El hombre sonriente (36 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—Así es, se ocupaba de que todas nuestras transacciones con el resto del mundo observasen lo prescrito en la legislación sueca —explicó Harderberg—. Era un hombre muy competente y yo confiaba en él sin reservas.

—Aquella última noche…, permítame adivinar que celebraron su reunión aquí mismo, en la biblioteca; ¿de qué hablaron aquella noche?

—Habíamos presentado una oferta para la adquisición de unos inmuebles en Alemania, propiedad de Horsham Holdings, una compañía canadiense. Yo iba a ver a Peter Munk pocos días después para, de ser posible, cerrar el negocio. Estuvimos hablando de la posibilidad de que hubiese algún obstáculo de índole formal capaz de impedir la realización del negocio. Nuestra idea era pagar una parte del precio de compra en acciones, y el resto en metálico.

—¿Quién es Peter Munk? —quiso saber Wallander.

—El accionista mayoritario de Horsham Holdings —le reveló Harderberg—. Él es el artífice de todos los negocios.

—¿Debo entender que la reunión de aquella noche fue de carácter rutinario?

—Así es. No se tocó ningún asunto fuera de lo normal.

—Se me ha informado de que acudieron a la cita otras dos personas.

—En efecto, dos directores de la Banca Commerciale Italiana —declaró Harderberg—. Habíamos pensado pagar los inmuebles alemanes con una parte de nuestro paquete de acciones en Montedison y el banco italiano sería la entidad de enlace en la transacción.

—Pues me gustaría que me facilitase el nombre de esas dos personas —señaló Wallander—. Por si fuese preciso hablar con ellos también.

—Cuente con ello —ofreció Harderberg.

—Y una vez concluida la reunión, el señor Torstensson abandonó el castillo de Farnholm —prosiguió Wallander—. ¿Notó usted algo extraño en él durante la tarde?

—Nada.

—¿No tiene usted idea de por qué fue asesinado?

—Me resulta del todo incomprensible. Un hombre viejo y solo. ¿Quién querría matarlo?

—Exacto —convino Wallander—. ¿Quién? ¿Y quién mató a su hijo pocos días después?

—Me pareció entender que la policía tenía una pista —le recordó Harderberg.

—Y la tenemos —aseguró Wallander—. Pero aún no hemos hallado el móvil.

—Me encantaría poder ayudarle —aseguró Harderberg solícito—. Al menos, sí que quisiera que la policía me mantuviese informado del desarrollo de la investigación.

—Es muy posible que deba volver a importunarlo con más preguntas —dijo Wallander al tiempo que se ponía en pie.

—Haré cuanto esté en mi mano para responderlas —sentenció Harderberg.

Se estrecharon la mano de nuevo, mientras Wallander intentaba ver a través de la sonrisa, por encima de sus ojos de un azul gélido. Pero, en algún punto del trayecto se le interpuso un muro invisible.

—¿Llegaron ustedes a comprar las casas? —preguntó Wallander.

—¿Qué casas?

—Las de Alemania.

La sonrisa se exhibió aún más amplia.

—¡Por supuesto! —afirmó Harderberg—. Y resultó ser un negocio excelente, para nosotros.

Se despidieron ante la puerta, donde Jenny Lind aguardaba descalza para acompañarlo hasta la salida.

—Encontramos su bloc de notas —le dijo mientras atravesaban el gran vestíbulo.

Wallander notó que los hombres que espiaban entre las sombras habían desaparecido.

Jenny Lind le entregó un sobre.

—Supongo que contiene los nombres de los dos directores del banco italiano —aventuró Wallander.

Ella sonrió.

«Todos sonríen aquí», concluyó. «Me pregunto si los que se esconden para vigilar en la oscuridad también lo hacen.»

La tormenta lo azotó tan pronto como salió de Farnholm. Jenny Lind cerró la puerta tras él. La verja se deslizó a su paso y el inspector sintió un gran alivio cuando la hubo atravesado. «El mismo trayecto que hizo Gustaf Torstensson», se dijo. «Aproximadamente a la misma hora.»

De repente, sintió miedo. Echó una rápida ojeada al asiento trasero, para comprobar que nadie se hubiese agazapado ocultándose allí.

Pero estaba solo.

La tormenta parecía querer quebrantar el coche y por las rendijas de las ventanas se filtraba un aire helado.

Iba pensando en Alfred Harderberg. El hombre sonriente.

«Claro que es él», resolvió. «Claro que él sabe lo que ocurrió. Es esa sonrisa lo que debo destrozar.»

12

Los vientos huracanados que habían invadido Escania fueron amainando paulatinamente.

Al amanecer, después de que Kurt Wallander hubiese sufrido otra de sus noches de insomnio en el apartamento, la tormenta había empezado a ceder. Durante las horas nocturnas de vigilia, había permanecido junto a la ventana de la cocina observando la calle. Los golpes de viento habían doblegado la farola que, vencida, tironeaba de sus cables como un animal prisionero de sus ligaduras.

Wallander había regresado del curioso mundo teatral de Farnholm con la sensación imprecisa de haber sido vencido. Ante el sonriente Alfred Harderberg, había desempeñado el mismo papel de lacayo que su padre se veía obligado a representar ante los Caballeros de Seda cuando él no era más que un niño. Allí, junto a la ventana de la cocina, mientras contemplaba el torbellino de la tormenta, se le ocurrió que Farnholm no era más que una variante de los resplandecientes coches americanos que, con sus movimientos sinuosos, se detenían a la puerta de aquella casa de Malmö en la que él había crecido. El estentóreo polaco enfundado en su traje de seda era un pariente lejano del señor de aquel castillo de paredes insonorizadas. Y él había ocupado uno de los sillones de piel de Alfred Harderberg sosteniendo en su mano un sombrero invisible; y aquello le había producido un sentimiento de derrota.

Ni que decir tiene que se trataba de una hipérbole. Él había cumplido con su deber, había formulado sus preguntas y se las había visto con aquel hombre que tanto poder acumulaba en sus manos y al que nadie parecía haber visto nunca. Y tenía la certeza de que había logrado calmarlo. Alfred Harderberg no tenía ningún motivo para temer que hubiese dejado de ser un ciudadano por encima de toda sospecha.

Por otro lado, con aquella visita, Wallander quedó convencido de que se habían decantado por seguir la pista correcta, de que habían levantado la piedra bajo la cual se hallaba la solución al misterio de por qué habían asesinado a los dos abogados. Y bajo la piedra, había descubierto la huella de Alfred Harderberg.

Se vería obligado no sólo a quebrantar aquella sonrisa helada, sino también a vencer a un gigante.

Durante aquella noche de tormenta en que se le negó el sueño, revisó una y otra vez su conversación con Alfred Harderberg. Con la imagen de su rostro impresa en la memoria, se esforzó por interpretar los débiles cambios de su muda sonrisa al igual que se intenta descifrar un código. En una ocasión entrevió un abismo, seguro, cuando preguntó quién le había propuesto que se pusiese en contacto con Gustaf Torstensson. Ahí, por una milésima de segundo, tan fugaz como inequívoca, la sonrisa se desdibujó. Lo que le indicaba que había instantes en los que Alfred Harderberg no podía evitar resultar humano, vulnerable, desnudo. Al mismo tiempo, era consciente de que aquello no tenía por qué significar nada. Pudo haberse tratado de la manifestación del cansancio repentino e insuperable del infatigable y ocupado viajero, la debilidad apenas perceptible de, súbitamente, no tener ya fuerzas para seguir representando el papel de señor educado con un insignificante agente de la policía de Ystad.

Pese a todo, Wallander intuía que era allí donde debía dar los primeros pasos si lo que perseguía era imponerse al gigante para quebrar su sonrisa y hallar la verdad sobre la muerte de los dos abogados. No dudaba de que la habilidad y la perseverancia de los agentes de los grupos de delincuencia económica lograrían recabar una serie de datos que les permitiesen avanzar. Pero durante aquella noche, Wallander llegó a la conclusión de que era el propio Alfred Harderberg quien debía guiarlos por el buen camino. En algún lugar, en algún momento, aquel hombre sonriente dejaría una pista, a la que ellos se aferrarían para luego utilizarla en su contra.

Por supuesto que el inspector también estaba seguro de que los dos abogados no habían muerto a manos de Alfred Harderberg. Como tampoco había sido él quien había colocado la mina en el jardín de la señora Dunér, ni ocupaba el vehículo que los siguió a él y a Ann-Britt camino a Helsingborg, ni fue él quien vertió el explosivo en el depósito de gasolina. Wallander no pudo evitar percatarse de que aquel hombre habló en todo momento en primera persona del plural, como un rey, como un señor, pero también como alguien consciente del valor de rodearse de colaboradores leales, de esos que nunca ponían en tela de juicio las órdenes recibidas.

En aquel contexto, la figura de Gustaf Torstensson hallaba un puesto inesperado, se le ocurrió a Wallander, que empezaba a comprender por qué Alfred Harderberg lo había elegido como colaborador. Ciertamente, de él le cabía esperar una lealtad absoluta. Él sabría siempre que su lugar estaba al otro extremo de la mesa. Alfred Harderberg le había ofrecido una posibilidad en la que él no habría podido ni soñar.

«Así de sencillo», se dijo Wallander mientras contemplaba la farola meciéndose al viento. «Tal vez Gustaf Torstensson descubrió algo que no quería o no podía aceptar. Es posible que también él hubiese detectado en aquella sonrisa una grieta en la que se vio reflejado para, finalmente, tomar conciencia del papel tan desagradable que estaba desempeñando.»

De vez en cuando, a lo largo de la noche, Wallander abandonaba la ventana e iba a sentarse ante la mesa de la cocina, donde, en un bloc escolar, ponía por escrito sus reflexiones en un intento de clasificarlas y dotarlas de unidad.

Hacia las cinco de la mañana, preparó café. Después se acostó de nuevo y dio unas cabezadas hasta las siete, hora a la que se levantó, se dio una ducha y se tomó otra taza de café. Poco antes de las siete y media salió camino de la comisaría. Un cielo despejado y un frío cada vez más intenso habían venido a reemplazar a la tormenta. A pesar de no haber dormido prácticamente nada, se sentía lleno de energía cuando entró a su despacho. «Nuevos bríos», concluyó para sí. «Ya no estamos adentrándonos en el caso, sino que nos hallamos inmersos en él.» Arrojó la chaqueta sobre una silla, fue a buscar una taza de café y llamó a recepción para pedirle a Ebba que le localizase a Nyberg. Mientras aguardaba su respuesta, elaboró una síntesis de su reunión con Alfred Harderberg. Svedberg asomó la cabeza para preguntarle cómo había ido el encuentro.

—Ya te enterarás después —lo frenó Wallander—. Pero yo sigo creyendo que estos asesinatos y el resto de los sucesos tienen su origen en el castillo de Farnholm.

—Ann-Britt Höglund llamó para decir que irá directamente a Ångelholm, a visitar a la viuda y a los hijos de Lars Borman.

—¿Qué tal va lo del avión de Harderberg? —inquirió Wallander.

—Pues de eso no dijo nada —repuso Svedberg—. Me imagino que le llevará su tiempo averiguarlo.

—¡Uf! Estoy tan impaciente… —exclamó Wallander—. Me pregunto por qué.

—Tu impaciencia no es ninguna novedad —le advirtió Svedberg—. Pero seguro que tú no te has enterado.

En el mismo momento en que Svedberg se marchaba, sonó el teléfono. Era Ebba, para avisarle de que Nyberg estaba en camino. Al verlo, Wallander comprendió enseguida que algo había ocurrido. Le hizo una seña al técnico para que cerrase la puerta.

—Tenías razón —comenzó Nyberg—. El recipiente de plástico que estuvimos viendo la otra noche no pinta nada en el coche de un viejo abogado.

Wallander aguardaba tenso la continuación.

—También acertaste al suponer que se trataba de una nevera —continuó—. Pero no para conservar medicamentos ni sangre, sino para los órganos que se han de utilizar en los trasplantes, para riñones y cosas así.

Wallander lo observaba reflexivo.

—¿Estás seguro de ello?

—Yo no suelo pronunciarme sin aclarar si estoy o no seguro de lo que digo —barbotó Nyberg.

—No, ya lo sé —admitió Wallander en tono de disculpa, notando que el técnico empezaba a irritarse.

—Estos recipientes son de construcción muy compleja —prosiguió—. Y tampoco hay demasiados, así que no debería resultar difícil seguirle la pista. Si lo que he averiguado hasta el momento es cierto, estas neveras para órganos entran en nuestro país importadas por una empresa de Södertälje que se llama Avanca y que tiene la exclusiva. Voy a ponerme manos a la obra enseguida.

Wallander asintió despacio.

—Oye, otra cosa —lo retuvo—. No olvides preguntar quién es el dueño de la empresa.

Nyberg adivinó sus pensamientos.

—Supongo que querrás saber si Avanca pertenece, por casualidad, al imperio financiero de Alfred Harderberg.

—Por ejemplo —repuso Wallander.

Nyberg se levantó con la intención de marcharse pero se detuvo junto a la puerta.

—¿Qué sabes tú sobre trasplantes? —preguntó.

—No mucho, la verdad. Sé que es una técnica que se aplica, que son cada vez más frecuentes y que cada vez se trasplantan más tipos de órganos. Lo que si espero es librarme de semejante experiencia, pues debe de sentirse uno extraño con un corazón ajeno en el cuerpo…

—Pues sí. Yo estuve hablando con un médico de Lund; se llamaba Strömberg —explicó Nyberg—. Me proporcionó una buena visión sobre el tema. Entre otras cosas, me contó que la técnica del trasplante tiene un lado bastante negro. Y no se trata sólo de que las personas del tercer mundo vendan sus órganos a la desesperada, para poder sobrevivir. La obtención de órganos es una actividad envuelta en muchos trapos sucios, también de orden moral. Sin embargo, él me dio a entender que había algo peor.

Nyberg interrumpió de pronto su intervención y miró a Wallander inquisitivo.

—No te preocupes, tengo tiempo —lo animó Wallander—. Continúa.

—A mí me resultó inaudito —confesó Nyberg—. Pero Strömberg terminó de convencerme de que la gente es capaz de cualquier cosa por dinero.

—Pero ¡eso ya lo sabías tú!, ¿verdad? —inquirió Wallander sorprendido.

—Sí, pero las fronteras de la ambición, las que uno creía ya imposibles de superar, se amplían cada vez más —precisó Nyberg, antes de volver a ocupar la silla—. Como ocurre en tantos otros temas, no existen pruebas reales —explicó—. Pero según Strömberg, en los países del tercer mundo hay unas ligas que aceptan pedidos de diversos órganos que consiguen asesinando a sus propietarios.

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