Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–Papá tuvo que salir –balbuceó la joven– pero vendrá pronto. Me lo dijo. Si soy una niña buena me traerá un regalo. Es difícil ser buena. ¿Tú eres bueno?
–¿Su padre? ¿V-vuelve? ¿Su
padre
?
La muchacha dijo que sí con la cabeza.
–¿Estás jugando con la tía Mary? Le diste un beso. Yo lo vi. Papá también me besa. Me gusta. ¿Le gusta a tía Mary? –La muchacha tomó confiadamente la mano de Reich–. Cuando crezca me casaré con papá y seré su niña para siempre. ¿Tienes tú una niña?
Reich la miró a la cara.
–¿Está burlándose de mí? –le preguntó con voz ronca–. ¿Cree que me va a pescar? ¿Qué le dijo a Powell?
–Ése es mi papá –dijo Barbara–. Cuando le pregunto por qué no nos llamamos igual pone una cara graciosa. ¿Cómo te llamas tú?
–¡Le he preguntado algo! –gritó Reich–. ¿Qué le dijo a Powell? ¿A quién cree que engaña con esa comedia? ¡Contésteme!
La joven miró a Powell desconcertada, y luego se echó a llorar, tratando de alejarse. Reich la retuvo.
–Me voy –sollozó la joven–. ¡Déjeme!
–Me contestará.
–Déjeme.
Reich la arrastró desde el pie de la escalera hasta el sofá donde aún estaba Mary Noyes, paralizada. Arrojó a Barbara DʼCourtney junto a Mary, y dio un paso atrás alzando el desintegrador. De pronto, Barbara se estiró en su asiento, como si escuchase algo. Su rostro perdió aquella expresión infantil y se hizo firme y duro. Estiró las piernas, saltó del sofá, se detuvo, e hizo el ademán de abrir una puerta. Echó a correr, con el pelo rubio y suelto, los ojos oscuros alarmados…, un relámpago de salvaje belleza.
–¡Papá! –gritó–. ¡Por el amor de Dios! ¡Papá!
El corazón de Reich dio un salto. La muchacha corrió hacia él. Reich se adelantó. La muchacha se detuvo, retrocedió y corrió hacia la izquierda describiendo semicírculos, gritando, con los ojos clavados en el espacio.
–¡No! –gritó Barbara–. ¡No! ¡Por el amor de Cristo! ¡Papá!
Reich giró sobre sí mismo y se lanzó hacia la muchacha. Esta vez la alcanzó mientras ella corría, gritando. Reich gritó con ella. La muchacha se endureció de pronto y se llevó las manos a los oídos. Reich se encontró otra vez en el cuarto de la orquídea. Oyó la explosión y vio la sangre y los sesos que brotaban de la nuca de DʼCourtney. Sacudido por espasmos galvánicos, tuvo que soltar a la muchacha. Barbara DʼCourtney cayó de rodillas y se arrastró por el piso.
Reich vio cómo se inclinaba sobre el cuerpo de cera.
Jadeó y se golpeó los nudillos, unos contra otros, tratando de ordenar sus pensamientos y de alterar rápidamente sus planes. No había contado con un testigo. Maldito Powell. Tendría que matar a Barbara DʼCourtney. Podría arreglarse con un doble crimen en… No. No un crimen. Una trampa. Maldito Tate. Un momento. No estaba en la casa Beaumont. Estaba… en…
–Rampa de Hudson treinta y tres –dijo Powell desde la puerta de la calle. Reich dio un salto, se agachó automáticamente y apoyó el desintegrador en el codo izquierdo como le habían enseñado los asesinos de Quizzard.
Powell se hizo a un lado.
–No lo intente –dijo.
–¡Hijo de perra! –gritó Reich. Se volvió hacia Powell, que ya se había apartado otra vez de la línea de fuego–. ¡Mirón maldito! ¡Sucio, estúpido, hijo de…!
Powell saltó hacia la izquierda, se volvió, ya al lado de Reich, y lanzó un puñetazo al complejo cubital. El desintegrador rodó por el suelo. Reich se abrazó a Powell, golpeando, arrastrándose, embistiendo, jurando histéricamente. Powell lo golpeó tres veces, en la ingle, en el vientre, en la nuca. El efecto fue el de una parálisis espinal. Reich se derrumbó, vomitando, sangrando por la nariz.
–Hermano, creías que sólo tú sabías pelear –gruñó Powell. Se acercó a Barbara DʼCourtney, que seguía arrodillada en el piso, y la puso de pie.
–¿Estás bien, Barbara? –dilo.
–Hola, papá. Tuve un sueño feo.
–Ya lo sé, querida. Fue necesario. Un experimento con ese grandísimo zoquete.
–Dame un beso.
Powell le besó la frente.
–Estás creciendo muy rápido –dijo sonriendo–. Ayer hablabas como una niñita.
–Estoy creciendo porque prometiste esperarme.
–Te lo prometí de veras, Barbara. ¿Puedes subir las escaleras por tus propios medios o tendré que llevarte en brazos… como anoche?
–Puedo subir sola.
–Muy bien, querida. Vete a tu cuarto.
Barbara se dirigió a la escalera, se tomó firmemente del pasamanos y comenzó a subir. Poco antes de llegar a la cima, lanzó una mirada a Reich y le sacó la lengua. Luego desapareció. Powell cruzó la habitación acercándose a Mary Noyes. Le tomó el pulso, y la acostó en el sofá.
–Primera posición, ¿eh? –le preguntó a Reich–. Doloroso, pero se recuperará en menos de una hora. –Volvió hacia Reich, y lo miró fijamente con el rostro endurecido por la ira–. Tendría que hacerle pagar por lo de Mary, pero ¿para qué? No le enseñaría nada. Pobre bastardo… No es usted nada bueno.
–¡Máteme! –gruñó Reich–. ¡Máteme, o permítame que me incorpore y entonces, por Cristo, lo mataré a usted!
Powell recogió el desintegrador y miró a Reich.
–Trate de flexionar los músculos. Esas parálisis duran unos pocos instantes. –Se sentó con el desintegrador en las rodillas–.
–Ha cometido usted un grave error. A los cinco minutos de dejar esta habitación comprendí que la historia de Chooka era falsa. Fue idea suya, naturalmente.
–¡Es usted el falso! –gritó Reich–. Usted y su moral y su charla elevada. Usted y su maldita…
–Chooka dijo que el revólver había matado a DʼCourtney –continuó Powell, imperturbable–. Es cierto, pero nadie sabe qué mató a DʼCourtney… salvo usted y yo. Así que me volví. Tardé bastante. Casi demasiado… Trate de incorporarse ahora. No puede sentirse tan mal.
Reich intentó ponerse de pie, respirando pesadamente. De pronto metió una mano en el bolsillo y sacó los bulbos detonadores. Powell se echó hacia atrás en la silla y le golpeó el pecho con el talón. Los bulbos volaron por el cuarto. Reich cayó hacia atrás derrumbándose en un sofá.
–¿Cuándo comprenderán ustedes que no pueden sorprender a un telépata? –dijo Powell recogiendo los bulbos–. Se ha traído todo un arsenal, ¿eh? Parece como si le importara más estar muerto que en libertad. Note que digo en libertad. No inocente.
–En libertad ¿durante cuánto tiempo? –murmuró Reich–. Nunca hablé de inocencia. Pero en libertad, ¿cuánto tiempo?
–Siempre. Yo tenía un caso perfecto contra usted. Con todos los detalles. Lo comprobé otra vez al leerle la mente hace un rato, cuando lo encontré con Barbara. Todos los detalles menos uno, y se hizo pedazos mi investigación. Es usted un hombre libre, Reich. Hemos archivado su caso.
Reich lo miró fijamente.
–¿Han archivado mi caso?
–Sí. No tiene solución. Me declaro vencido. Puede abandonar las armas, Reich. Vuelva a sus negocios. Nadie va a molestarlo.
–¡Miente! Ésta es otra de sus trampas. Usted…
–No. Voy a explicárselo. Sé todo de usted… Cuánto dinero le ofreció a Gus Tate… Qué le prometió a Jerry Church… Dónde encontró el juego de la sardina… Cómo utilizó las cápsulas de rodopsina de Jordan… Cómo vació aquellos cartuchos y volvió a llenarlos con agua… Una cadena perfecta de pruebas. Oportunidad y método. Pero me falló el motivo. Las cortes exigen un motivo y yo no lo pude descubrir. Así que está usted en libertad.
–¡Mentiroso!
–Claro que pude haber olvidado el motivo y seguir adelante… Pero era un arma demasiado pequeña. Como disparar con un rifle de aire comprimido después de haber fallado con un cañón. Usted se salvaría otra vez. Mis únicos testigos hubiesen sido un ésper y una muchacha enferma. Yo…
–Mentiroso –gruñó Reich–. Hipócrita. Mirón mentiroso. ¿Tengo que creerle? ¿Tengo que seguir escuchándolo? Usted no tiene nada, Powell. ¡Nada! Lo he derrotado en todos los aspectos. Por eso me prepara trampas. Por eso usted… –Reich se interrumpió y se golpeó la frente–. Y ésta es la mayor de todas las trampas. Y yo caí en ella. Qué tonto soy. Qué…
–Cállese –exclamó Powell–. Cuando comienza a desvariar no puedo examinarlo. ¿Qué es eso de las trampas? A ver, píenselo.
Reich lanzó una furiosa carcajada.
–Como si no lo supiese… Mi antecámara en la nave… Mi caja fuerte… Mi máquina voladora…
Durante casi un minuto Powell miró a Reich, absorbiendo, digiriendo. Luego se puso pálido y comenzó a respirar entrecortadamente.
–Dios mío –dijo–. Dios mío. –Se incorporó y comenzó a pasearse–. Eso es… Eso lo explica todo… Y el Viejo Moisés tenía razón. Motivo pasional, y nosotros creímos que estaba jugando… Y la imagen melliza de Barbara… Y el sentimiento de culpa de DʼCourtney… No es raro que no nos haya matado en casa de Chooka… Pero el crimen ya no tiene importancia. Hay algo más profundo. Mucho más profundo. Y peligroso… Más de lo que creí.
Powell se detuvo, se dio vuelta y miró a Reich con unos ojos brillantes.
–Si pudiera matarlo a usted –exclamó– le retorcería el pescuezo, lo haría pedazos y lo colgaría en una horca galáctica, y el universo me daría su bendición. ¿Sabe lo peligroso que es usted? ¿Conoce una plaga su peligrosidad? ¿La muerte es consciente de sí misma?
Reich miró a Powell con ojos asombrados. El prefecto sacudió la cabeza.
–¿Por qué se lo pregunto? –murmuró–. No sabe de qué hablo. Nunca lo sabrá.
Se encaminó hacia un armario, sacó dos ampollas de brandy y se las metió a Reich en la boca.
–Tráguelas –le dijo–. Quiero que se domine y que me escuche. ¿Quiere un poco de butileno? ¿Ácido tírico? ¿Puede arreglárselas sin drogas?
Reich se atragantó con el brandy y farfulló enojado. Powell lo sacudió serenamente.
–Óigame bien –dijo–. Voy a decirle la mitad por lo menos. Trate de entenderme. Su caso está archivado. Está archivado a causa de esas trampas. Si me hubiese enterado antes, no habría comenzado mi investigación. Habría abjurado del gremio y lo habría matado a usted. Trate de entenderlo, Reich.
Reich dejó de farfullar.
–No pude encontrar el motivo del crimen. Me faltó eso. Cuando usted le ofreció la unión a DʼCourtney, éste aceptó. Le envió como respuesta WWHG. Es decir, «acepto». Usted no tenía por qué matarlo. Tenía que dejarlo vivir.
Reich palideció. La cabeza comenzó a bamboleársele desordenadamente.
–No. No. WWHG. Oferta rechazada. Rechazada. ¡Rechazada!
–Aceptada.
–No. El bastardo me rechazó. Él…
–Aceptó, Reich. Cuando supe que DʼCourtney había aceptado su oferta me di por vencido. No podía llevar el caso a la corte. Pero yo no le puse esas trampas, Reich. No forcé la puerta de su antecámara. No planté en los cepillos esos bulbos detonadores. No soy el hombre que trata de asesinarlo, Reich. Ese hombre desea su muerte porque sabe que yo no puedo atraparlo. Sabe que está usted a salvo de la demolición. Ha sabido siempre lo que acabo de descubrir: que es usted el mortal enemigo de todo su futuro.
Reich trató de hablar. Se levantó de la silla gesticulando débilmente. Y al fin dijo:
–¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?
–Su viejo enemigo, Reich. Un hombre del que usted nunca podrá escapar. Nunca podrá alejarse de él…, esconderse de él…, y ruego a Dios que no pueda salvarse de él.
–¿Quién es, Powell? ¿QUIÉN ES?
–El hombre sin cara.
Reich lanzó un grito gutural de dolor. Luego dio media vuelta y salió tambaleándose de la casa.
Tensión, compresión y comienza la disensión. Tensión, compresión y comienza la disensión.
Tensión, compresión y comienza la disensión.
–¡Cállate! –gritó Reich.
Ocho, señor;
siete, señor;
seis, señor;
cinco, señor;
–¡Por el amor de Dios! ¡Cállate!
cuatro, señor;
tres, señor;
dos, señor;
¡uno!
–Tienes que pensar. ¿Por qué no piensas? ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué no piensas?
Tensión, compresión, y…
–Piensa. Sabes que mentía. Note equivocaste aquella vez. Una trampa de veras. WWHG. Rechazo. Rechazo. ¿Pero por qué mentía? ¿De qué le sirve eso?
…comienza la disensión…
–El hombre sin cara. Breen se lo contó quizá. O Gus Tate. ¡Piensa!
Tensión…
–El hombre sin cara no existe. Sólo es un sueño. ¡Una pesadilla!
Compresión…
–Pero, ¿y las trampas? ¿Qué pasa con las trampas? Me tuvo a su merced en su casa. ¿Por qué no apretó el gatillo? Me dijo que nadie me perseguía. ¿Qué se propone?
¡Piensa!
Disensión…
Una mano le tocó el hombro.
–¿Señor Reich?
–¿Qué?
–¿Señor Reich?
–¿Qué? ¿Quién es?
Reich abrió los ojos. Sintió la lluvia que caía pesadamente. Estaba tendido de costado, con las rodillas levantadas, los brazos recogidos, la mejilla en el barro. Estaba empapado, temblando de frío, en la explanada de la Bomba.
A su alrededor los árboles mojados suspiraban. Una figura se inclinaba hacia él.
–¿Quién es usted?
–Galen Chervil, señor Reich.
¿Quién?
–Galen Chervil, señor. De la fiesta de María Beaumont. ¿Puedo devolverle aquel favor?
–¡No me lea el pensamiento! –gritó Reich.
–No, señor Reich. No lo hacemos cuando… –El joven Chervil se interrumpió–. Ignoraba que usted supiese que yo era un ésper. Será mejor que se levante, señor.
Tomó a Reich por el brazo y tiró hacia arriba. Reich lanzó un chillido y se soltó. El joven Chervil lo tomó entonces por los hombros y lo puso de pie, examinándolo.
–¿Lo asaltaron, señor Reich?
–¿Qué? No. No…
–¿Un accidente?
–No. No, yo… ¡Oh, en nombre de Dios! –gritó Reich–. ¡Váyase al diablo y déjeme solo!
–Muy bien, señor. Pensé que le debía un favor, pero…
–Un momento –interrumpió Reich–. Vuelva.
Se tomó del tronco de un árbol y se apoyó en él, jadeando roncamente. Por fin se enderezó y miró a Chervil con unos ojos sanguinolentos.
–¿En serio me haría un favor?
–Naturalmente, señor Reich.
–Sin hacer preguntas. Sin ir luego contando cuentos.
–Claro que sí, señor Reich.
–Se trata de un crimen, Chervil. Quiero averiguar quién intenta matarme. ¿Me haría usted el favor? ¿Le leería el pensamiento a alguien?
–Imagino que la policía…
–¿La policía? –Reich miró como un histérico y se abrazó a sí mismo agónicamente al sentir la costilla rota–. Quiero que le lea el pensamiento a un policía, Chervil. Un policía muy importante. El comisionado de policía, ¿entiende?