Apenas despegamos los labios durante el camino a casa. A Bonnie no le apetece hablar y yo estoy demasiado ocupada pensando, sintiendo, preocupándome.
Pienso mucho en Alexa. Hasta ayer no caí en la cuenta de lo poco que he pensado en ella desde su muerte. Era una figura… vaga. Un rostro borroso a lo lejos. Ahora comprendo que era la figura desdibujada que aparecía en mi sueño sobre Sands. La carta de Jack Jr. y el hecho de recordar el trágico episodio han hecho que la vea ahora con toda nitidez.
Alexa es ahora una belleza vívida, cegadora, dolorosa. Los recuerdos de ella constituyen una sinfonía interpretada a todo volumen. Me duelen los oídos, pero no puedo dejar de escucharla.
La sinfonía de la maternidad consiste en amar con total abandono, sin pensar en una misma, con la práctica totalidad de tu ser. Consiste en una pasión cuyo resplandor es capaz de dejar pálido al sol. Consiste en una esperanza insondable y una alegría violenta y desgarradora.
¡Dios, cómo quería a mi hija! Más que a mí misma, más que a Matt.
Ahora sé por qué su rostro aparecía borroso en mi imaginación. ¡Porque un mundo sin ella es insoportable!
Pero no tengo más remedio que soportarlo. Eso hace que se rompa algo en mi interior, algo que nunca cicatrizará.
Me alegro.
Porque quiero sentir siempre este dolor.
Cuando llegamos a casa, veinte minutos más tarde, los agentes me saludan sin decir palabra. Para indicarme que están de servicio.
—Espera aquí un momento, cariño —le digo a Bonnie.
Me acerco al coche. El conductor baja su ventanilla y sonrío al reconocer a uno de los agentes. Dick Keenan. Trabajaba como entrenador en Quantico cuando yo estudiaba en la academia. Cuando entró en la cincuentena, decidió que quería acabar trabajando en las «calles». Es un hombre de una pieza, de la vieja escuela del FBI, con el pelo cortado al cepillo y todo lo demás. Asimismo, es un bromista impenitente y un excelente tirador.
—¿Cómo conseguiste que te asignaran a este servicio, Dick? —le pregunto.
—Gracias al director adjunto Jones —responde sonriendo.
Yo asiento con la cabeza. Debí suponerlo.
—¿Quién es tu compañero?
El otro agente es más joven, más joven que yo. Acaba de empezar y está encantado de ser un agente del FBI. Le gusta la perspectiva de pasarse el día sentado en un coche sin dar golpe.
—Hannibal Shantz —dice sacando la mano a través de la ventanilla para que yo se la estreche.
—¿Hannibal? —pregunto sonriendo.
El joven se encoge de hombros. Tengo la impresión de que es un tipo amable. Es imposible hacer que se enfurezca o que no te caiga bien.
—¿Estás informado de todos los detalles, Dick?
Él asiente brevemente.
—Sobre ti. La niña. Sí, sé que está contigo.
—Bien. Pero quiero dejar una cosa muy clara. Es a ella a quien debéis proteger principalmente. ¿Entendido? Si tenéis que elegir entre seguirla a ella o a mí, quiero que la vigiléis a ella.
—De acuerdo.
—Gracias. Encantada de conocerte, Hannibal.
Me despido de ellos sintiéndome más tranquila. Bonnie me espera en el coche, con la casa como telón de fondo.
En el trayecto he tenido tiempo de preguntarme por qué me había quedado en esa casa. Fue un acto de obstinación. Quizá fuera también una estupidez. Comprendo que es un rasgo esencial de mi naturaleza. Es mi hogar. Si cediera al impulso de mudarme, perdería sin duda una parte de mí misma.
Aquí hay tigres, es cierto. Pero no estaba dispuesta a mudarme.
Estamos en la cocina, y el siguiente paso se me ocurre de forma espontánea.
—¿Tienes hambre, tesoro? —pregunto a Bonnie.
Ella me mira y asiente con la cabeza.
Yo asiento también, satisfecha. La primera regla de ser madre: amor. La segunda regla de ser madre: alimenta a tus hijos.
—Veamos qué hay en la nevera.
Bonnie me sigue cuando abro la puerta del frigorífico y echo un vistazo. Enséñales a cazar, pienso, y luego reprimo una pequeña burbuja de risa histérica. El contenido del frigorífico no tiene buen aspecto. Hay un tarro casi vacío de mantequilla de cacahuete y una botella de leche caducada que se está pudriendo.
—Lo siento, pequeña. Tendré que ir a comprar algo de comer —digo frotándome los ojos y conteniendo un suspiro. Estoy agotada. Pero ésta es una de las realidades de ser madre. No es una regla, sino una ley natural. Son tus hijos, eres responsable de ellos. Si estás cansada, paciencia, porque los niños no pueden conducir y no tienen dinero.
Ánimo, me digo. Miro a Bonnie sonriendo.
—Vamos a llenar la nevera.
Ella me mira de nuevo con esa expresión de franqueza, seguida por una sonrisa. Y asiente con la cabeza.
—Vamos —digo cogiendo el bolso y las llaves—. En marcha.
Yo había pedido a Keenan y a Shantz que se quedaran en mi casa. Puedo cuidar de mí misma, y era más importante para mí tener la certeza de que no había nadie esperándonos cuando regresáramos.
Bonnie y yo avanzamos por los pasillos del supermercado Ralph’s. Es el sistema moderno de ir en busca de alimento.
—Muéstrame lo que quieres que compre, tesoro, porque no sé lo que te gusta.
Sigo a Bonnie empujando el carrito de la compra mientras la niña se desliza por el suelo, en silencio y atenta. Cada vez que señala algo, lo tomo y examino unos momentos, asimilándolo en mi subconsciente. Oigo una voz estridente y profunda en mi cabeza: «MACARRONES CON QUESO —dice la voz—. ESPAGUETIS CON SALSA BOLOÑESA, EN NINGÚN CASO CON CHAMPIÑONES, SO PENA DE MUERTE. CHEETOS, LOS PICANTES». Son los mandamientos de lo que le gusta a Bonnie, lo cual me permite conocerla mejor. Es importante.
Tengo la sensación de que un mecanismo oxidado, chirriante y cubierto de polvo comienza a agitarse en mi interior, poniéndose lentamente en marcha. Amor, protección, macarrones con queso… Todo ello es justo y natural.
«Es como montar en bicicleta», oigo murmurar a Matt.
—Quizá —respondo también con un murmullo.
Estoy tan ocupada hablando conmigo misma que no me doy cuenta de que Bonnie se ha detenido y por poco la atropello con el carrito.
—Lo siento, tesoro —me disculpo sonriendo tímidamente—. ¿Lo hemos cogido todo?
Ella sonríe asintiendo con la cabeza. Ya está todo.
—Pues vamos a casa a comer.
Pienso que el problema no es montar en bicicleta. Lo que ha cambiado es la carretera por la que circula la bicicleta. Amor, protección, macarrones con queso… Todo eso está muy bien. Pero hay una niña que se ha quedado muda y una nueva mamá que está aterrorizada, que habla consigo misma y está un poco chiflada.
Estoy hablando por teléfono con la esposa de Alan. Mientras hablo con ella, observo a Bonnie devorar sus macarrones con queso con una dedicación y una intensidad impresionantes. Los niños son muy pragmáticos en lo que se refiere a la comida, pienso. «Ya sé que el cielo se está derrumbando, pero uno tiene que comer, ¿no es así?»
—Te lo agradezco, Elaina. Alan me contó lo de tu enfermedad y me da apuro pedírtelo, pero…
—No sigas, Smoky —me interrumpe ella con un tono socarrón, afable. Me recuerda a Matt—. Necesitas tiempo para solucionar tus asuntos, y esa niña necesita un lugar donde se sienta arropada cuando estés ausente. Hasta que lo resuelvas todo. —No puedo responder. Siento un nudo en la garganta. Elaina parece intuirlo, lo cual es típico de ella—. Todo se arreglará, Smoky. Serás una buena madre para esa niña. —Tras una pausa, prosigue—: Fuiste una madre maravillosa para Alexa. Y también lo serás para Bonnie.
Al oír esas palabras me invade una sensación de dolor, gratitud y oscuridad.
—Gracias —respondo con voz entrecortada y ronca después de aclararme la garganta.
—No hay ningún problema. Llámame cuando quieras que te eche una mano.
Elaina no me exige otra respuesta y cuelgo. Siempre ha sido una experta en materia de empatía. Había accedido a cuidar de Bonnie cuando yo necesitara a una canguro. Sin vacilar, sin hacer preguntas.
«No estás sola, cariño», musita Matt.
—Quizá sí —respondo en un murmullo—. O quizá no.
De repente suena mi móvil, sobresaltándome e interrumpiendo mi conversación con un fantasma. Me apresuro a responder.
—Hola, cielo —dice Callie—. Se ha producido una pequeña novedad de la que quiero informarte.
El corazón me da un vuelco. ¿Qué demonios habrá pasado?
—Cuéntamelo —digo.
—El asesino colocó unos transmisores ocultos en la consulta del doctor Hillstead.
—¿Qué? —pregunto frunciendo el ceño.
—¿No te chocó las cosas que Jack Jr. te decía en su carta? ¿No te preguntaste cómo las había averiguado?
Silencio. Estoy estupefacta, no puedo articular palabra. No, no me lo había preguntado.
—Cielo santo, Callie. No se me ocurrió. Joder. —me siento mareada—. ¿Cómo es posible?
—No te culpes por ello. Con todo lo sucedido, a mí tampoco se me ocurrió. Dale las gracias a James por haber pensado en ello. —Callie hace una pausa—. ¿Es posible que haya pronunciado las palabras «gracias» y «James» en la misma frase? —La oigo emitir un sonido como si se estremeciera.
—Dame los detalles —replico con tono seco e impaciente. En estos momentos no me apetece bromear y estoy demasiado cansada para disculparme por ello.
—El asesino instaló dos transmisores en la consulta del doctor Hillstead, funcionales pero no de alta gama —dice Callie, dándome a entender que no son unos artilugios supersofisticados y probablemente es imposible averiguar dónde fueron adquiridos—. Ambos eran activados mediante un mando a distancia. Transmitían por vía inalámbrica a una minúscula grabadora colocada en el armario de la limpieza. Lo único que tenía que hacer el asesino era averiguar el día y la hora en que acudías a la consulta del doctor Hillstead, cielo. Podía activar los transmisores y recoger las grabaciones más tarde.
Experimento la sensación de haber sido violada, una potente descarga eléctrica. ¿Ha estado escuchando el asesino lo que yo le contaba al doctor Hillstead sobre Alexa y Matt? ¿Tomando nota de mis flaquezas? Me invade una furia tan abrumadora que temo desmayarme o vomitar.
Al cabo de unos minutos esa sensación se disipa tan rápidamente como apareció. Ya no me siento violada, ni furiosa, sólo agotada y desolada. Mi marea ha descendido, mi playa está seca y desierta.
—Tengo que colgar, Callie —farfullo.
—¿Estás bien, cielo?
—Te agradezco que me lo hayas dicho. Pero tengo que colgar.
Cuelgo y me asombra la sensación de vacío que experimento. En cierto sentido es exquisita. Perfecta.
—Siempre nos quedará París —murmuro, sintiendo que estoy a punto de soltar una carcajada.
Compruebo que Bonnie ha terminado de comer y me está mirando. Observándome. Lo cual hace que me sobresalte, que me lleve un susto de muerte.
Joder, pienso. Se me ocurre que lo primero que debo tener presente es que no estoy sola. Bonnie está conmigo, y ve lo que hago.
Mis días de permanecer sentada en la oscuridad, con mirada ausente y hablando conmigo misma deben terminar.
Nadie necesita a una madre chiflada.
Estamos en mi dormitorio, en mi cama, mirándonos mutuamente.
—¿Qué te parece, tesoro? ¿Te gusta?
Bonnie mira a su alrededor, pasa la mano sobre la colcha y luego sonríe, asintiendo con la cabeza. Yo también sonrío.
—Perfecto. Pensé que quizá te gustaría dormir aquí conmigo, pero si no quieres, lo comprendo.
Ella me toma de la mano y menea la cabeza como una muñeca de trapo. Es un «sí» rotundo.
—Genial. Tengo que hablar contigo sobre algunas cosas, Bonnie. ¿Te parece bien?
La niña asiente con la cabeza.
Algunas personas quizá no aprobarían este enfoque, el que yo quiera hablar del tema tan pronto con Bonnie. No estoy de acuerdo. En este caso actúo instintivamente, y algo me dice que debo ser sincera con esta niña si no quiero pifiarla.
—Lo primero que debo decirte es que cuando duermo, la mayoría de las veces, tengo pesadillas. A veces me aterrorizan, y me despierto gritando. Espero que no suceda durmiendo tú aquí conmigo, pero es algo que no puedo controlar. Si ocurre, no quiero que te asustes.
Bonnie escruta mi rostro. Luego sus ojos se posan en la fotografía que hay en mi mesita de noche. Es una fotografía de Matt, Alexa y yo, sonriendo, sin saber que la muerte aguardaba. Bonnie la contempla unos momentos y luego me mira arqueando las cejas.
Tardo unos instantes en comprender.
—Sí. Las pesadillas que tengo se refieren a lo que les ocurrió a ellos.
Bonnie cierra los ojos. Alza la mano y se da unos golpecitos en el pecho. Luego abre los ojos y me mira.
—¿Tú también? De acuerdo, tesoro, haremos un trato. Ninguna de nosotras nos asustaremos si la otra se despierta gritando.
Bonnie sonríe. Durante unos momentos pienso en lo surrealista que es esta escena. No estoy hablando con una niña de diez años sobre ropa, música o pasar un día en el parque. Estoy haciendo un pacto con ella sobre la posibilidad de despertarnos gritando durante la noche.
—Lo siguiente… me resulta un poco más difícil. No he decidido si voy a seguir con mi trabajo. Mi trabajo consiste en atrapar a gente mala, gente que hace cosas como lo que le hicieron a tu madre. Quizá me entristezca seguir haciendo ese trabajo. ¿Comprendes?
Bonnie asiente con gesto sombrío. Por supuesto que lo comprende.
—Aún no lo tengo decidido. Si lo dejo, tú y yo acordaremos lo que voy a hacer a partir de ahora. Si no lo dejo…, no podré tenerte conmigo todo el rato. Tendré que dejarte al cuidado de otra persona mientras trabajo. Pero te prometo que en tal caso, me aseguraré de que la persona que vaya a cuidarte te guste. ¿Te parece bien?
Bonnie asiente con cierto recelo. Empiezo a captar sus reacciones. Ese gesto de asentimiento dice «sí, pero con reservas».
—Una cosa más, tesoro. Creo que es lo más importante, de modo que escúchame con atención. —Tomo su mano y la miro a los ojos—. Si quieres, puedes quedarte conmigo. Para siempre. Jamás te abandonaré. Te lo prometo.
La cara de Bonnie muestra la primera emoción que he observado en ella desde que la vi postrada en la cama del hospital. Su carita se crispa, abrumada por el dolor. Las lágrimas ruedan por sus mejillas. Yo la abrazo, acunándola mientras llora en silencio. La estrecho con fuerza mientras murmuro unas palabras de consuelo con los labios pegados en su pelo, pensando en Annie, Alexa y la primera regla de ser madre.