El hombre inquieto (48 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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Sin embargo, permaneció sentado en el banco y, sobre todo gracias al alcohol, logró contener el llanto aun cuando vio la tristeza que embargaba a Lilja Blooms, que estaba a su lado. El ataúd se le antojó una isla desierta como arrojada en el mar, un escondite y, al mismo tiempo, el último reposo de una mujer a la que él amó una vez.

Por alguna razón que se le ocultaba, evocó de pronto la imagen de Håkan von Enke. Irritado, la apartó de su pensamiento.

Empezaba a estar borracho. Era como si la ceremonia no fuese con él. Cuando terminó y Lilja Blooms se acercó a saludar y darle el pésame a la madre de Baiba, Wallander se apresuró a salir discretamente del templo. No se volvió a mirar siquiera, se fue derecho de vuelta al hotel y le pidió a la recepcionista que le ayudase a cambiar el vuelo. Tenía planes de quedarse hasta el día siguiente, pero ahora deseaba marcharse de allí lo antes posible. Encontró una plaza en un vuelo a Copenhague aquella misma tarde. Recogió su escaso equipaje y, con el traje del entierro, abandonó el hotel en un taxi, temeroso de que Lilja Blooms apareciese en su busca. Hubo de esperar cerca de tres horas sentado en un banco, delante del edificio de la terminal, hasta que llegó la hora de pasar el control de pasaportes.

Ya a bordo del avión continuó bebiendo. Una vez en Ystad, tomó un taxi y, cuando llegó a casa, estuvo a punto de caer al suelo al salir del coche.
Jussi
estaba, como siempre que él se ausentaba, en casa de los vecinos, pero decidió ir a buscarlo al día siguiente.

Cayó en la cama derrotado, durmió profundamente y, cuando despertó poco antes de las nueve de la mañana, se sentía como nuevo. Sin embargo, lo embargaba un hondo remordimiento por haber huido de la iglesia sin despedirse de Lilja siquiera. Ahora tendría que llamarla, dentro de unos días, para presentarle una excusa aceptable. Pero ¿cómo podría excusarse?

Se encontraba mareado cuando se despertó por la mañana. No daba con ningún analgésico, pese que rebuscó en todos los rincones del baño y también en los cajones de la cocina. Puesto que no soportaba la idea de coger el coche para ir a Ystad, fue a preguntarle a la vecina más próxima si tenía alguna pastilla. Las disolvió en un vaso de agua allí mismo y se las tomó, y la mujer le dio algunas más para que se las llevase a casa.

Cuando volvió, encerró a
Jussi
. La lucecita del contestador parpadeaba. Sten Nordlander lo había llamado. Wallander buscó su número de móvil y le devolvió la llamada. El viento rugía alrededor de Sten Nordlander cuando éste respondió.

—¡Te llamo dentro de un rato! —le gritó—. ¡En cuanto encuentre un lugar al socaire!

—Estoy en casa.

—Vale, llamo dentro de diez minutos. Oye…, ¿estás bien?

—Sí.

—De acuerdo, hasta ahora.

Wallander se sentó en la cocina a esperar la llamada. Jussi daba vueltas en su caseta, olisqueando el rastro de la visita de algún ratón o de algún pájaro. De vez en cuando, echaba una ojeada a la ventana de la cocina. Wallander alzó la mano y lo saludó.
Jussi
no reaccionó, no lo había visto, aunque sabía que él estaba allí dentro. Wallander abrió la ventana y
Jussi
empezó a agitar la cola enseguida y se levantó sobre las patas traseras, apoyando las delanteras en la valla.

Al cabo de un rato sonó el teléfono. Sten Nordlander había hallado donde resguardarse del viento, que ya no se oía.

—Salí a navegar —le dijo—. Estoy en un islote, apenas un atolón, cerca de Möja. ¿Sabes dónde está?

—No.

—En lo más remoto del archipiélago de Estocolmo. Esto es muy hermoso.

—Tu llamada fue muy oportuna —le dijo Wallander—. Ha habido novedades. En realidad, tendría que haberte llamado yo. Håkan ha aparecido.

Wallander le sintetizó lo ocurrido.

—¡Qué curioso! —exclamó Sten Nordlander—. Justo me acordé de él al bajar a tierra.

—¿Por alguna razón especial?

—Bueno, a él le gustan las islas. Una vez me contó que había soñado con visitar las islas de todos los mares del mundo.

—¿Sabes si alguna vez intentó hacerlo realidad?

—No lo creo. A Louise no le gustaba ni volar ni viajar en barco.

—¿Y no les causó problemas esa disparidad de ambiciones?

—No, que yo sepa. Se querían mucho. Los sueños tienen un valor intrínseco, aunque no se hagan realidad.

La conexión no era muy buena, el islote en que se encontraba Sten Nordlander se hallaba en el límite de la zona de cobertura. Acordaron que llamaría a Wallander cuando volviese a la península.

Wallander dejó el teléfono sobre la mesa muy despacio, se quedó inmóvil. De repente experimentó la intensa sensación de que sabía dónde se encontraba Håkan von Enke. Sten Nordlander le había indicado la dirección que debía seguir.

No había modo de estar seguro, no tenía pruebas. Aun así, lo sabía.

Recordó un libro que había en la estantería de la habitación de Signe von Enke, además de los libros de Babar. El cuento de La bella durmiente. «He dormido un largo sueño», se dijo Wallander. «Debería haber comprendido mucho antes dónde se encuentra. Por fin he despertado.»

Ciertamente estaba haciéndose viejo, pues apenas veía lo que tenía delante.

Jussi
soltó un ladrido. Wallander salió a darle de comer.

Al día siguiente, bien temprano, se sentó al volante. La mujer del labriego vecino se sorprendió al verlo aparecer para dejarle a
Jussi
otra vez.

Le preguntó cuánto tiempo estaría fuera y él le dijo la verdad.

No lo sabía. No tenía la menor idea.

30

El barco que logró alquilar era una lancha descubierta de apenas seis metros de eslora, con una hélice de popa de la marca Evinrude, de siete caballos. Además, el arrendador de la lancha le prestó también una carta marítima. Eligió aquella embarcación porque, debido a su tamaño, no le resultaría difícil manejarla a remo, como suponía que se vería obligado a hacer. Cuando firmó el contrato de alquiler, sacó su carnet de policía. El hombre dio un respingo.

—No pasa nada —lo tranquilizó Wallander—. Necesito un tanque adicional de gasolina. Puede que te devuelva la lancha mañana mismo, o puede que tarde unos días. Como has tomado nota del número de mi tarjeta de crédito, puedes estar seguro de que vas a cobrar.

—Visita de la policía —dijo el hombre un tanto suspicaz—. ¿Ha sucedido algo?

—No, nada, sólo quiero darle una sorpresa a un buen amigo que cumple cincuenta. —Wallander no había preparado aquella mentira, pero se le daba bien improvisar subterfugios y ya se le ocurrían sin esfuerzo.

La lancha estaba atracada entre dos embarcaciones de motor y de mayor tamaño, una de ellas de la marca Storö. El motor no tenía encendido eléctrico, pero se puso en marcha en cuanto Wallander tiró del cordón de arranque. El arrendador, que tenía acento finés, le garantizó que el motor era de fiar.

—Yo mismo uso esta lancha para pescar —le aseguró—. El problema es que ya casi no hay peces. Pero bueno, yo salgo a pescar de todos modos.

Eran las cuatro de la tarde. Wallander había llegado a Valdemarsvik una hora antes. Comió en el que parecía el único restaurante del pueblo y buscó el local de alquiler de barcos, que estaba muy cerca de allí, en un lado de la bahía. Wallander había preparado una mochila en la que, entre otras cosas, llevaba unas linternas y una bolsa de comida. También llevaba ropa de abrigo, aunque a aquella hora de la tarde hacía calor.

De camino a Östergötland, se enfrentó a varios aguaceros. En una ocasión, cuando se encontraba cerca de Ronneby, llovía tan fuerte que se vio obligado a detenerse en un aparcamiento y aguardar hasta que pasara. Mientras que escuchaba el tamborileo de la lluvia contra el techo del coche y veía el agua chorrear por el parabrisas, se preguntó si no se habría equivocado en su razonamiento. ¿Lo habría defraudado su olfato o le habría ayudado a interpretar la situación correctamente, como en tantas otras ocasiones anteriores?

Se quedó en el aparcamiento cerca de media hora, sumido en sus pensamientos, hasta que cesó la lluvia. Continuó y, finalmente, llegó a Valdemarsvik. Ya había escampado y apenas soplaba el viento. El agua de la bahía espumeaba al soplo de leves ráfagas de viento que iban y venían.

Olía a fango, a cieno. Recordaba el olor de la última vez que estuvo allí.

Wallander puso el motor en marcha. El hombre que le había alquilado la lancha se quedó mirándolo un buen rato antes de volver a su oficina. Wallander había decidido salir de la larga bahía mientras hubiese luz del día. Después atracaría en algún sitio y aguardaría la caída de la tarde y el ocaso estival. Intentó calcular en qué fase se hallaba la luna, pero sin éxito. Podría haber llamado a Linda. Pero dado que no deseaba revelarle adónde iba ni el motivo del viaje, no lo hizo. Cuando hubiese salido de la bahía, eso sí, llamaría a Martinsson. Si es que llamaba a alguien. La misión que se había impuesto a sí mismo no dependía de la luz lunar ni de la oscuridad pero, sencillamente, quería saber qué lo aguardaba.

Cuando atisbó mar abierto entre las islas que tenía delante, dejó el motor encendido y estudió con atención la carta marina plastificada que llevaba consigo. Una vez que se hubo orientado y que estuvo seguro de dónde se encontraba, eligió un lugar, no demasiado alejado de su destino, donde poder aguardar el anochecer. Sin embargo, resultó que estaba ocupado. En efecto, junto a las rocas habían atracado ya varios barcos. Continuó hasta encontrar un islote, no mucho mayor que un atolón con unos cuantos árboles, hasta cuya orilla podría remar después de apagar el motor. Se puso la cazadora, se apoyó en uno de los árboles y tomó un poco de café del termo. Luego, llamó a Martinsson. Una vez más, fue una niña quien atendió el teléfono, quizá la misma de la vez anterior. Al cabo de unos segundos, se puso Martinsson al aparato.

—Tienes suerte —le dijo—. Mi nieta va a convertirse en tu secretaria.

—Oye…, la luna… —dijo Wallander.

—¿Qué le pasa a la luna?

—Espera, vas demasiado deprisa con tus preguntas, aún no he terminado.

—Perdona. Es que los nietos exigen atención constante.

—Sí, lo comprendo. Y no te molestaría si no fuese importante. ¿Tienes un almanaque? ¿En qué fase se encuentra la luna ahora?

—¡Ajá! La luna… ¿Es ésa la pregunta que querías hacerme? ¿Acaso has emprendido alguna aventura astronómica?

—Puede. Pero bueno, ¿puedes decírmelo o no?

—Tendrás que esperar un poco.

Martinsson dejó el teléfono. Por el tono de voz de Wallander, dedujo que éste no pensaba ofrecerle la menor explicación.

—Hay luna nueva —dijo cuando volvió al auricular—. Una delgada franja lunar. A menos que te encuentres en un lugar distinto de Suecia, claro.

—No, no, estoy aquí. Gracias por tu ayuda —le respondió Wallander—. Te lo explicaré algún día.

—Estoy acostumbrado a esperar.

—¿A esperar qué?

—Explicaciones. Incluso de mis hijos, cuando no hacen lo que les digo. Claro que eso ocurría sobre todo cuando eran más jóvenes.

—Sí, a mí me pasaba otro tanto con Linda —convino Wallander, en un intento por mostrar interés.

Le dio las gracias una vez más por ayudarle con la fase de la luna y concluyó la conversación. Se tomó un par de bocadillos y se tumbó en el suelo, con una piedra de almohadón.

El dolor apareció como de ninguna parte. Estaba tumbado, mirando al cielo, unas gaviotas chillaban a lo lejos, cuando de repente sintió el latigazo en el brazo izquierdo, un dolor que se extendió por el pecho y el estómago. Al principio creyó que se debía a las molestias causadas por alguna arista de la roca. Luego tomó conciencia de que el dolor procedía del interior y pensó que estaba sucediendo lo que tanto había temido: estaba sufriendo un infarto.

Yacía inmóvil, rígido y aterrado, conteniendo la respiración, temeroso de que un nuevo suspiro extinguiese los últimos restos de la capacidad de su corazón para latir.

El recuerdo de la muerte de su madre se le impuso súbitamente con toda claridad. Era como si sus últimos minutos de vida se representasen allí mismo, ante él. No tenía más de cincuenta años cuando murió. Ella se pasó la vida trabajando, intentando mantener a flote el matrimonio con aquel marido tan voluble, sus ingresos, siempre irregulares y poco seguros y sus dos hijos Kurt y Kristina. Entonces vivían en Limhamn, donde compartían casa con otra familia que el padre de Wallander no soportaba. El padre era un conductor de trenes, un hombre que no le había hecho daño a nadie pero que, en una ocasión, por pura amabilidad, se le ocurrió preguntar si no sería para él más relajante pintar, durante un período, otros motivos distintos del siempre repetido paisaje. Wallander oyó la conversación. Nils Persson, que así se llamaba el conductor de trenes, recurrió al ejemplo de su propia vida profesional. Después de un largo período de constantes viajes entre Malmö y Alvesta, se alegró mucho cuando lo cambiaron al expreso de Gotemburgo que a veces llegaba incluso hasta Oslo. El padre de Wallander montó en cólera, por supuesto, y dio por terminada la relación con los vecinos. Naturalmente, la madre de Wallander tuvo que mediar para restablecer una convivencia soportable.

Murió de forma repentina, una tarde de principios de otoño, en 1962. Había salido al pequeño jardín a tender la colada. Wallander acababa de llegar del colegio y estaba sentado a la mesa de la cocina, merendando unos bocadillos. En un momento dado se volvió a mirar por la ventana y la vio con las pinzas de la ropa y una funda de almohadón en las manos. Luego volvió a concentrarse en su merienda. La siguiente vez que miró se la encontró arrodillada, presionándose el pecho con ambas manos. En un primer momento pensó que se le había caído algo, pero luego la vio caer de costado, despacio, como si quisiera resistirse hasta el último instante. Él salió a la carrera, gritando su nombre, pero ya era imposible salvarla. El médico que le practicó la autopsia dijo que había sido un infarto masivo. Aunque hubiese estado en el hospital cuando sucedió no habrían podido salvarla.

Y él recreaba ahora todo aquello en imágenes pasajeras, parpadeantes, al tiempo que intentaba mantener a raya su propio dolor. No quería perder la vida de forma prematura, al igual que su madre, y desde luego no deseaba morir así, solo en un islote en medio del Báltico.

Elevó una muda plegaria conmovida. No dirigida a un dios, sino más bien a sí mismo, para resistir, para no dejarse arrastrar al fondo del silencio. Y notó que el dolor no aumentaba, que seguía latiéndole el corazón. Intentó obligarse a guardar la calma, a actuar con sensatez, a no verse arrastrado a un pánico desesperado y ciego. Con sumo cuidado se incorporó y fue tanteando con la mano hasta que dio con el teléfono, que había dejado a su lado, en la mochila. Empezó a marcar el número de Linda, pero se arrepintió enseguida. ¿Qué podría hacer ella? Si aquello había sido un infarto, debería llamar a emergencias.

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