Wallander no pronunció palabra.
—Así, seleccionan a las personas adecuadas según los detalles del pedido, las atacan y las duermen —proseguía Nyberg—. Luego las conducen a clínicas privadas en las que les extirpan los órganos que iban buscando y, hecho esto, arrojan el cadáver a un barranco. Según Strömberg, las víctimas suelen ser niños.
Wallander meneó la cabeza y cerró los ojos, con gesto de desaprobación.
—Decía además que se trata de una actividad mucho más habitual de lo que creemos —continuó Nyberg—. Corre el rumor de que también sucede en el este de Europa y en Estados Unidos. Un riñón no tiene rostro ni identidad y, así, pueden matar a un niño de Asia para que prolongue la vida de una persona de Occidente que puede permitirse pagar por él y que no quiere esperar su turno en las colas para los trasplantes. Los asesinos ganan sumas muy sustanciosas.
—Pero la extirpación de un órgano no puede ser una operación simple —observó Wallander—. Supongo que deberán intervenir muchos médicos.
—¿Y quién ha dicho que el sentido de la moralidad de la clase médica esté por encima del de las demás personas? —inquirió Nyberg.
—Pues a mí me cuesta creer que todo eso sea verdad —insistió Wallander.
—Claro, eso les pasa a todos. De ahí que esas ligas tengan vía libre para continuar con su actividad tranquilamente.
Entonces, sacó el bloc de notas del bolsillo y empezó a hojearlo.
—El médico me dio el nombre de un periodista que está investigando este asunto —comentó—. Una mujer llamada Lisbeth Norin. Vive en Gotemburgo y escribe para varias revistas de difusión científica.
Wallander tomó nota del nombre.
—Vamos a imaginar lo inimaginable —propuso al tiempo que dedicaba una mirada grave a Nyberg—. Supongamos que Alfred Harderberg se dedique a matar gente para luego vender sus riñones o lo que sea en ese mercado ilegal que, según parece, existe de verdad. Más aún, figurémonos que Gustaf Torstensson logró descubrirlo y que se llevó el recipiente de plástico como prueba. ¿Qué tal si lo imaginamos así, por inverosímil que parezca?
Nyberg lo miró interrogante.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —rechazó Wallander—. Sólo estoy jugando con una idea absurda.
Nyberg volvió a ponerse en pie.
—Empezaré por ver si puede averiguarse algo sobre la nevera —anunció.
Una vez solo, Wallander se colocó junto a la ventana dispuesto a reflexionar sobre lo que le había revelado Nyberg. Finalmente, decidió que aquella idea era, en verdad, absurda, pues Alfred Harderberg era una persona que donaba dinero a la investigación, incluida la encaminada a esclarecer las causas y hallar los remedios de enfermedades graves que afectaban a niños. Wallander recordó también que había contribuido con sumas importantes al desarrollo de la sanidad en varios países africanos y sudamericanos.
La nevera que habían hallado en el coche de Gustaf Torstensson debía de significar algo muy distinto, o nada en absoluto. En cualquier caso, no pudo evitar realizar una llamada al servicio de información telefónica para pedir el número de Lisbeth Norin, a la que llamó enseguida. Sin embargo, fue un contestador automático el que atendió su llamada, de modo que dejó un mensaje con su nombre y su número de teléfono.
Durante el resto del día, no logró verse libre de la sensación de estar sufriendo una angustiosa espera. Cualquiera que fuese la tarea a la que se hubiese propuesto entregarse, siempre le parecía más importante lo que estaba esperando, a saber, los informes de Nyberg y de Ann-Britt Höglund. Tras haber llamado a su padre y haberse asegurado de que el tejado había resistido el huracán de la víspera, siguió revisando, con un grado de concentración bastante irregular, toda la documentación disponible acerca de Alfred Harderberg. No podía evitar sentirse fascinado por aquella carrera impresionante cuyo germen se hallaba en el insignificante pueblo de Vimmerby. Según se deducía de los diversos informes, Harderberg había demostrado ser un genio para los negocios ya desde una edad temprana. En efecto, a los nueve años empezó a vender revistas de Navidad. Pero además, tuvo la ocurrencia de invertir sus escasos ahorros en viejas tiradas de años anteriores, que pudo adquirir de las editoriales por casi nada, ya que para ellas sólo las nuevas revistas tenían valor en el mercado. Sin embargo, Alfred Harderberg había vendido las viejas con las nuevas, improvisando con habilidad los precios, según las expectativas de los diversos clientes. Wallander cayó en la cuenta de que Harderberg siempre había sido un trader, que compraba y vendía lo que otros fabricaban. Él no creaba nuevos productos, sino que su arte consistía más bien en comprar barato y vender caro, y en descubrir valores allí donde nadie los veía. Ya a la edad de catorce años vislumbró las posibilidades del mercado de coches antiguos. Así, recorría en su bicicleta los alrededores de Vimmerby, buscando en cercados y cobertizos y comprando vehículos desvencijados y medio cubiertos de maleza convencido de poder venderlos después. En varias ocasiones, obtuvo los coches gratis, ya que la gente no deseaba burlarse de un jovencito inocente que recorría las haciendas en bicicleta con una especie de fijación enfermiza por coches desguazados. Él ahorraba el dinero que no necesitaba invertir en el tiovivo de su creciente negocio. A los diecisiete, tomó un tren y se plantó en Estocolmo, junto con un compañero algo mayor procedente de otro pueblo, que era un ventrílocuo de habilidad asombrosa. Alfred Harderberg, que se designó a si mismo como representante del amigo, le pagó el viaje. Al parecer, había perfeccionado su sonriente amabilidad juvenil. Wallander tuvo ocasión de leer un reportaje sobre Alfred Harderberg y el ventrílocuo, que aparecía en el periódico Bild journalen, una publicación que el inspector recordaba vagamente. El autor del artículo volvió varias veces sobre el detalle de lo bien vestido que iba y lo bien educado que era el joven representante, sin olvidar su amable sonrisa. Sin embargo, al parecer, el rechazo a los fotógrafos se había manifestado desde muy pronto. Aparecía el ventrílocuo, pero no su representante. Por otro lado, se mencionaba el hecho de que el joven Harderberg había tomado la decisión, tan pronto como llegó a Estocolmo, de deshacerse de su acento de Småland con la intención de adoptar el dialecto que encontró en la capital, para lo cual invirtió parte de su capital en una serie de clases que recibió de un logopeda. Con el tiempo, el ventrílocuo se vio abocado a regresar a Vimmerby y al anonimato, mientras que Alfred Harderberg se entregaba a otros proyectos de negocios. A finales de los años sesenta, ya era millonario, pero fue a mediados de los setenta cuando vivió su gran triunfo. Se dedicó con éxito a la especulación inmobiliaria y a la compraventa de acciones, tanto en Suecia como en el extranjero, con lo que sus riquezas aumentaron de forma exponencial. WaIlander tomó nota de que había empezado a viajar fuera del país ya a principios de los años setenta. Pasó un tiempo en Zimbabue, o Rodesia del Sur, que era el nombre por el que se conocía al país en aquella época, y allí, junto con un tal Tiny Rowland, había realizado negocios lucrativos con minas de cobre y oro. WaIlander supuso que fue entonces cuando aparecieron en su vida las plantaciones de té.
A principios de los años ochenta, Alfred Harderberg estaba casado con una mujer brasileña llamada Carmen Dulce da Silva, pero el matrimonio, que no tuvo hijos, se deshizo años después. Siempre defendió su derecho a permanecer anónimo tras sus negocios, tan invisible como fuese posible. Jamás había estado presente en la inauguración de ninguna de sus donaciones para la construcción de hospitales, ni tampoco había enviado a nadie que lo sustituyese. Sin embargo, sí que remitía cartas o hacía llegar télex en los que, humilde, agradecía la amabilidad que se le dispensaba. Nunca acudió a recibir en persona ni un solo título de doctor honoris causa de los que le habían concedido, ni el bonete ni el diploma.
«Toda su vida es una larga ausencia», sintetizó Wallander. «Hasta que llegó a Escania y se asentó tras los robustos muros del castillo, de Farnholm, nadie supo dónde se encontraba en realidad. Siempre anduvo cambiando de vivienda, siempre en coches camuflados, propietario de un avión particular, ya desde principios de los ochenta.
»Sin embargo, hay algunas excepciones, una de las cuales resulta más sorprendente y curiosa que las demás. Según testimonio de la señora Dunér en una de sus entrevistas con Ann-Britt Höglund, Alfred Harderberg y Gustaf Torstensson celebraron su primer encuentro en un almuerzo en el hotel Continental de Ystad. El abogado describió a Harderberg como un hombre amable, bronceado y muy bien vestido.
»¿Por qué decidió verse con Torstensson en un restaurante, mientras periodistas de prestigio dedicados a cubrir lo que ocurre en el mundo de los negocios se ven obligados a esperar durante años para acercársele siquiera?», se preguntaba Wallander. «¿Tiene eso algún significado especial? ¿Tal vez cambió de táctica para despistar?
«La inseguridad puede utilizarse como escondite», se dijo. «De modo que permite que el mundo sepa que existe, pero nunca dónde se encuentra.»
Hacia las doce, se fue a casa a prepararse el almuerzo y a la una y media estaba de vuelta en su despacho. No había hecho más que inclinarse sobre sus archivadores cuando Ann-Britt Höglund llamó a la puerta antes de entrar.
—¿Ya estás aquí? —inquirió Wallander lleno de asombro—. Pensé que estarías en Ångelholm.
—Sí pero, por desgracia, no me llevó mucho tiempo hablar con la familia de Lars Borman —afirmó.
Wallander supo por el tono de su voz que no había quedado muy satisfecha, lo cual ejerció una influencia negativa inmediata sobre su propio estado de ánimo. «Vaya, ésto tampoco resulta», se lamentó abatido. «Nada que nos ayude a quebrantar los muros de Farnholm.»
Ella tomó asiento y empezó a hojear sus notas.
—¿Cómo está tu hijo? —preguntó Wallander.
—Bueno, los niños no suelen estar enfermos durante mucho tiempo —aclaró—. Por cierto, he obtenido algo de información sobre el avión de Harderberg. ¡Me alegré tanto cuando Svedberg me llamó para encomendarme alguna tarea! A las mujeres siempre nos remuerde la conciencia cuando no podemos trabajar.
—Estupendo, pero háblame primero de la familia Borman —solicitó Wallander—. Empecemos por ellos.
Ella meneó la cabeza.
—Pues, la verdad, no fue demasiado productivo —se quejó—. Están convencidos de que se suicidó, de eso no hay duda. Y creo que ni la viuda ni el hijo ni la hija lo han superado todavía. He de confesar que fue como tomar conciencia, por primera vez en mi vida, de lo que debe de suponer pertenecer a una familia uno de cuyos miembros, de repente y sin causa aparente, se quita la vida.
—¿No dejó nada, ni una nota, ni una carta?
—Nada.
—Pues eso no encaja con la personalidad de Lars Borman. No era de esas personas que arrojan la bicicleta, ni tampoco me lo imagino suicidándose sin dar explicaciones o pedir disculpas.
—Ya, pero… El caso es que indagué en lo que consideré más importante: no se había metido en ningún mal negocio, no jugaba ni estafaba.
—¿Les hiciste ese tipo de preguntas? —se sorprendió Wallander.
—Bueno, preguntas indirectas pueden proporcionar respuestas bastante directas.
Wallander asintió.
—Sí, claro, cuando la gente espera una visita de la policía, se prepara las respuestas, ¿te refieres a eso?
—Así es. Los tres estaban decididos a preservar el buen nombre de Lars Borman —explicó ella—. Soltaron de carrerilla todos y cada uno de sus méritos, para que yo no tuviese que preguntar por sus debilidades.
—La cuestión es si todo eso es cierto.
—Estoy segura de que no mentían. Es imposible saber a qué pudo dedicarse en secreto, pero no parece el tipo de hombre capaz de llevar una doble vida.
—Continúa —pidió Wallander.
—Bien, la tragedia los pilló a todos por sorpresa, los dejó conmocionados —añadió ella—. De hecho, creo que aún se preguntan, noche y día, el motivo que pudo impulsarlo a quitarse la vida. Y la pregunta sigue sin respuesta.
—¿Les sugeriste la posibilidad de que no se hubiese tratado de un suicidio?
—No, no lo hice.
—Bien. Prosigue.
—El único dato digno de algún interés por nuestra parte es el hecho de que Lars Borman sí tenía contacto con Gustaf Torstensson. Y ellos así me lo confirmaron. Además, me explicaron por qué. Resulta que ambos eran miembros de una asociación de aficionados al estudio de la iconografía sagrada. En alguna ocasión aislada, Gustaf Torstensson visitó a Borman en su casa, así como éste también se encontró con Gustaf Torstensson en su chalet de Ystad.
—En otras palabras, que eran amigos.
—Bueno, yo no diría tanto, no creo que mantuviesen una relación tan estrecha. Lo cual hace que su relación fuese realmente interesante, en mi opinión.
—No estoy seguro de comprender adónde quieres ir a parar —admitió Wallander.
—Lo que quiero decir —comenzó ella—, es que Gustaf Torstensson y Lars Borman eran dos personas solitarias, uno de ellos casado, el otro viudo, pero ambos solitarios. No se veían muy a menudo y, cuando lo hacían, era para hablar de iconos. Sin embargo, a mí me parece plausible la conjetura de que esos dos hombres solitarios, al verse en una situación limite, se hiciesen confidencias mutuas; a falta de amigos de verdad, se tenían al menos el uno al otro.
—Es posible —concedió Wallander—. Pero eso no explica las amenazas de Lars Borman contra todo el bufete de abogados.
—La secretaria Sonja Lundin no fue objeto de ninguna amenaza —puntualizó Ann-Britt Höglund—. Y puede que ese detalle sea más importante de lo que creemos.
Wallander se echó hacia atrás en la silla y la observó con atención.
—Se te ha ocurrido alguna idea —adivinó.
—En fin, no son más que especulaciones mías —precisó ella—. Y lo más probable es que sean demasiado rebuscadas.
—Ya, pero no tenemos nada que perder sólo por pensar —la animó Wallander—. Te escucho.
—Supongamos que Lars Borman le hubiese confiado a Gustaf Torstensson lo ocurrido en el Landsting, el asunto de la estafa. Después de todo, es imposible que hablasen tan sólo de iconos. Sabemos que Borman se sintió decepcionado y dolido a causa de la resolución adoptada por la dirección de no llevar a cabo una auténtica investigación policial del caso. Supongamos, pues, que Gustaf Torstensson sabía que existía una relación entre Alfred Harderberg y Strufab, la compañía artífice de la estafa. Él pudo haber mencionado que trabajaba para Alfred Harderberg; y supongamos que Lars Borman veía a un abogado como a una persona con el mismo sentido inquebrantable de la justicia que él poseía, como si hubiese sido su ángel salvador. Y que le pidió ayuda. Sin embargo, Gustaf Torstensson no movió un dedo. Las cartas de amenaza se pueden interpretar de diversas formas.