El hombre inquieto (47 page)

Read El hombre inquieto Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
5.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Poco después de las ocho, llamó a Linda y le contó lo sucedido. Le resultó muy doloroso, pues sentía en el alma una desesperación casi insoportable.

29

El 14 de julio, a las once de la mañana, se celebró el entierro de Baiba Liepa en una capilla en el centro de Riga. Wallander había llegado a la ciudad el día anterior, en un vuelo desde Copenhague. Cuando bajó del avión reconoció enseguida el lugar, pese a que habían reformado la terminal del aeropuerto. De los aviones del ejército soviético que vio a principios de los años noventa no se veía ni rastro. A través de la ventanilla del taxi vio los cambios sufridos por la ciudad. Fuera del centro de la ciudad aún se veía algún que otro cerdo revolcándose en montones de estiércol junto a granjas decadentes. En el centro se alzaban los mismos viejos edificios. Sin embargo, los letreros eran distintos, habían pintado las fachadas y reparado las aceras. La diferencia más importante era, en cualquier caso, la gente que caminaba por las calles, la forma de vestir, los coches que se agolpaban ante los semáforos en rojo y en las salidas de los aparcamientos del centro.

Una cálida lluvia caía sobre Riga el día que llegó Wallander. Lilja, cuyo apellido era Blooms, lo llamó para referirle los detalles relacionados con el entierro de Baiba. Lo único que le preguntó fue si su presencia podría interpretarse como inapropiada.

—¿Por qué habría de serlo?

—Quizás exista alguna situación familiar que yo desconozco…

—Todos saben quién eres —respondió Lilja Blooms—. Baiba les habló de ti. Nunca fuiste un secreto.

—Ya, bueno, la cuestión es qué dijo de mí.

—¿Por qué estás tan preocupado? Yo creía que os queríais. Creía que ibais a casaros. En fin, eso es lo que creíamos todos.

—Sí, pero ella no quería.

Wallander notó que sus palabras sorprendían a Lilja.

—Vaya, aquí todos pensamos que fuiste tú el que cambió de idea.

Ella no dijo nada, desde luego. Y tardamos mucho en comprender que la historia se había terminado. De todos modos, ella no quería hablar del asunto.

Fue Linda quien le dio argumentos para que tomase la decisión de ir al entierro. Fue a verlo en cuanto la llamó. Estaba tan afectada que tenía los ojos llenos de lágrimas cuando entró en casa de su padre, y eso le permitió a él llorar abiertamente la muerte de Baiba. Así, pasó un buen rato evocando con Linda viejos recuerdos de la época en que Baiba y él estuvieron juntos.

—El marido de Baiba, Karlis Liepa, murió asesinado —le contó Wallander—. Fue un asesinato político, pues por aquel entonces las tensiones entre rusos y letones eran graves. Por eso fui a Riga, para colaborar en la investigación del asesinato. Ni que decir tiene que yo no sospechaba en absoluto los abismos políticos en que había caído el país. Hoy estaría dispuesto a admitir que fue entonces cuando empecé a comprender cómo era el mundo durante la guerra fría. De esto hace ya diecisiete años.

—Sí, yo me acuerdo de aquel viaje —aseguró Linda—. Entonces yo estudiaba bachillerato y no tenía ni idea de a qué iba a dedicarme, aunque en el fondo debería haber comprendido hacía mucho que quería ser policía.

—Pues, por lo que yo recuerdo, sugerías cualquier cosa menos esa profesión.

—¡Lo cual debería haberte hecho sospechar! Y pensar que ni siquiera te imaginabas lo que me pasaba por la cabeza…

—No, tampoco sospeché nada sobre Baiba cuando Karlis Liepa puso el pie en la comisaría de Ystad.

Wallander recordaba con total claridad sucesos de entonces. Aparte de que el hombre fumaba ansiosamente a todas horas, actitud que arrancaba virulentas protestas por parte de los policías no fumadores, Karlis Liepa era un hombre apacible, que pasaba casi inadvertido, con el que Wallander se entendía bien. Una noche, durante una arrolladora tormenta de nieve, lo llevó a su apartamento de Mariagatan. Lo invitó a whisky y descubrió con regocijo que al mayor Liepa le interesaba la ópera casi tanto como a él mismo. Aquella noche escucharon una grabación de
Turandot
con Maria Callas, mientras la nieve se arremolinaba al fuerte viento que barría las calles desiertas de la ciudad.

Pero ¿dónde estaría ahora aquel disco? El día anterior no lo halló entre el montón de discos del desván. Supo la respuesta cuando Linda le aclaró que lo tenía ella.

—Me lo regalaste tú cuando yo soñaba con ser cantante de ópera —le explicó—. Quería hacer una representación en solitario sobre el trágico destino de Maria Callas. ¿Te lo imaginas? Con lo poco que yo me parezco a una cantante de ópera, griega, bajita y rechoncha.

—Y enferma de los nervios —añadió Wallander.

—¿A qué se dedicaba Baiba, en realidad? ¿Era profesora?

—Cuando yo la conocí traducía del inglés libros de tecnología. Pero era una persona muy versátil.

—Tienes que ir al entierro. Por tu propio bien.

No fue tan sencillo, pero Linda logró convencerlo al fin. Además, lo animó a comprarse un traje oscuro, lo acompañó a la tienda de Malmö donde lo adquirió. Wallander se sorprendió del precio, pero Linda le explicó que era un buen traje y que podría usarlo el resto de su vida.

—Las bodas cada vez son menos —le recordó Linda—. A tu edad, lo que abundan son los entierros.

Wallander masculló algo imperceptible por toda respuesta antes de abonar el traje, pero Linda no le pidió que se lo aclarase.

Salió del taxi y, con la pequeña bolsa de viaje, se dirigió a la recepción del hotel Latvia. El café donde Lilja lo había visto con Baiba ya no existía, según comprobó enseguida. Se registró y le dieron la habitación 1516. Cuando salió del ascensor y ya ante la puerta, tuvo la repentina sensación de que aquella fue la habitación en que se alojó durante su primera visita a Riga. Recordaba perfectamente que el número contenía las cifras cinco y seis. Abrió la puerta y entró, pero no era en absoluto como él la recordaba. Las vistas desde la ventana, en cambio, eran las mismas, una bella iglesia cuyo nombre no recordaba. Abrió la bolsa de viaje y colgó el traje nuevo en una percha. La idea de que fue en aquel hotel, quizás incluso en la misma habitación, donde se encontró con Baiba por primera vez se concretó en un dolor casi insoportable.

Fue al baño y se refrescó la cara. No eran más que las doce y media y no tenía ningún plan, quizá simplemente dar un paseo por la ciudad. Quería honrar la memoria de Baiba recordándola como era cuando se conocieron.

De pronto, pensó en algo a lo que no se había atrevido a enfrentarse con anterioridad. Su amor por Baiba, ¿fue más intenso que el que en su día sintió por Mona, pese a que ella era la madre de Linda? No lo sabía y, por más que reflexionara, jamás estaría seguro de la respuesta.

Salió a deambular por la ciudad, comió en un restaurante, aunque no se sentía muy hambriento, y por la noche se sentó en uno de los bares del hotel. Una joven de unos veinte años fue a preguntarle si buscaba compañía. Apenas le respondió más que con un gesto. Justo antes de que el restaurante cerrase, fue a cenar unos espaguetis que apenas tocó. Sin embargo, tomó vino y, cuando se levantó, estaba ebrio.

No paró de llover mientras él cenaba, pero ya había escampado, de modo que tomó la cazadora y salió a respirar el húmedo aire de la noche estival. Anduvo hasta dar con el Monumento a la Libertad, donde un día los fotografiaron a Baiba y a él. Unos jóvenes con monopatín daban vueltas por la plaza, delante del monumento. Wallander siguió adelante y llegó al hotel muy tarde. Se durmió en la cama sin deshacer, sin haberse quitado los zapatos siquiera.

Unos golpecitos en la puerta lo despertaron por la mañana. Lo arrancaron del sueño con la desconcertante idea de que, una vez más, era Baiba quien lo despertaba. Cuando abrió la puerta, sin embargo, vio que se trataba de una mujer joven. Wallander se enojó y se dijo que detestaba que las jóvenes prostitutas pudiesen presentarse así, a cualquier hora del día. Y ya estaba a punto de cerrar la puerta, cuando la expresión de la joven lo hizo dudar.

—¿Kurt Wallander? —preguntó—. Tú no me conoces, pero conociste a mi madre.

Wallander frunció el entrecejo, aún algo vacilante, pero la invitó a entrar finalmente. ¿Tendría Baiba una hija de la que él no tuviera noticia? Por un instante aterrador se preguntó incluso si sería hija suya, pero enseguida desechó la idea, pues Baiba se lo habría dicho. Con un gesto, le indicó a la joven que tomase asiento en la silla, mientras él se sentaba en el borde de la cama. La muchacha tenía el cabello rubio, aparentaba dieciocho o diecinueve años, vestía con sencillez y no iba maquillada.

—Mi nombre es Vera —se presentó—. Mi madre se llamaba Inés.

En ese preciso momento, Wallander cayó en la cuenta de quién era. Inés, la amiga de Baiba, a la que él conoció durante su primera visita a Riga. Ella había ido a recogerlo durante alguna de sus visitas nocturnas a la secreta agrupación política que había solicitado su ayuda. Y Wallander la vio morir en el violento tiroteo que estalló cuando asaltaron el local donde se reunían sus oponentes. Aún la recordaba perfectamente, cubierta de sangre e inerte sobre una silla volcada.

—Sí —dijo al cabo Wallander—. Yo vi a tu madre en una ocasión. No llegué a conocerla, pero sé que era amiga de Baiba.

—Lilja me dijo que vendrías al entierro. Yo no tenía más que dos años cuando murió mi madre. No es mi intención molestar, sólo quería verte, puesto que tú la conociste y yo apenas tengo alguna imagen de ella.

—La recuerdo como una mujer muy hermosa —respondió Wallander—. Además de fuerte y valiente.

—¿Es cierto que la viste morir?

La joven hizo la pregunta sin preámbulos, sin vacilaciones. Wallander asintió.

—Siempre le pregunto a todo aquel que pueda tener algún recuerdo de ella. Suele haber algún detalle distinto según las personas, alguna faceta que adquiere una dimensión más profunda o quizás algo de lo que yo no tenía la menor idea.

—Hace tantos años… Ya no sé lo que es de verdad un recuerdo y lo que creo recordar…

Aun así, Wallander hizo un esfuerzo en la medida de lo posible por referirle sus impresiones de entonces, por evocar los sucesos y los instantes de aquel encuentro. Sin embargo, cuando llegó la hora de narrar el instante en que Inés cayó muerta sobre aquella silla, le dijo simplemente que estaba convencido de que murió de inmediato, después de recibir el impacto.

Ella le preguntó más cosas, pero Wallander le había dicho cuanto recordaba, no tenía más respuestas que ofrecer. Vera se levantó y se alisó la falda blanca. Por un instante, a Wallander le pareció que sus rasgos guardaban cierto parecido con los de su madre, pero no estaba seguro, pues los recuerdos podían ser engañosos.

—¿Quién es tu padre? —le preguntó Wallander.

—No lo sé. Mi madre le dijo a Baiba que me lo contaría cuando fuese mayor, pero ni siquiera Baiba lo sabía: Inés no se lo había contado a ninguna de sus amigas. A veces sospecho que quizás era de la Unión Soviética.

—¿Y eso?

—Bueno, el que mi madre nunca me dijese quién era… Tal vez se avergonzaba. Gracias por recibirme —le dijo la joven—. Has estado a punto de cerrar la puerta al verme, si no me equivoco. ¿Creías que venía a venderme? ¿De verdad que tienes ese tipo de prejuicios sobre nosotros?

—No sé lo que creía…

—Lilja vendrá a las diez. Me pidió que te lo dijera. Te acompañará a la iglesia.

Wallander fue con ella hasta la puerta y se quedó en el umbral, viéndola alejarse por el pasillo en dirección a los ascensores. Después se puso el traje para el entierro y bajó a desayunar, pese a que no tenía hambre. En el aeropuerto de Kastrup había comprado dos botellas de vodka, una de las cuales llevaba en el bolsillo interior. En el ascensor, cuando bajaba al comedor, desenroscó el tapón y dio un trago.

Wallander estaba en recepción cuando Lilja Blooms cruzó las puertas de cristal. Lo reconoció enseguida y se le acercó directamente. Baiba le habría enseñado alguna de las pocas fotografías que tenía de él, se dijo Wallander.

Era una mujer de baja estatura, de formas generosas y con el cabello casi rapado. Su aspecto no coincidía en absoluto con el que Wallander le había atribuido en su imaginación. En efecto, él se la había figurado más parecida a Baiba. Cuando se estrecharon la mano, Wallander se sintió turbado, sin saber por qué.

—La iglesia está cerca de aquí —le dijo Lilja—. Serán sólo diez minutos a pie, así que me da tiempo de fumarme un cigarrillo. Espérame aquí, si quieres.

—No, te acompaño —respondió Wallander.

Se quedaron al sol, delante del hotel, Lilja con las gafas de sol y un cigarrillo encendido.

—Estaba borracha —dijo de pronto.

A Wallander le llevó unos segundos caer en la cuenta de a quién se refería.

—¿Baiba?

—Estaba borracha cuando murió. Según ha revelado la autopsia. El porcentaje de alcohol en la sangre era altísimo, por eso se salió de la carretera.

—Me cuesta creerlo.

—Y a mí. A todos sus amigos les ha extrañado muchísimo, pero, por otro lado, ¿qué sabemos de cómo razona una mujer que padece una enfermedad mortal?

—¿Insinúas que se quitó la vida? ¿Qué se estrelló con el coche conscientemente?

—De nada sirve especular sobre esa posibilidad, puesto que nunca lo sabremos a ciencia cierta. Sin embargo, no había huellas del frenazo de los neumáticos en el lugar del accidente. Además, el conductor que iba detrás declaró que, aunque no conducía a demasiada velocidad, el coche iba haciendo eses.

Wallander intentó recrear en su mente lo sucedido, imaginar los últimos instantes de la vida de Baiba. Comprendió que nunca sabría qué pasó en realidad, si fue un accidente o un suicidio. De repente, acudió a su mente otra idea. La muerte de Louise, ¿no habría sido también consecuencia de un accidente, ni asesinato ni suicidio?

Wallander dejó de pensar en aquello, pues Lilja terminó de fumar su cigarrillo, lo apagó y le propuso que se pusieran en marcha. Wallander se disculpó, fue a los servicios que había en recepción y tomó otro trago de vodka. Se miró en el espejo. Un hombre que se hacía viejo, inquieto por lo que lo aguardaría los años que le quedaban por vivir.

Llegaron a la iglesia y entraron en una penumbra reforzada por la intensidad del sol que brillaba en el exterior y a Wallander le llevó unos minutos habituarse a la oscuridad.

Entonces se imaginó que el entierro de Baiba Liepa sería una especie de ejercicio preparatorio para el suyo propio. La idea lo llenó de tal temor que a punto estuvo de levantarse y salir. No debería haber ido a Riga, aquello no iba con él.

Other books

Hells Royalty The Princess by Wennberg, Jessica
12bis Plum Lovin' by Janet Evanovich
Squelch by Halkin, John
Lily's Crossing by Patricia Reilly Giff
Bacteria Zombies by Kroswell, Jim
Never Trust a Pirate by Anne Stuart
Echoes in the Dark by Robin D. Owens