando Powell te ponga las manos encima, caerá en la trampa. Llámalo. Muéstrale el revólver. Dile que venga.

Reich empujó a Chooka hacia el teléfono, la siguió y se situó a un lado de la pantalla, como para no ser visto por Powell. En la mano esgrimía el desintegrador. Chooka comprendió lo que eso quería decir.

Marcó el número de Powell. Mary Noyes apareció en la pantalla, escuchó a Chooka y llamó a Powell. El prefecto exhibió un rostro delgado y serio, con grandes ojeras.

–Tengo… tengo algo que usted necesita, quizá, señor Powell –tartamudeó Chooka–. Acabo de encontrarlo. Aquella chica que usted se llevó. Lo dejó aquí.

–¿Dejó qué, Chooka?

–El arma que mató a su padre.

–¡No! –El rostro de Powell se animó de pronto–. Muéstremela, Chooka.

Chooka exhibió el cuchillo-revólver.

–¡Lo es, por todos los cielos! –exclamó Powell–. Quizá logre algo al fin. No se mueva de ahí, Chooka. Llegaré tan pronto como pueda.

La pantalla se oscureció. Reich se mordió los labios y sintió el gusto de la sangre. Volvió la espalda a la pantalla, dejó la Casa del Arco Iris y buscó una máquina saltadora. Introdujo medio crédito en la cerradura, abrió la puerta y se metió dentro. Mientras se elevaba con un ruido sibilante, comprendió oscuramente que no estaba en condiciones de pilotar el aparato, ni de preparar una trampa.

–No trates de pensar –se dijo a sí mismo–. No trates de hacer planes. Que tu instinto te guíe. Eres un criminal. Un criminal nato. Espera el momento y mata.

Se dominó, dirigió el aparato hacia la rampa de Hudson, y comenzó a volar entre los enloquecidos vientos del norte. El instinto criminal lo llevó a destrozar la máquina en el jardín de Powell. No sabía por qué. Mientras abría la retorcida portezuela, una voz metálica dijo:

–Atención, por favor. Es usted el responsable de los daños ocasionados por su vehículo. Por favor, deje su nombre y su dirección. Si nos vemos obligados a perseguirlo, tendrá que hacerse cargo de los costos. Gracias.

–Tendré que hacerme cargo de daños muchos mayores –gruñó Reich–. Bienvenido.

Se arrojó bajo unos matorrales y esperó con el desintegrador en la mano. Comprendió entonces por qué había destrozado la máquina. La muchacha que había atendido el teléfono de Powell salió al jardín. Nadie la siguió. Estaba sola. Reich dejó de un salto los matorrales, y la muchacha se dio vuelta, instantáneamente. Una ésper. Reich colocó el gatillo en primera posición. La muchacha se endureció y tembló… No podía salvarse.

En el momento en que Reich iba a llevar el gatillo a la tercera posición, el instinto lo detuvo. De pronto vio la trampa que podía prepararle a Powell. Matar a la mujer en el interior de la casa. Sembrar el cadáver con bulbos detonadores y dejar ese cebo para Powell. El sudor cubrió la frente de la muchacha. Le temblaban los labios. Reich la tomó por el brazo y la llevó al interior del edificio. La muchacha caminó a su lado, rígidamente, como un muñeco.

Dentro de la casa, Reich atravesó con la muchacha la cocina, y entró en el vestíbulo. Encontró un sofá largo y moderno, y arrojó en él a la joven. La muchacha luchó contra Reich con todo su cuerpo. Reich sonrió salvajemente, se inclinó hacia ella y la besó en la boca.

–Cariños a Powell –dijo y dio un paso atrás, levantando el desintegrador. Enseguida volvió a bajarlo.

Alguien lo observaba.

Se volvió sin darse cuenta, y lanzó una rápida ojeada por la habitación. No había nadie. Miró otra vez a la muchacha y dijo:

–¿Hace eso con ondas TP?

Volvió a levantar el revólver. Y volvió a bajarlo.

Alguien lo observaba.

Esta vez Reich recorrió el vestíbulo, buscando detrás de los sillones, en el interior de los armarios. No había nadie. Examinó la cocina y el baño. Nadie. Volvió al vestíbulo y a Mary Noyes. Luego pensó en el piso de arriba. Se acercó a las escaleras, comenzó a subir, y se detuvo de pronto como paralizado por un rayo.

Alguien lo observaba.

La joven estaba en lo alto de las escaleras, arrodillada, y mirándolo por entre los barrotes del pasamanos, como una niña. Estaba vestida de un modo infantil, con un vestido apretado, y tenía el pelo recogido y atado con una cinta azul. Miraba a Reich con esa rara y traviesa mirada de los niños. Barbara DʼCourtney.

–Hola –dijo la muchacha.

Reich comenzó a temblar.

–Soy Baba –continuó la muchacha.

Reich la saludó débilmente.

La muchacha se incorporó y bajó las escaleras, tomándose con cuidado del pasamanos.

–No me dejan bajar –dijo–. ¿Eres amigo de papá?

Reich respiró hondamente.

–Yo… yo… –tartamudeó.

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