Sin embargo, algo lo retenía. Quizás el comprobar que el dolor parecía remitir. Se tomó el pulso, que latía regular. Muy despacio, fue girando el brazo izquierdo hasta hallar una postura en que el dolor se atenuaba, luego otras, en que era más agudo. Aquello no encajaba con los síntomas de un infarto. Se sentó, siempre con la mayor cautela, y se tomó el pulso, setenta y cuatro pulsaciones por minuto. Por lo general, su pulso estaba entre sesenta y seis y setenta y ocho. Todo estaba en orden. «Debe de ser el estrés», se dijo. «Mi cuerpo ha puesto en marcha un simulacro de lo que me puede ocurrir si no me lo tomo con calma, si continúo creyéndome que soy un policía insustituible y si no me tomo unas vacaciones de verdad.»
Volvió a tumbarse. El dolor fue remitiendo, aunque aún seguía allí, como un ronroneo, como una suerte de amenaza.
Una hora más tarde se atrevió a afirmar que no había sufrido ningún infarto. Había sido una advertencia. Quizá debería volver a casa, llamar a Ytterberg y revelarle la conclusión a la que había llegado. Pero resolvió quedarse. Ya que había llegado hasta allí, averiguaría si tenía o no razón. Y, cualquiera que fuese el resultado, dejaría después el asunto en manos de Ytterberg. A partir de ahí no tendría que seguir ocupándose de ello.
Experimentó un alivio inmenso, como si estuviese ebrio de vida, algo que llevaba muchos años sin sentir. Lo acució un deseo enorme de ponerse en pie y gritarle al mar abierto con toda la fuerza de sus pulmones. Sin embargo, se quedó sentado, apoyado contra el árbol, mirando los barcos que pasaban y aspirando el aroma a mar. Aún hacía buena temperatura. Se tumbó, se cubrió con la cazadora y lo venció el sueño. Se despertó a los diez minutos, tal vez quince. El dolor había desaparecido casi por completo. Se levantó y comenzó a caminar por el islote. Por el lado que daba al sur, las rocas se alzaban casi en horizontal. Le costó un gran esfuerzo bordearla por la orilla.
De repente, se detuvo y se agachó. Había una gran grieta en la roca, a unos veinte metros de donde se encontraba. Justo delante de la grieta había amarrada una embarcación y, varado sobre las rocas, se veía un bote. Dentro de la oquedad había dos personas haciendo el amor. Wallander se pegó contra la pared rocosa, pero no pudo resistir la tentación de mirar. Eran jóvenes, de apenas veinte años. Se quedó mirando como embrujado sus cuerpos desnudos, hasta que logró apartar la vista y, sin hacer ruido, desandar el camino hasta el árbol. Varias horas más tarde, cuando por fin empezó a caer el ocaso, vio pasar el barco arrastrando el bote. Se levantó y los saludó con la mano. Los jóvenes le devolvieron el saludo.
En cierto modo los envidiaba, pero no era una envidia malsana. Jamás sintió añoranza de su juventud. Sus primeras vivencias eróticas fueron, como las de la mayoría, algo inseguras, torpes, a menudo casi ridículas. Siempre escuchó incrédulo las descripciones que sus amigos hacían de sus escapadas y conquistas. Experimentó el verdadero placer sensual cuando conoció a Mona. Durante sus primeros años disfrutaron de una vida sexual que él no creía posible. Con algunas mujeres, pocas, había tenido grandes experiencias, pero nunca tan intensas como las que compartió con Mona al inicio de su relación. La gran excepción fue Baiba, naturalmente.
Sin embargo, jamás había hecho el amor con nadie en una roca en medio del mar abierto. Lo más cerca que se halló nunca de algo parecido a un reto fue aquella ocasión en que, algo ebrio, convenció a Mona para que se metieran en los servicios de un tren, pero los interrumpió el feroz aporreo de alguien que aguardaba al otro lado de la puerta. A Mona le pareció de lo más vergonzoso y, enfurecida, lo hizo jurar que nunca volvería a intentar persuadirla de emprender semejantes excursiones eróticas.
Y no lo hizo. Hacia el final de su larga relación y de su matrimonio, el deseo fue abandonándolos a los dos, aunque en el caso de Wallander renació con toda su fuerza en cuanto Mona le comunicó que deseaba separarse, pero ella se negó. La puerta estaba cerrada irrevocablemente.
De pronto, vio el transcurso de su vida con toda claridad. Cuatro grandes momentos la conformaban. «El primero, el día en que me opuse a la voluntad de mi padre y a su actitud dominante y me convertí en policía», recordó. «El segundo, cuando maté a un semejante en acto de servicio y pensé que no podría seguir, pero al final decidí continuar en mi profesión. El tercero, cuando dejé el apartamento de Mariagatan, me mudé al campo y me hice con
Jussi
. Y el cuarto quizá sea el día que acepté por fin que Mona y yo no volveríamos a vivir juntos. Ésa es, sin duda, la más dura de mis experiencias. Pero…, elegí, no me he pasado la vida deseando y dudando para, un día, comprender que pasó el tren y que ya es demasiado tarde. Y yo soy el único responsable. Cuando veo la amargura que embarga a muchas de las personas que me rodean, me alegro de no estar en su lugar. Después de todo, he intentado asumir la responsabilidad de cuanto he hecho en la vida, en lugar de dejarla ir con la corriente».
Con el ocaso llegaron los mosquitos, que empezaron a torturarlo enseguida, pero se había acordado de llevarse una barrita repelente y se cubrió la cabeza con la capucha del anorak. Cada vez se oían menos barcos de motor por los pasos estrechos y las calas de los alrededores. Un velero solitario navegaba hacia mar abierto.
Poco después de la media noche, con el trompeteo de los mosquitos zumbándole en las orejas, abandonó el islote. Siguió las siluetas cada vez más penumbrosas de las islas que se había marcado como guía con ayuda de la carta marítima. Navegaba despacio, comprobando que no erraba el rumbo. Cuando ya se acercaba a su destino, redujo aún más la velocidad, hasta detenerse por completo. Había empezado a soplar una tímida brisa nocturna. Puso a cubierto el motor, sacó los remos y empezó a batirlos contra las aguas. De vez en cuando descansaba sobre ellos e intentaba penetrar la oscuridad con la mirada, pero no vio luz alguna y tal circunstancia lo preocupó. «Debería haber luz», pensó. «No debería estar tan oscuro.»
Remó hasta la playa y bajó despacio de la lancha. Cuando tiró de la proa, las rocas rasparon el casco. Amarró el cabo a unos alisos que crecían en la orilla. Había sacado las linternas en cuanto bajó del barco y llevaba una en el bolsillo y la otra en la mano.
Ahora bien, en la mochila había guardado otro objeto, que se puso a buscar entre los restos de la bolsa de la comida y la ropa que llevaba. Su arma reglamentaria. Estuvo dudando hasta el último minuto. Al final se decidió y la guardó en el fondo de la mochila, junto con un cargador lleno. En realidad, no acertaba a explicarse por qué tomó el arma, pues nada indicaba que fuera a exponerse a ninguna amenaza física.
«Sin embargo, Louise está muerta», razonó para sí. «Y Herman Eber me convenció de que había sido asesinada. Mientras no sepa un poco más, he de partir de la base de que Håkan puede ser el culpable, por más que carezca de pruebas y de un móvil del asesinato.»
Deslizó el cargador en la recámara y comprobó que había echado el seguro. Después encendió la linterna y se aseguró de que el filtro azul que había pegado a la pantalla aún seguía allí. De este modo, la luz sería más débil y nadie que no estuviera alerta la detectaría.
Prestó atención en medio de la noche. El rumor del mar le dificultaba detectar otros sonidos. Dejó la mochila en el barco, iluminó el cabo y se cercioró de que el barco estaba bien amarrado. Luego empezó a caminar despacio tierra adentro. En la proximidad del agua, los arbustos eran muy espesos y, ya al cabo de unos metros, se topó con una tela de araña y empezó a manotear ansiosamente a su alrededor, entonces se dio cuenta de que la enorme araña se le había quedado enganchada en el anorak. Era capaz de soportar las serpientes, pero con las arañas no podía. En lugar de atravesar los arbustos siguió la playa para buscar un lugar con menos vegetación. Después de caminar unos cincuenta metros llegó a un lugar donde quedaban al descubierto los restos de una vieja grada. Puesto que era la primera vez que ponía el pie en la isla y sólo la había visto desde el mar, a bordo de un barco, no atinaba a orientarse. En aquella ocasión pasaron junto a la isla por el otro lado, hacia el oeste, pero ahora él había atracado en la orilla este, con la esperanza de que fuese la parte posterior de la isla.
Se oyó el timbre del teléfono resonando desde alguno de sus bolsillos. Al intentar encontrarlo para apagarlo se le cayó la linterna. Y el teléfono seguía sonando una y otra vez.
Maldijo en silencio mientras tironeaba y rebuscaba en los bolsillos para encontrarlo. Contó al menos seis tonos de llamada, hasta que dio con el aparato y lo apagó. Vio en la pantalla que era Linda, se guardó el teléfono en el bolsillo de la pechera y cerró la cremallera. El teléfono le sonó como una alarma en aquel silencio. Aguzó el oído, pero no sintió nada y tampoco se veía gran cosa en la oscuridad. El rumor del mar era cuanto se oía.
Con mucho cuidado siguió avanzando hasta que avistó la silueta de la casa. Se colocó detrás de un roble pero no vio luz. «Vaya, me he equivocado», se dijo. «Aquí no hay nadie. Sencillamente, he llegado a una conclusión errónea.»
Al cabo de un rato, no obstante, terminó por atisbar el tenue reflejo de una luz que se filtraba por entre el marco de la ventana y la cortina, que estaba echada. Cuando se acercó, distinguió un débil destello también desde las demás ventanas.
Bordeó despacio la casa. Todas las cortinas estaban echadas, como en la guerra, para que ninguna luz guiase al enemigo. «El enemigo soy yo», pensó Wallander. Pegó la oreja a la pared de madera y aguzó el oído. Se sentían voces susurrantes, de vez en cuando mezcladas con música, quizá procedente de un televisor o de una radio, no estaba seguro.
Se retiró a las sombras otra vez e intentó decidir qué hacer. No había planeado qué haría después de aquello, de llegar al punto en que ahora se encontraba. ¿Qué haría a partir de ahora? ¿Esperaría allí hasta el amanecer para llamar a la puerta a ver quién le abría? Dudaba. Y la falta de resolución lo irritaba muchísimo. ¿De qué tenía miedo, en realidad? No tuvo tiempo de responder a esa pregunta. Al menos, no en aquel momento. Notó una mano sobre el hombro, se sobresaltó y se volvió. Al ver a Håkan von Enke en la penumbra se quedó perplejo, a pesar de haber viajado a aquel lugar precisamente para encontrarlo. Llevaba una sudadera de un chándal y vaqueros, iba sin afeitar y tenía el pelo muy largo.
Se quedaron mirándose en silencio, Wallander con la linterna en la mano, Håkan von Enke descalzo sobre la tierra húmeda.
—Supongo que oíste el teléfono —adivinó Wallander.
Håkan von Enke negó con un gesto. No sólo parecía asustado, sino también triste.
—Tengo una alarma instalada alrededor de la casa. Llevo diez minutos intentando imaginarme quién estaba en la isla.
—Pues yo, sólo yo —respondió Wallander.
—Sí, sólo tú.
Entraron en la casa. Ya dentro y a la luz, Wallander comprobó que Von Enke también llevaba un arma, una pistola, colgada de la cintura del pantalón. El día de la fiesta de Djursholm la llevaba debajo de la chaqueta. «¿A quién teme?», se preguntó Wallander. «¿De quién se esconde, en realidad?»
Ya no se oía el murmullo de las olas. Wallander observó al hombre que tanto tiempo llevaba desaparecido.
Guardaron silencio un buen rato, al cabo del cual empezaron a hablar. Despacio, como si se acercasen el uno al otro con la máxima cautela.
El espejismo
Fue una noche larga. Durante la prolongada conversación con el fugitivo que acababa de atrapar, Wallander pensó varias veces que aquello parecía una continuación del diálogo que iniciaron hacía casi seis meses en una habitación sin ventanas de una sala de fiestas de Estocolmo. Lo que ahora empezaba a comprender lo llenó de asombro, pero explicaba de sobra la inquietud que a la sazón demostró Håkan von Enke.
Wallander no se sentía en absoluto como un Stanley que hubiese reencontrado a su Livingstone. Sencillamente, había acertado en sus sospechas. Su intuición había vuelto a indicarle el camino correcto. Y si a Von Enke le extrañó que hubiesen descubierto su escondite, no lo dejó traslucir. Wallander pensó que el viejo capitán de fragata hacía gala, así, de su sangre fría. No se dejaba sorprender, pasara lo que pasara.
La cabaña, cuyo aspecto externo era de lo más sencillo, mostró una cara bien distinta cuando Wallander cruzó el umbral. No había paredes, tan sólo una gran habitación diáfana con cocina incorporada. El pequeño anexo donde se hallaba el baño era el único espacio que podía cerrarse. En un rincón de la habitación estaba la cama. Muy espartano, consideró Wallander, como una choza o como el pequeño camarote con el que ha de contentarse un capitán a bordo de su submarino. En el centro de la habitación había una gran mesa atestada de libros, carpetas y documentos. En una de las paredes se veía una estantería con una radio y sobre una mesita descansaban un televisor y un tocadiscos, cerca de un antigua mecedora de color rojo oscuro.
—Yo creía que aquí no había electricidad —confesó Wallander.
—Hay un generador en una oquedad rocosa. No se oye el ruido del motor ni siquiera cuando las aguas están en la más absoluta calma.
Håkan von Enke preparaba café junto al fogón. Al amor del silencio reinante, Wallander intentó prepararse para la conversación que tenían por delante. Sin embargo, ahora que había dado con el paradero de aquel hombre al que tanto había buscado, cayó en la cuenta de que no sabía exactamente qué preguntarle. Todo aquello en lo que había pensado con anterioridad se le antojaba ahora un confuso lío de conclusiones inacabadas.
—¿Me equivoco, o tú tomabas el café sin leche y sin azúcar? —le preguntó de pronto Von Enke, interrumpiendo así sus cavilaciones.
—No, no te equivocas.
—Lo siento, pero no tengo ningún dulce con que acompañarlo. ¿Tienes hambre?
—No.
Håkan von Enke despejó una buena parte de la gran mesa. Wallander vio que la mayoría de los libros trataban de tácticas bélicas modernas y de política actual. Uno de ellos, el que parecía más leído y consultado, se llamaba
La amenaza de los submarinos
, ni más ni menos. El café que le había servido Von Enke estaba muy cargado. Él tomaba té. Wallander se arrepintió de no haber pedido lo mismo. Era la una menos diez de la noche.
—Por supuesto, comprendo que tengas muchas preguntas que hacer —afirmó Von Enke—. Pero no te aseguro que yo sepa o quiera contestarlas todas. Sin embargo, antes de que lleguemos a ese punto, quisiera ser yo quien te hiciese algunas preguntas. La primera de todas: ¿has venido solo?